Por Iván Quezada

El día era bochornoso y, para darse un respiro, Aurora entró en un café de Pedro de Valdivia con Providencia. No soportaba las aglomeraciones de la víspera navideña: el paso ligero de la multitud, los descarados manoseos en el Metro, las miradas suplicantes de los pobres… Aunque ella también era pobre, si bien hasta hacía poco fue bella. O quizás todavía lo era para algunos hombres extravagantes o para los fracasados que no podían seducir a una mujer joven. Era alta, un metro ochenta y cinco centímetros, y todavía esbelta, aunque con las carnes algo fláccidas, sin la dureza de antaño. A sus cuarenta y seis años, pensaba, no se podía pedir más y peor para ella si extrañaba las atenciones de los hombres.

El reloj marcó el mediodía, pero sentía como si hubiese pasado una semana desde que hace salió de su casa. No le gustó el café. En realidad, era una panadería con un estrecho café junto a un ventanal. No había mesas, sino unos mesones pegados a las paredes y para sentarse unos taburetes. La música estaba baja y contó cinco personas. Había espacio para moverse, pero la agitación del fin de año crispaba el aire, como si los parroquianos llevasen abrigos de puercoespín.

Su adolescencia y su juventud pasaron en un soplo, ni siquiera se casó y no tuvo hijos. Jamás dejó de vivir con su madre en una pequeña casa de Ñuñoa, que ahora estaba en la mira de las inmobiliarias. Ella era partidaria de que la vendiesen, deseaba tanto un cambio… Pero la vieja bruta no soltaba prenda. Quería, literalmente, que la enterrasen en el jardín. Probablemente nació antes de que estuviera prohibido hacerlo. ¿Cómo nunca lo leyó en los diarios?… Bajó la vista para reprimir una risita, odiaba que los extraños la creyesen loca.

Deslizó la mirada por el aséptico local y rápidamente la desvió al advertir a unas lesbianas. Se preguntó por qué siempre las lesbianas la trataban como a una madre. Luego vio a un hombre flaco, con cara de deberle dinero a todo el mundo y no por faltarle, sino por tacañería: de hecho, bebía su café a sorbitos, como temiendo que se le acabara.

La desalentaba cifrar sus esperanzas en el futuro. De hecho, estaba convencida de que pronto moriría. ¿Por qué nunca le sucedió nada? ¿Quién tuvo la culpa? No le bastaba con decirse: «yo misma». Era tan profundo su vacío, que casi no tenía recuerdos. Ignoraba si su problema venía de una experiencia traumática, porque simplemente se acordaba de uno o dos episodios de su infancia y ambos felices. Luego, fue una púber de lo más normal, con su primer coito a los quince años. No fue nada importante, después siguió siendo la misma, sólo algo irritable cuando sus amigas le pedían detalles. Quizás era una palurda y no lo pensaba porque se odiase a sí misma, sino como un hecho de la causa. Antes, su cara bonita le servía de disfraz. No imaginaba cómo ahora salvaría la situación.

Y ahora tenía que correr entre la muchedumbre navideña para ganarse unos pesos. Como promotora, brindando miradas o sonrisitas, prometiendo (para callado) algunas caricias o sexo derechamente, a padres de familia —en una galería comercial o en plena calle, detrás de un stand—, y luego de venderles un seguro o un celular, fugarse por las calles, preguntándose cómo pudo hacerlo otra vez. Pero sabía la respuesta: por necesidad, por odio a su madre.

De pronto, entró un joven al café y casi rozó su espalda camino a otro taburete. Levantó la vista de su taza y lo observó: llevaba una bandeja con unas empanaditas de queso y un café cortado. Su gesto era ausente, sin ninguna avidez que le torciera la boca. Le simpatizó. Era la primera persona que, ese día, le causaba la impresión de que nunca había oído hablar de la Navidad. Un hombre así no se conoce a menudo, se dijo, y fue en su dirección con una excusa en mente.

—Aquí no ofrecen endulzante… —habló— ¿No tendrás tú, por casualidad?

Por experiencia sabía que era mejor empezar tuteando.

—¿Cómo? A mí me dieron estos sobres en la caja.

¡Qué lindo, era un ingenuo!

—Debiese reclamar por maltrato a las mujeres. Todo el mundo da por sentado que tenemos menos dinero que los hombres y pasa esto. Aunque, por otra parte, las mujeres son odiosas y carecen de tema de conversación. Muchas veces huyo de ellas.

El muchacho sonrió y dijo:

—Primera mujer misógina que conozco.

—Si conocieras a mi madre…

Ambos rieron, mientras Aurora iba en busca de su café.

Cuando se percató de que no tenía escapatoria, el joven miró su reloj y, como de costumbre, se preguntó por qué las mujeres no eran así de descaradas cuando jóvenes. ¿Acaso no eran las mismas personas?

