por Roberto Cuadros

Ya habían terminado las clases de aquella tarde, la Universidad estaba ubicada en un hermoso edificio centenario rodeado de jardines en los que destacaban añosas palmeras y grandes extensiones de prado bien cuidado, en la zona poniente cercana a la Quinta Normal de Santiago.

Le gustaba el silencio casi ceremonial que inundaba los amplios pasillos y también las salas de clases. El taconeo singular de sus zapatos de medio taco, rítmico y abovedado, acompañó esa tarde su camino a la biblioteca del ala B. Tenía que buscar un texto con algunos detalles que complementarían su clase de historia del día siguiente, uno de sus alumnos nóveles era muy inquisitivo y perspicaz, por tanto no quería darle tribuna a una respuesta vaga de su parte.
Ella por definición no “gugleaba”.

La bibliotecaria no estaba y por supuesto la biblioteca figuraba cerrada. Era tarde. No lo pensó dos veces, se devolvió muy rápido a la sala de profesores y tomó el gran manojo de llaves que sin dudas tenía aquella que precisaba. Un “hasta mañana” a una última colega que ya salía rumbo a la vecina Estación del Metro, marcó el reinicio del recorrido por esos largos pasillos.

El sol ya había abandonado al cielo por lo que, a mitad de camino, tuvo que detenerse a encender las luces del ala B. Clac, clac, clac fue el sonido de los tres grupos de luminarias que se encendieron secuencialmente desde donde ella estaba hasta el final del pasillo. Solo en ese instante corroboró que estaba sola en el edificio, ya que al mirar hacia atrás la oscuridad se había instalado en la zona de las salas desde donde venía. A la vuelta debería caminar unos metros en penumbras para buscar los interruptores de aquella otra sección.

Caminó algo más rápido, no era muy agradable la idea de tener que estar allí hasta muy tarde, mal que mal esa vieja casona que hoy albergaba a la universidad tendría sus historias. Había sido un claustro a principios del siglo pasado. Luego fue la Escuela de Artes y Oficios para, a fines de los sesenta, convertirse en Universidad.

Un golpe de una puerta la detuvo. Era un recodo que daba a un par de salas que hoy servían para los archivos. Provenía de una de esas dos puertas. Nuevamente escuchó un golpeteo desde adentro que le erizó los pelos de la nuca. Quedó inmóvil sin saber si correr de vuelta o seguir a la biblioteca. Se acercó con cautela hasta poner su oído pegado a la puerta.

– ¿Hay alguien ahí? Preguntó con un hilo de voz y el corazón bombeando fuerte. No hubo respuesta. Golpeó y volvió a preguntar. Esta vez escuchó ruidos de pasos que confirmaban que allí adentro sí había alguien.

Seguramente algunos alumnos habían entrado allí durante el día, aunque era raro porque esas puertas estaban siempre con llave. Recordó que en su mano tenía el manojo de llaves maestras del ala B.

– Está bien chicos, soy profesora y les voy a abrir la puerta, dijo con voz enérgica dándose valor.
– ¿Está todo tranquilo afuera? El susurro de voz de un muchacho que venía desde adentro la sobresaltó.
– …No hay un alma aquí afuera, solo yo ¿están bien? Preguntó más tranquila sabiendo que eran alumnos y no fantasmas.
– Sí, con un poco de hambre, pero estamos bien, contestó nuevamente el muchacho en voz baja
– Bien, déjenme encontrar la llave, tengan un poco de paciencia ¿ya?
– De aquí no nos moveremos.

Le costó dar con la llave, eran más de cuarenta y no tenían marca. La más antigua resultó ser la indicada. El doble click confirmó que aquel lugar estaba herméticamente cerrado. La puerta opuso algo de resistencia pero finalmente cedió. Un olor a encierro y humedad la abofeteó.
Tapándose la nariz con su mano izquierda tanteó a ciegas el interruptor de la luz hasta dar con él. Lo apretó y el cuarto se iluminó parcialmente. La luz de allí era muy tenue, provenía de una ampolleta de esas antiguas con filamentos que colgaba desnuda del techo. Esperó que sus ojos se acostumbraran para ver al muchacho pero nada de ello ocurrió. Las paredes pintadas de un horrible verde nilo estaban sucias y los dos armarios enormes que llegaban al techo tenían polvo y telarañas. Con pocas ganas decidió entrar a la pequeña estancia preocupándose de mantener su antebrazo en la nariz por el cada vez más fuerte olor a azumagado.

