(fantasías animadas de un jaquecoso de ayer y hoy)

  I.-  Estoy iniciando el «Tratamiento», el que consiste fundamentalmente en…

 

El neurólogo:

-Señor, Ramírez, quisiera insistirle en lo que le vengo diciendo: usted debe regularizar su estilo de vida y normalizar sus horas de sueño.

– ¿Por qué, doc.?

– No le hace bien.

– Lo sé: por eso vine a verle. Otra vez estoy acá.

– ¿Cómo le ha ido con sus dolores de cabeza?

– Pésimo.

– ¿Ninguna mejoría?

– Ninguna.

              Tras una serie de preguntas de rigor, me extiende una nueva receta. No reconozco los nombres de los medicamentos.

– ¿De qué se trata, doctor? ¿Calmantes? ¿Paliativos del dolor?

– Necesitamos que usted DUERMA. ¿Me dijo que se dormía a las 4 de la mañana?

– Eso, cuando me DERROTA el sueño. Usualmente, a las 5.

– Eso es muy malo. En la consulta anterior, creí oírle decir que quería «cambiar el mundo». ¿Cree que lo conseguirá durmiéndose a las 5 AM?

– No lo sé. Al menos, lo intento.

– Eso está mal. Muy mal. Necesitamos que usted duerma. Llevo 20 años en esto, pero su caso me llama la atención.

– ¿Por qué, doc?

              Empieza a sudar en la frente.

– Generalmente, mis pacientes me hablan de una imposibilidad de dormir, de insomnio. Pero lo suyo es otra cosa: usted NO QUIERE dormir. Usted se niega a dormir.

– ¿Y si amanezco muerto?

              Me doy cuenta, inmediatamente, de la estupidez que digo: al amanecer MUERTO no me daría cuenta de ello. «Sentí» que el doc., apretaba los dientes. Pero yo había «pagado» su tiempo y DEBÍA escucharme.

– Debe intentar reducir sus niveles de angustia. Trate de tomar las cosas con más calma. En cuanto lo vi entrar a mi oficina noté que usted está sufriendo un estrés intenso. ¿En que trabaja….?

              Le conté mi vida… El doctor miraba al vacío, esperando al próximo paciente.

– Imaginaba una historia así.

              Comprendí que, disimuladamente, se había fijado en mis gestos secundarios: morderme las uñas, apretarme las mandíbulas con las manos, escalofríos, la boca casi babeante, el acercarme casi hasta su cara al hablar, el hermético cruce de piernas y el pie izquierdo moviéndose de manera epiléptica, mi insistencia en mirar cada uno de los puntos de su oficina como si estuviera enjaulado, etc.

– Doctor, estoy teniendo pesadillas. Y recurrentemente. El otro día, sentí que me estaban ahorcando y desperté gritando.

– …

– Era mi ex pareja.

              Mientras habló, escribe en su computador. Una intensa curiosidad me embarga: ¿QUÉ está escribiendo? Estuve a punto de sucumbir a una acción arrebatada, parame detrás suyo, y ver que escribía. Pensé que hay que respetar a la gente y sus gustos en Internet. ¿Y si estaba chateando con una camgirl de Las Vegas, la que, evidentemente, tendría atractivos bastante más agradables que mi insípida historia?  ¿Iba a juzgarlo por ello? Yo, pecador: ¿arrojaría la primera piedra… ante un colega?

 

II.-

– ¿Usted consume drogas?

              No: otra vez…

– Sólo las que me recomiendan los médicos.

– ¿Marihuana?

– La probé en la Universidad, pero no me gustó. Me imposibilitaba comunicarme. Me sumía en un estado de completa mudez. Experimentaba una completa desintegración de mi Ego cuando fumaba esa yerba de efectos psicodélicos. Si bien no estaba seguro de ello, tenía ciertas intuiciones de que podría provocar algún daño permanente a nivel de la corteza somatosensorial secundaria, pero tampoco tenía plena certeza de ello. 

          Estaba esperando a que me echara a patadas, pero…

– ¿Cocaína?

– No.

– ¿Se ha hecho recientemente el examen del VIH?

