Por Sergio Rodríguez Saavedra
Si la vida de Raúl Zurita fuera relatada en una película, su primera secuencia debiese comenzar en un camión bajando de los cerros de Valparaíso hacia el mar. Los hombres estarían amontonados unos sobre otros como una imagen de Buñuel y matadero.
Ese día, un 11 de septiembre de 1973, marca el antes y el después en la vida del autor de entre otros: Purgatorio, Anteparaíso, La Vida Nueva y recientemente la etapa final del proyecto iniciado en 1979. Los racontos y flash backs debiesen mostrar al niño, descendiente de italiana, formado en el rigor de la lógica matemática y los versos de La Divina Comedia. La pobreza. Las habitaciones que ocupó, más vacías, más tristes, más olvidadas. El paisaje que veían sus ojos mientras los negaba con amoniaco, mientras marcaba su mejilla a fuego, mientras escribía una de las obras más alucinantes y magníficas de nuestra contemporaneidad. Debiese, tras el increíble éxito de ventas de sus primeros libros, tras el Premio Nacional, tras el reconocimiento en tantas partes del mundo, mostrar su mano con Parkinson, bajo los árboles de jardín en la ciudad de Santiago, temblando al hacer el gesto que todo está bien. Debiese terminar con una mirada hacia el cielo.
Todo lo que se diga de Raúl está dicho en su obra. Desde su fecha de nacimiento a la dirección en la cual vive. Desde sus amores hasta la devastación que produjo en Chile la dictadura de Augusto Pinochet. Su opinión de la literatura, el arte, la política. Aunque ha tenido a lo largo de su trayectoria numerosos detractores, la verdad es que ha sido de una coherencia estoica. Los argumentos a favor de una idea de Bergson, eran homologados con la misma vehemencia sobre la aparición del primer libro de algún joven en los Talleres José Donoso, donde le conocí. En las entrevistas para Rayentrú (2001) y Carajo (2006) ya tenía clara su propuesta y hacia donde la dirigía. Ahora, sentado en el jardín de su casa en Pedro de Valdivia Norte, atravesando el Río Mapocho, le pido que baje un poco los ojos y caminemos hacia atrás:
— La Vida Nueva, esa obra monumental de 500 páginas, comienza con un recuerdo a Josefina Pessolo, tu abuela, de quien además, escribes un poema. ¿Qué significó para ti la presencia de tu abuela materna?
— Mi abuela era italiana —genovesa— y paró en Chile con mi madre aún niña. Es un cuento largo, pero en síntesis mi abuelo se arruinó jugando a la bolsa y lo que les quedó fue únicamente unas manzanas de casas que un bisabuelo naviero había comprado a fines del XIX. Chile era entonces una potencia económica debido al salitre. Para cuando mi abuela llegó, todo eso se había derrumbado y las casas no valían ni dos pesos. Después mi madre enviudaría. Tenía 26 años; yo, dos, y mi hermana, sólo meses. Dos días después, enviudó mi abuela. Vivíamos todos juntos y mi madre trabajaba todo el día como secretaria, así que mientras fuimos niños lo pasábamos con nuestra abuela. Posiblemente para saciar su nostalgia, vivía hablándonos de Italia, al punto que de mi infancia no tengo casi recuerdos propios: mis primeros recuerdos de niño son los recuerdos de mi abuela, del mar de Rapallo, de sus paseos en barca, y de muchos nombres, entre los que aparecían grandes pintores y músicos; pero sobre todo mi abuela nos hablaba de La Divina Comedia. En lugar de cuentos, nos contaba pasajes del Infierno, que nos aterrorizaban y fascinaban a la vez. Cuando, después del golpe de Pinochet, en circunstancias bastante desesperadas, volví a escribir, se me vino la voz de mi abuela. Ella para entonces había ya comenzado a perder la memoria y nunca pude en verdad decirle lo tanto que había significado para mí. Al escribir, tomé a Dante porque era como sentir de nuevo su voz. Supe entonces que nunca podría apartarme de ese libro, que era mi forma de volver a hacerla presente. Mi abuela murió en 1986. Había olvidado completamente el poco castellano que aprendió; luego olvidó el italiano y terminó hablando en la lengua de sus remotos tiempos felices: el genovés. Mi madre la traducía. A mí me confundía con su papá o su marido. Me decía que fuésemos a dar una vuelta en barca. Cuando años más tarde vi el mar de Rapallo, sentí que la mirada de ella se me anteponía y que yo estaba allí para pagar la deuda de su nostalgia.