—Listo —se ufanó ella, al volver—, aquí está mi café. ¿Qué me decías?

—Creo que ya dije todo lo que pensaba.

—Estoy bromeando, ¿cómo no te das cuenta? No soy de esa clase de mujeres.

—¿Perdón?

Y con un gesto pícaro ella le acarició la espalda. Una ráfaga de frío pasó por la calle, entrando por las rendijas al local. Instintivamente, ambos se acercaron para compartir el calor y entonces él pensó que no estaba tan mal, a pesar de sus años. Le atrajo su altura, unos diez u once centímetros más que él. Se imaginó que con unas piernas tan largas como las suyas, se podían hacer muchos dibujos en la cama.

—Te gustan las mujeres altas, ¿eh? —adivinó su pensamiento— Yo me siento una privilegiada en Chile: aquí abundan las enanas y con sólo darme una vuelta por ahí, llamo la atención. Aunque no es mi prioridad. ¿No es verdad que con este frío te vendría bien la barba de Santa Claus?

Y le tocó el mentón, rigurosamente lampiño. El tipo se sonrojó, creyéndose entre ceja y ceja de unos escolares que se reían de todo. Si él estuviese con ese grupo también se burlaría de tan patética seducción y decidió mostrarle, discretamente, su anillo de bodas.

—Ya sabía que eras casado, no te preocupes —su risa atrajo la mirada de una dependienta—. Nosotros dos sólo podemos ser… No sé. No dejarás de ser un desconocido en cinco minutos, ¿me entiendes?

—Me alivia escuchar eso.

—¡Vamos, no pongas cara de víctima!

—Quizás deba irme…

—Pero antes podrías escucharme. Prometo no pelear.

Necesitaba compañía, aunque fuese a la fuerza. Se acomodó el pañuelo en el cuello, estirándose luego las mangas del abrigo. Al cruzar las piernas dejó al descubierto sus rodillas. La música seguía derramándose a cuentagotas por el local, a un volumen civilizado, aun cuando nadie allí lo fuera. Al echar un vistazo hacia la puerta, descubrió a la cajera y hubiese jurado que tenía bigotes.

—¿Ves siquiera los puños de la blusa que traigo? —dijo tras una pausa— Debes admitir que es bonita. Me la regaló mi madre, era algo que me tenía prometido hace mucho tiempo y la semana pasada me ordenó acompañarla al centro… ¡y aquí la tienes! La deseaba hacía tanto, que ya la tenía olvidada. Fue un hermoso gesto que lo recordase, a pesar de su incipiente Alzheimer. ¿O será arterioesclerosis?

El joven —que hacía un momento aseguró llamarse Dino— no encontró una respuesta para su monólogo, empecinándose en su silencio. En mala hora se le ocurrió coquetear con semejante bruja, se lamentó.

—¿Por qué no dices nada? —le increpó ella.

—¿Qué podría decir sobre una blusa que está debajo de tres suéteres y un abrigo de piel de foca?

—No te burles. Si estoy vestida de esta manera fue por necesidad. Antes trabajaba como promotora en los supermercados o en alguna campaña en la calle, pero de pronto esos empleos se acabaron. Me recomendaron que en Navidad fuese a los bancos a pedir un puesto como ejecutiva de algo. Ellos nunca usan la palabra «vendedora»; les resulta fea. Pero de eso se trata: les vendes créditos con intereses usurarios a unos pobres diablos con diez hijos y ni un peso para comprarles regalos. Mis comisiones son miserables y, sin embargo, peor es nada.

—Seguro que eres una bala vendiendo tarjetas de crédito —suspiró Dino, acordándose de su propia deuda bancaria. Al hacerlo su semblante envejeció treinta años. «Todo el mundo quiere recordarme mi próxima cuota», pensó con amargura.

—También soy buena con las tarjetas de tiendas comerciales. Una vez incluso vendí nichos de un cementerio privado. Nunca pensé que sería tan fácil.

Aurora hablaba alto, como queriendo que el resto la escuchase. Cuando las miradas burlescas o compasivas se concentraron en ellos, el joven tuvo la seguridad de que lo hacía adrede. Hasta creyó que jamás podría librarse de ella.

—¿Por qué no me das un besito? —dijo ella y Dino la miró espantado.

—Te pasaste de la raya —replicó—. Soy un hombre fiel.

—Nada de eso: eres un tipo obsesionado con las jovencitas.

—Entonces, nos conocimos tarde. Lo lamento. Quizás hace diez años atrás…

—Yo no te hubiese mirado. Eres un tonto, aunque también un vivo: usas tu estupidez como un arma para atraer a las mujeres.