– Sí. Lo hice por decisión propia. El resultado fue negativo, pero tenía miedo.

– ¿Por qué?

– Yo sabía que no tenía SIDA, pero tengo tan, pero tan mala suerte que esperaba me entregaran un examen con resultado positivo. Cuando hubiese regalado todas mis cosas y estar a punto del suicidio, me dirían: «Disculpe, señor, ha habido un error en el resultado de su examen. Es negativo». Errores inexcusables, disculpas insostenibles, evasiones de responsabilidad, echarle la culpa al otro… Algo muy chileno, doctor.

– Creo que usted se alimenta mal.

– No le doy mucha importancia a eso. Tengo cosas más importantes en las que preocuparme.

– ¿Cuáles?

– No lo tengo muy claro, pero “comer” no es para mí una prioridad. Ni siquiera encuentro satisfacción al hacerlo. No me interesan los sabores.

Suspiró. Profundamente. Juntó sus manos casi en un acto de plegaria, aunque para mí era la actitud típica de un profesional sanitario ante un caso clínico no del todo comprensible.

– Le he estado mirando. Estoy casi seguro de que usted no presenta daño cerebral. Dudo que lo tenga. Usted consultó por «agudos dolores de cabeza». Creo que se trata de una jaqueca recurrente de tipo tensional. Como le dije, usted debe cambiar sus hábitos de vida y, sobretodo, modificar su concepción ante el entorno. Es preciso que enfrente las cosas con mayor positividad.

– ¿Lo cree posible?

– Veo una negatividad profundamente arraigada en usted, pero la respuesta es afirmativa. 

III.-

    Trataba de comprender lo que sucedía, pero me resultaba difícil. «Tratar de mirar las cosas con mayor positividad». No sé: algo se rebelaba en mi interior.

– Doctor, me duele la cabeza. Y se lo estoy pidiendo de verdad: ayúdeme. No soporto más tanto dolor. Le estoy hablando de un dolor intolerable y le estoy pidiendo ayuda URGENTE. Tengo un verdadero miedo, un miedo recóndito, oscuro de que si no consigo eliminar este dolor, si no consigo acabar con toda esta situación, tengo un terror metido en las venas de que voy a suicidarme.

– Debe calmarse. Ante todo, debe calmarse.

    Quería insistirle de que no se trataba de que me calmara o no… sino que de un DOLOR FÍSICO en la parte posterior de la nuca, pero me enterré la uña del pulgar izquierdo en la palma de la mano y callé. Me juzgaría «histérico». La «histeria»: aquel viejo mal decretado a todos aquellos que no podían controlar sus sentimientos a niveles socialmente aceptables. Pensaba en ello, cuando le veo escribiendo una receta. Sabía lo que vendría: me «tranquilizaría» con calmante, tratando de anular al monstruo que estaba en mi interior mediante la farmacología. Aquellas drogas molerían todavía más mi cerebro.

    Guardé silencio. Si había consultado a un neurólogo era para conseguir un «tratamiento», medicamentos que «atacaran» mis males. (“Doctor, si quiere dígame enfermo, loco, maníaco peligroso… pero firme esa bendita receta. Necesito esos químicos, urgentemente,  pues tal vez sea mi única opción de controlar esto…”).

– Usted va a comprar estos medicamentos y los tomará de acuerdo a mis indicaciones. ¿De acuerdo?

– Sí, doctor.

– Le dejaré unas muestras médicas mientras lo hace.

– Sí, doctor.

– ¿Puede comprarlas?

– Ojalá existan algunas versiones baratas. Estoy sin trabajo.

    Guardó silencio. Lo vi alejarse mientras se acercaba a su despensa. Estuve a punto de acercarme, dejarlo inconsciente y robárselas… Me inundó el horror: ¿por qué había pensado eso? ¿Qué me sucedía?

    Dejó dos cajas sobre la mesa. Según me explicó, una era de ansiolíticos; la otra…

– Quiero que usted duerma. Para eso, debe tomar una de estas pastillas a las 8 o más tardar 9 de la noche para que a las 12 duerma. Usted debe dormir: es absolutamente necesario.