— Tu poética bordea el infierno y el paraíso. ¿Has pensado en tu propia muerte?
— Sí, a mi edad es inevitable. A veces, cuando estoy a punto de quedarme dormido, abro los ojos de golpe y mientras me siento en la cama me digo que así será. No pasarán más de unos segundos, apenas un chasquido de dedos ¡y ya! ¡Listo! La muerte es un hecho inminente y seguramente es imposible evitar un cierto temor, lo que es absurdo porque es tonto temerle a lo irremediable, pero en realidad lo que siento es curiosidad. No, no por lo que pasa después, la idea de una vida después de la muerte me es ajena, al menos hasta donde sé de mí, sino de curiosidad por el instante de la muerte. Es tan increíble, que todo lo que viste, que todas las caras que conservaste en tu memoria (ojalá por amor y no por odio), que todas las ciudades, que todos los cielos, que todos los mares, calles mueran contigo cuando te mueras. Me emociona saber que cientos de poemas fabulosos, de proyectos que no alcanzaron a realizarse con imágenes increíbles, trazadas con líneas de humo y decenas de aviones que las dibujan sobre el cielo, las caras de todos los que has querido, que todo eso se disuelva y se apague contigo. Es impresionante pensar que las 22 frases del poema “Verás” escritas sobre los acantilados que caen al mar, se apagarán conmigo y que únicamente yo las habré visto en toda su demencia y belleza.
— Te has declarado un escéptico de la existencia de Dios y sin embargo, tus textos están cargados de referencias al imaginario cristiano, cómo se explica esa dicotomía.
— Creo que no hay más inconsciente que el inconsciente de la lengua y si alguien realizara la tarea imposible de extirpar la palabra dios al idioma castellano quedarían sólo balbuceos, murmullos incomprensibles, y el vacío que algo así produciría sería mayor que la cuenca del Pacífico. El castellano es la lengua de la contrarreforma y de la evangelización de América y su historia es también la historia del catolicismo y nadie que escriba puede escapar a esa dimensión. Desde el Gilgamesh hasta los poemas de Julio Espinosa, todo poema es siempre el resultado de la colisión de dos voluntades: la voluntad del que escribe y de lo que éste desea expresar por medio de la lengua, y la voluntad de la lengua y de lo que ella quiere expresar a través del que la escribe. La lucha es a muerte. La gran poesía representa casi siempre la victoria de la voluntad de la lengua y por eso los grandes poemas son impredecibles. Los grandes poemas no representan el triunfo de lo humano sino su derrota y en esa las creencias personales de un poeta, sus filiaciones, sus ideas son permanentemente arrasadas, barridas por el mar de su lengua. Pablo Neruda era ateo, pero las Alturas de Macchu Picchu, su poema mayor, es la más grande expresión que desde San Juan de la Cruz el castellano le ha dado al mito cristiano de la resurrección.
— Y era necesario pasar por todo ese dolor, incluida la propia mutilación, para acceder a la colectividad del amor.
— Nadie debe dañarse, para eso estarán siempre los otros. Yo viví en Chile en los años más duros de la dictadura y sobreviví a ella y a mi propia autodestrucción. Alguien afirmó que con esas heridas —quemarme la mejilla después de una humillación a las que me sometieron unos soldados en la calle o intentar cegarme arrojándome amoniaco puro a los ojos— yo quería fundirme con el cuerpo herido de Chile, representarlo también en mí. No lo sé, fueron actos absolutamente solitarios; estaba desesperado y sólo después registré las marcas. La fotografía de la cicatriz en mi mejilla es la portada de Purgatorio. Intenté cegarme porque pensé que las frases escritas en el cielo iban a ser infinitamente más hermosas si quien las había imaginado no las podía ver, si permanecían para siempre dentro de mí. La historia de la poesía es la historia de la desdicha, el gran catastro de la infelicidad, y pareciera que solo desde allí, desde esos extremos de la violencia y del dolor de los que la poesía tuvo que dar cuenta, puede emerger una pasión nueva tan fuerte que nos expurgue de la violencia y del dolor. Es lo que he intentado mostrar en lo que he escrito. No creo ser propietario de lo que escribo, no creo en “mi” obra, no creo en la idea de autor. Toda obra es colectiva, emerge por un segundo del mar general del habla del que todo surge y vuelve a él. En todo caso, si un hombre solo concibe un paraíso es posible intentar la demente pasión de la esperanza. No de una esperanza a medias, no de una esperanza cautelosa, sino de una arrasadora esperanza, tan fuerte que sea igual en tamaño a todo lo que hemos sufrido. Porque, en suma, sea lo que sea que afirme o desmienta una obra, lo que ante nada que nos está diciendo es que no hemos sido felices, que si lo hubiésemos sido el arte no habría sido necesario porque cada instante de la vida habría sido la más impresionante de las sinfonías, el más vasto de los poemas. Esperanza, esperanza ¿pero esperanza de qué? Esperanza de que el león paste al lado del cordero (Isaías), esperanza de que “No amada” sea amada (Oseas), de que algún día no solo un viejo loco, antisemita, entendiera, después de pasar quince años en un manicomio armado, que “el viento es el Paraíso” como lo anotó al final de sus monumentales Cantares: “Dejen que el viento hable/ El viento es el Paraíso”, sino que lo entienda la humanidad entera.