—Eso fue un insulto. Además, no es cierto. Salí de mi casa sin ningún afán y por el frío me detuve en este café. No sé qué quieres de mí.

—Un poco de caballerosidad. Por ejemplo, que me vayas a dejar a mi casa o me acompañes a buscar trabajo.

—Esto es absurdo, ¡hasta me siento culpable!

—Si es así, pídeme disculpas.

El joven se puso de pie, como impelido por un resorte. Pero no pudo irse sin decirle adiós. O era un blandengue o, a su pesar, le inspiraba cariño. Cuando se dirigía a la calle, su consideración se convirtió en lástima y le pagó el café. Seguro que apenas le alcanzaba para andar en micro y su tarde se consumiría vagando en busca de un quimérico trabajo.

Para Aurora, toda la escena cobró un valor idílico. Parecía brillar en su rincón, deslumbrando a los otros clientes, que ahora no osaban mirarla. Calculó que hacía diez años no se enamoraba. En su interior había una fiesta con fuegos artificiales, especialmente cuando lo vio pagar la cuenta. Quiso salir corriendo detrás de él, pero se retuvo, porque ahora tenía un plan.

Dejó pasar cinco minutos, sin fijar la vista en nadie ni en nada y luego fue a la caja. Esta vez había una mujer sin mostacho, aunque también sin atractivo. Miró a Aurora torciendo el labio, como si la esperase. No parecía tener conciencia de su fealdad.

—No me diga nada —chasqueando la lengua—, quiere saber si conozco al joven que salió recién.

—¿Cómo lo sabe? —«Esta vieja es una entrometida», pensó Aurora.

—Él siempre habla con mujeres y después ellas vienen a preguntarme si lo ubico. Es el dueño de este negocio, pero le gusta pasar de incógnito. Sabrá Dios por qué.

—Quizás porque no quiere presumir.

—Es posible. Yo no lo juzgo.

—Entonces, ¿es un Casanova?

Se echó a reír sin ningún motivo y al terminar le entregó un vuelto a una camarera. Lo hizo como una autómata, parecía tener una caja registradora en la mente. Canturreó un rato, olvidada de Aurora y al verla de nuevo le dijo:

—¿En qué puedo servirle?

—Estábamos hablando de Dino.

—El señor Dino Albertini. La corrijo porque usted me simpatiza y quizás también a él. Nunca le paga el consumo a nadie.

—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

—Seguramente en su casa. —Y tras anotar una dirección en un papel, agregó: — Aquí tiene, pero no le diga que yo le di el dato.

Aurora leyó de un vistazo las palabras y números, y dijo:

—¿Qué debo hacer con esto?

—Decida usted, yo no me meto en la vida ajena.

Salió a la calle confundida, no esperaba lograr tanto. El embrollo de sus ideas fue tal que por las calles sintió que un minuto era una hora, avanzando por una ciudad colmada de gente sin rostro. Parpadeó repetidas veces y empezó a ver hasta las venillas de las personas, distinguió olores repentinos, saludó a extraños y uno incluso la besó en la cara. Percibió los edificios amontonados al final de las cuadras y para llegar a ellos debía atravesar un desierto. Hubiese preferido una Navidad sin regalos, sin siquiera una llamada. El amor era la peor forma de terminar el año y nada menos que por un desconocido.

Cuando se detuvo en una esquina de Providencia, ante un lustrabotas, volvió a leer el papel garrapateado por la cajera: le interesó la palabra «Dehesa». Era el barrio de los ricos, años luz lejos de ella y, desde luego, desconocía cómo llegar hasta allá. Observando el trabajo del lustrabotas, el mundo volvió a tener consistencia y se le ocurrió un nuevo propósito: arribar a la casa de él sin preguntarle a nadie, conducida únicamente por su instinto. Y se puso en marcha.

Sin embargo, la distancia hasta los faldeos de la cordillera era grande y ya era de noche. Tuvo que apelar a toda su indolencia para vencer el miedo, metiéndose en cuanta galería comercial se cruzaba en su camino, y así recobró la sensación de un día normal, como si buscase un vestido o unos zapatos que, en realidad, eran inalcanzables para su escuálido presupuesto. Con rostro pétreo tomó nota de las ofertas y charló con algunos vendedores disfrazados de renos. En un mall vio un trineo de cartón piedra en el techo, imaginándolo caer sobre la multitud y a ella llevándose las riendas como trofeo.

«¿Les hará gracia a las ‘abnegadas madres’ que sus hijos les exijan los regalos más caros, como ellas mismas hicieron cuando niñas con sus padres?», pensó, divertida, al salir de la zona comercial por calles cada vez más despobladas.