– Chicos, ya pueden salir, soy profesora del campus….

Desde atrás una mano le atenazó la boca.

– Chhiiissss, hable despacio…nos pueden escuchar. Le quitaré la mano pero no grite, ¿está bién? La docente hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el joven la soltó. Ella se dio vuelta y vio a un muchacho de barba larga, lentes y un chaleco artesanal raído
– ¿Quién eres?…¿cómo entraste aquí?
– Soy Artemio Morán, alumno de Literatura, solo me alcancé a esconder aquí. ¿Usted de qué lado es?
– ¡Yo no soy de ningún lado Sr. Morán! Replicó molesta la profesora, además no me mienta, Literatura dejó de impartirse aquí hace muchos años!
– Jaja, eso es lo que quieren los tarados ignorantes…
– No sé de qué hablas, pero te pido que salgas ya de aquí, ¿estás solo?
– No. Somos cuatro. Dicho esto el joven llamó a sus otros compañeros – Manu, Gabriela, “Topo” salgan…

Desde atrás de uno de los armatostes de madera del fondo de la sala salieron los tres jóvenes. La chica lucía un pañuelo a lunares en la cabeza, minifalda y botas blancas, los otros dos eran tan barbudos como Artemio. Uno llevaba un gamulán y pantalones de cotelé café, el segundo un chaleco liso negro, una camisa de largo cuello que sobresalía y jeans con un florido añadido a los costados para la “pata de elefante”.

– ¿Qué ha pasado que ya no se escuchan disparos? Preguntó Gabriela.
– ¿Qué disparos? ¿Ustedes han estado tomando o fumando algo? Preguntó la profesora
– No, solo alcanzamos a meternos aquí cuando empezó la balacera y no nos hemos movido, dijo Manu, que en su cinturón tenía una gran honda de madera y caucho.
– Chicos, no sé de qué me hablan, yo he estado acá desde las ocho de la mañana y nada ha sucedido…
– ¡El ataque empezó a las diez y media en punto! ¡Vi a dos compañeros caer baleados a mi lado en el patio! ¿De qué mierda habla usted?… No me fío de ella. Dijo a sus amigos, ¡amordázala! Era Artemio, evidentemente el líder del grupo.

Gabriela le puso el pañuelo a lunares en la boca y lo amarró a su nuca. Luego con otra prenda le amarró las manos en la espalda. Manu y Artemio se asomaron con sigilo a la puerta y comprobaron que no había ruidos ni personas en el pasillo. Manuel dio un paso para salir pero al mismo tiempo un feroz grito de dolor brotó de su garganta. Sintió una quemazón en el rostro que lo obligó a retroceder atrás del vano de la puerta.

– Mierda, mi cara! Que dolor huevón! Parece que ahí afuera hay un gas que quema
– ¡Son armas químicas! Gritó enfurecido Artemio. Nazis de mierda, han creado de todo para matar! No es posible, no podremos salir
– No voy a salir de aquí, dijo Gabriela gimoteando. ¡No sé como avisarle a mis padres!
– Ni yo tampoco gritó el Topo, aún es muy luego para salir, deben tener todo rodeado.
– Dejemos que esta señora nos explique qué chuchas está pasando ahí afuera, dijo con sorna Manu cuyo rostro estaba enrojecido. Sacó el pañuelo de la boca de la profesora y la interrogó.
– ¿Ya terminó todo?, ¿por qué no se escuchan más disparos ni ruidos?, ¿echaron algún gas?
– No sé de que habla, le juro que no ha pasado nada de lo que dice…
– ¡Mentira!, eres una momia de mierda y estás con ellos! Gritó Gabriela
– ¿Con quienes? preguntó casi sollozando la mujer.
– Con los milicos puh, ¿con quien va a ser? El enajenado era el Topo esta vez.
– ¿Pero de qué hablan? No hay nada allí afuera…En ese instante fue interrumpida por el sonido de su teléfono celular, lo que alertó a los otros cuatro que la vieron sacar el aparato de su bolsillo.
– ¿Es una bomba? gritó Artemio pálido poniendo las manos hacia adelante y encorvando su espalda en clara señal de miedo.
– ¿Cómo va a ser una bomba?, ¿qué te pasa?, es mi teléfono y lo voy a contestar…aló, aló… sí, hija, estoy aún en la Universidad…sí, pronto, no, nada, tranquila…sí mi amor, sí. Un beso.