El doctor -casi de manera impersonal- me entrega la receta:

– Tome esto según las indicaciones.

       Su expresión de hartazgo es IMPRESIONANTE. No me atrevo siquiera a jugar una broma como despedida. Entreveo lo que debo hacer: buscar la puerta, salir y decir: «Gracias, doctor».

        Llego a la puerta. Me tiemblan las piernas. Estoy a punto de desmayarme. ¿Así terminará esto, tan mal? ¿No puedo pronunciar ninguna frase FELIZ que arreglé la tensión?

         Tras cerrar la puerta, la reabro:

Doctor ¿cuándo lo vuelvo a ver?

         Por poco le explota el cerebro.

 -Disculpe: pediré hora.

FINAL ALTERNATIVO

Originalmente, esta historia tenía un desenlace muy distinto, pero se fue desarrollando según su cadencia propia. La conclusión comprendía la internación del protagonista en una institución psiquiátrica. Pero llevar las cosas a tal extremo podía restar validación al texto, el que, creo, goza de ciertos atisbos de realidad: con ciertas exageraciones, es posible la ocurrencia de un diálogo entre un psiquiatra y su paciente, tal como fue descrito. Lo interesante, a mi juicio, son las respuestas y el carácter contenidamente psicótico de este último.

Este era el fin:

El paciente sigue desconfiando del neurólogo, y le inunda un total descreimiento de su función. Tiene una rotunda falta de fe respecto a que una institución universitaria pueda entregar mediante un «diploma» la facultad de determinar y dar tratamiento a los males psiquiátricos de otro. ¿Qué o quién garantiza que lleven una vida equilibrada y apta para enfrentarse a daños tan graves como los que pueden afectar a un cerebro humano? 

– Esto no está resultando- digo.

– ¿Qué?

– Desconfío de manera absoluta y categórica en ti.

– ¿Porqué?

– ¿Quién eres tú para juzgar lo que pasa en mi cerebro?

– Tengo estudios.

– Tus estudios para mí no valen nada. Soy periodista ¿por eso grabo, acaso, nuestra conversación?

– Lo estás haciendo. Precisamente en este momento.

– ¿Ah, sí?

– Sí, en tu memoria. Escribirás un cuento con esto.

– ¿Tan importante te crees? 

– Seré el ser más importante del planeta mientras digites tu relato.

– No das para tanto, pobre doctor.

– Insúltame…. Eso no disminuirá ni un ápice mi verdad. No existes tú ni tu bendito cuento si desaparezco. Querrías matarme para adueñarte de mis drogas… En qué triste ser te has convertido.

– Tus interpretaciones me son indiferentes. Eres tan ilusorio como yo. Tú, gran neurólogo, no eres nada sin mí. Pero quiero hacerte una pregunta, antes de que uno de los dos elimine al otro…

– Dime. 

– ¿Crees que tengo un comportamiento anómalo?

– Es muy difícil decirlo. Con mis años de profesión, no puedo determinarlo. Pero me pareces extraño. No puedo entenderte. Eres absolutamente antisocial. No «odias» a la sociedad, algo que sería muy fácil. No he notado rasgos de agresividad en ese sentido. Tampoco la gente te es indiferente, pues el dolor ajeno te destroza el corazón. Te has resguardado bajo una coraza, una impenetrable coraza que te mantiene inmune. Eres muy cobarde… Pero, no eres “anti” social. Es casi… No puedo interpretarlo bien… Es como si quisieras ANULAR EL MUNDO. Negar su misma existencia. Convertir al mundo en nada.

– Doctor ¡máteme! ¡Por favor se lo pido! Si no puede hacerlo, consiga que me recluyan en un manicomio. No puedo vivir más entre los hombres. No puedo…

Supongo que me inyectó la droga suficiente y supo cómo deshacerse de mi cuerpo.

El hecho – indiscutible, a estas alturas- es que estoy muerto.

*

Francisco Ramírez, periodista. Desde hace más de 10 años se ha desempeñado en diversos medios nacionales e internacionales, entre ellos, revista Caras, RT en español y La Nación. Desde 2012 colabora con Letras de Chile.  Twitter: @Framirez1976. Instagram: framirez76.