Anocheció velozmente, mientras contemplaba algunas fiestas infantiles dentro de las casas y edificios. De pronto, la detuvo un ceñudo guardia privado, mandándola a su casa como si fuera una criatura. Estaba prohibido restarse a la Navidad y desde ese momento eligió las sombras para continuar adelante.

Llevaba unas horas en Las Condes cuando se subió a un micro. En su asiento pensó que allí la gente se lamentaba por no hablar en inglés. Y recordó cuando un momento antes, detenida ante un semáforo, le dio un ataque de risa al escuchar unos villancicos. Se acercó al coro y contó tres adolescentes, algunos viejos y un cura, quienes la ignoraron por un rato, hasta que la rabia les cambió los rostros. Por suerte apareció el bus y ella lo tomó con viento fresco, ahorrándole al grupo unos Ave Marías de arrepentimiento.

El vehículo iba casi vacío, salvo por una pareja besándose lujuriosamente en el último asiento, dos obreros en la mitad del pasillo y un sujeto que anotaba algo en una libreta, junto al cual se sentó Aurora. Lo miró con curiosidad y le preguntó:

—¿Por qué el chófer va tan rápido?

El hombre, de unos cuarenta años, levantó la vista y dijo:

—Yo encuentro que avanza despacio.

—¿Le molesta algo?, ¿por qué contesta así?

—Hablo como me da la gana —exagerando su amargura—. ¿Sabe?, soy escritor y antes de su interrupción creí tener una buena frase. ¿Y ahora qué hago? Dígame, usted parece tener respuestas para todo.

—¿En serio es escritor? —fascinada— ¿Ha publicado un libro?

—Déjeme en paz.

El tipo se volvió hacia la ventanilla, protegiendo con el cuerpo su libreta. Quizás temía que alguien le robase las ideas, posibilidad que a ella le sacó carcajadas.

Se bajó sin la menor noción de dónde estaba. Tras un momento llegó a una cuesta y el frío cordillerano le caló los huesos. Ya no había edificios, sólo casas, algunas enormes, otras pequeñas, aunque pretenciosas. Tras subir durante media hora descubrió unos muros altísimos, que ocultaban mansiones imposibles de imaginar. Sin embargo, al doblar por una esquina dio con un erial y al fondo vio una fogata. Fue hacia ella como un mosquito.

Se acercó a tres hombres mal agestados, que gruñeron al verla. Eran bajitos: junto a ella parecían unos duendes. Se resignaron pronto y le invitaron una caña de vino. Aurora aceptó con una condición: que le contasen sus vidas.

—¿Estás loca? —dijo el mayor del trío, desordenándose las canas con una mano— Eso nunca se le pregunta a un delincuente.

—Bah —ella rio—, ustedes son más buenos que el pan.

—Él tiene razón —guiñó un ojo el más joven—: somos ladrones. Pero nuestro último delito nos costó una feroz paliza de los pacos. No queremos más guerra.

El tercero iba a decir algo y se arrepintió. Nada tenía caso para él.

—Pero al menos me dirán qué hacen aquí —dijo Aurora, descreída, después de un trago generoso.

—En realidad, somos obreros de la construcción —reconoció el mayor— y se nos pasó la hora conversando. Ya no tenemos micro para la población.

—Aquí atrás hay unos autos viejos ¾lo secundó el joven¾ y en ellos dormiremos de lo más bien. Hasta nos conseguimos unas frazadas.

—¿Me puedo quedar con ustedes esta noche? —Aurora sonrió con calculado encanto.

—¿No tienes miedo? Somos tres hombres y tú una mujer —se extrañó el mayor, paseando alrededor del fuego.

—Me siento como Blancanieves con ustedes —rio ella.

Por fin el tercero dijo algo, pero no se le entendió nada.

—¿Qué le pasa? —preguntó Aurora.

—Es ruso y un poco tonto ¾contestó el joven¾. Lleva años en Chile y todavía no sabe hablar en castellano. Nadie entiende qué se le perdió en este país.

—Lo mismo que a todos nosotros —murmuró el mayor, bajando la vista.

Celebraban la Navidad embriagándose como mercenarios. Dijeron chistes obscenos, aullaron a la luna, se comieron hasta las últimas migajas de unos panes. Hacía tiempo que Aurora no la pasaba bien con amigos. Por eso no le importó que el muchacho, después de acostarse juntos en un auto abandonado, la manoseara un poco.

—La gente de estos lados es igual a nosotros, ¿entiendes? —le dijo con lengua traposa, antes de dormirse borracho.

—Ya lo sabía —respondió ella.

Durmió con un ojo abierto y cuando amaneció se fue sin despedirse. El cielo estaba despejado y divisó a lo lejos unas montañas. Dino debía de vivir por allí, en alguna casa… Pero las cosas habían cambiado. Ahora avanzaba con la esperanza de nunca encontrarlo y tampoco volver.