— Desde Purgatorio, críticos y ensayistas como Ignacio Valente y María Eugenia Brito elogiaron tu trabajo, ubicándolo junto a Mistral, Neruda, Huidobro, De Rokha, Parra, Rojas, Anguita en la primera línea de la poesía chilena. Después de treinta cinco años ¿cómo ves esta irrupción y cuál es su aporte?
— No puedo hablar en esos términos; si hay o no aportes lo verán los otros. Escribir, imaginar poemas escribiéndose en el cielo o trazados sobre el desierto fue mi forma íntima de resistir, de no enloquecer, de no resignarme. Sentí que frente a tanto dolor y humillación había que responder con un arte y una poesía que fuese mucho más vasta y más fuerte aún que el dolor y el daño que se nos estaba causando. No se trataba de responder con andanadas de poemitas de combate, sino de algo mucho más arrasado, más luminoso, más sordo, más violento. Vi en medio del horror unos poemas en el cielo siete años antes de que se realizaran, vi una frase escrita en el desierto dieciocho años antes de que se trazara. Pero en realidad la poesía es la única denuncia humana de la monstruosidad de la historia humana: haber nacido sólo para introducir el sufrimiento en un universo que no lo conocía. Siento que todo eso está allí, en esos intentos, es como un deseo que te sobrepasa porque en realidad esos poemas son los sueños que sueña la Tierra y no puedes nada frente a eso sino apenas grabar una pequeñas marcas, unos mínimos signos de esos sueños. Lo único que sostiene ese instante infinitesimal que son nuestras vidas es decirnos que, con todo, ese cielo que ves es hermoso. Si sacas ese “y, con todo, ese cielo que ves es hermoso” del horizonte de los seres humanos, queda sólo la fijeza de la muerte. Todo permanecería inmutable. Si sacas la poesía, nada, absolutamente nada sobrevivirá.
— Siendo líder y sobreviviente de la neovanguardia chilena ¿te has sentido solo e incomprendido?
— Sí, pero huyo como la peste del vicio de la autocompasión.
— La red de estructuras que forman tu obra provienen de la biografía del propio Zurita, intertextualidades de la Divina Comedia y La Biblia, y la espiritualización del paisaje, cercano a la cosmovisión prehispánica. Sobre esto último ¿cómo nace ese amor por los elementos de la Tierra en alguien urbano y de formación, además, científica?
— No lo sé; son como grandes imágenes de la pasión, los paisajes son como grandes telones en blanco que la pasión de vivir va llenando.
— Leyendo a Ignacio Valente, el crítico más determinante de los 80’ y 90’, nos damos cuenta que ubica tu obra en un triángulo compuesto por Euclides, Aristóteles y Dante. ¿Qué te parece este espacio?
— Muy chic.
— En Zurita la visualidad de las imágenes que siempre esperamos de tus textos pueden formar parte de la filmografía del maestro japonés Akira Kurosawa, cuéntanos de ello.