Los cuatro alumnos quedaron petrificados mirando el aparato una vez que la profesora cortó y se los tuvo que entregar. Era como si jamás hubiesen visto un teléfono.

– ¿Y no tiene ni un cable? ¿Desde cuándo existe esto que no lo había visto? le preguntó Manuel a la mujer, la que empezó a atar cabos con las incoherencias.
– ¿Ninguno conoce los teléfonos celulares? Preguntó haciendo honores a su profesión.
– No, respondieron casi a coro.
– ¿Y videos como este? –la mujer buscó un breve video recibido en su whatsapp ese día de un perro haciendo gracias y se los mostró.
– ¡Es como un televisorcito a color! Dijo sorprendido el Topo. Todos tenían la boca abierta.
– Perdón, le interrumpió la docente apagando el aparato. Artemio ¿me puedes decir qué fecha es hoy?
– Septiembre diez …no no, once, sí, septiembre once.
– ¿De qué año?
– De 1973. Exclamó Gabriela levantando sus hombros con cara de pregunta.
– ¿Y son todos estudiantes de Literatura?
– No, Gabriela y yo estudiamos Antropología, respondió Manu.
– Yo estoy en el último año de Licenciatura en Ciencias Políticas -dijo secamente el Topo.

La profesora los miró de arriba abajo. No, no podía ser de otra forma y echo a reír a carcajadas. Era una broma bastante absurda, pero hasta ahora lo habían hecho muy bien.

– ¡Me han estado tomando el pelo por más de veinte minutos! Dijo entre risotadas con los ojos llenos de lágrimas.
Les debo confesar que me dieron un miedo de los mil demonios al principio. Me imagino que todos son de Teatro ¿no?, claro, alumnos de Teatro haciendo una performance a costa de esta vieja profesora. Excelente… la verdad es que lo han hecho muy bien, desde los vestuarios -indicó con el dedo los pantalones anchos y la minifalda de Gabriela- hasta sus expresiones de ignorancia!
Ya chicos, vamos, ya pueden irse a sus casas, no sé a quién se le ocurrió esta tontera pero los felicito. ¡Si es un trabajo con nota, créanme que hablaré con su profesor por ustedes para que les ponga la mejor!

Dicho esto la mujer aún sonriendo les dio la espalda, caminó un par de pasos saliendo de la estancia hacia el pasillo donde se respiraba una atmósfera diferente y se dio vuelta para conminarlos a que la siguieran, pero atrás del quicio de la puerta no había nadie. La sala de feas paredes verdes estaba vacía y mal iluminada por esa enorme ampolleta amarillenta. Quiso entrar pero el instinto la detuvo y lo comprendió. Había cruzado un umbral, no sabía cómo, pero lo había cruzado de ida y vuelta.

Allí dentro estaban Artemio, Manu, Gabriela y el Topo, mientras que afuera solo estaba ella. La oscuridad reinaba en la noche. En su mente se confundieron pensamientos que tropezaban unos con otros.

¿Todo eso había sido real?, ¿habían muerto allí esos jóvenes?, ¿su presencia era un aviso?, ¿por qué hoy?…

En su frenético taconeo de vuelta a la sala de profesores reparó que las paredes que circundaban el jardín exterior, estaban rayadas todas y se leía reiterado en grandes letras negras “Evade mañana”.