— Vi Sueños de Kurosawa hace 20 años y nunca volví a ver las cosas igual que antes. Fue sobre todo el primer sueño, donde un pelotón de soldados japoneses salen de un túnel a reportarse sin saber que están muertos. Incluso se me confundieron las fechas, estaba convencido que la había visto muchísimo antes, en 1974 o 1975, en el Departamento de Estudios Humanístico de la Universidad de Chile donde mataba el día al principio porque no tenía un peso ni dónde ir, y que terminó siendo un lugar crucial en mi vida, participé en uno de las experiencias más radicales en que me haya tocado estar: la Tentativa Artaud, dirigida por Ronald Kay, alguien decisivo que está en el origen de todo el movimiento artístico de vanguardia que surge en el Chile de la dictadura, y que al publicarme en el número único de la revista “Manuscritos”, debido a la crítica de Ignacio Valente que mencionas, me otorgó una abrupta notoriedad que me pilló perplejo y desnudo. Allí conocí a la que sería mi pareja por varios años y con quien fundaría el CADA, donde nos propusimos hacer un arte de gran formato, público y de resistencia a la dictadura militar. Muchos años después, el 2008, tuve un sueño: yo bajaba desde unos acantilados hasta la playa. Era un día espléndido y el mar brillaba con infinitos puntos de luz. Pero justo en el momento en que iba a poner un pie en él, me daba cuenta de que era un océano de cadáveres, un océano de infinidades de cuerpos muertos que ondeaban alargándose hasta el horizonte y que a unos metros de la playa se curvaban adquiriendo los contornos de las rompientes, barriendo una y otra vez la orilla con los infinitos tonos violáceos de sus carnes exangües. Al despertar me acordé de la película de Kurosawa y la asocié con esos dos años inmediatamente posteriores al Golpe y me sorprendió enterarme de que la película se había estrenado recién a comienzos de los 90.
Ese fue el origen de los “Sueños para Kurosawa”. Somos hijos del poema y de la muerte. Tal como todos los elementos de la vida estaban presentes en la explosión inicial, en el Big Bang; la muerte y la poesía son el ADN, las células madres de cada ser humano que pisa o ha pisado esta tierra. Es lo que nos une a ese momento primordial, anclado en el fondo de lo humano, en el cual algo, un ser difuso e improbable, alzando los ojos del suelo vio las estrellas y comprendió de golpe que ellas continuarían allí cuando él ya no estuviese y que lo que miraba era una imagen de su propia muerte Ese algo, ese poco de excrementos y sangre, que en su precariedad está condenado a levantar imágenes fabulosas, cuentos y relatos, a componer sinfonías, solo porque para vivir debe paradójicamente conocer las imágenes de su muerte. Gemela de la muerte, la poesía es la esperanza de lo que no tiene esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna posibilidad, es el amor de lo que no tiene amor.
— También es importante tu estadía en Alemania, al parecer un momento entre el cielo y el infierno.
— Sí, fue una residencia como escritor en Berlín el 2002. Llegué al límite de mi vida. Me daba órdenes para lograr pasar de un momento al siguiente: ahora toma una taza, bien, ahora échale café, ahora enciende el calentador de agua, ahora toma el calentador y vierte el agua en la taza, así iba acumulando minutos, en las tardes bajaba y me iba a una tienda con cubículos a ver pornografía, me pasaba horas allí. De pronto me dije enciende el computador, ahora teclea algo, volví a hacerlo a los diez minutos, nuevamente a hacerlo a los diez minutos. Había comenzado lo que después sería Zurita. Todo eso está registrado en ese libro.
— En Estrella distante Roberto Bolaño, a través de su personaje, Carlos Wieder, parodia la escritura de versos en el cielo. Obviamente es una alusión, aunque por otro lado, ambos son autores de obras monumentales que también pueden ser leídas fragmentariamente, como 2666 y Zurita. ¿Qué opinión te merece Bolaño?, ¿cuál es tu relación con él?
— La nuestra ha sido una relación póstuma; Bolaño acuñó su famoso Literatura + enfermedad = enfermedad. Bello, la única lástima es que es una fórmula equivocada: Literatura + enfermedad = muerte, como el mismo Bolaño no podría ahora más que corroborarlo. Sí, claro, el tomó la imagen de mi poema escrito con aviones en el cielo en Estrella distante; el hecho me entusiasmo mucho, no creo en la propiedad sobre las creación artística, y corrí a comprar el libro. Fue una desilusión, las frases que escribió en el cielo eran cosas obvias, grandilocuentes, sin tensión, donde yo ponía “Mi Dios es Hambre”, wooww, tremendo, él ponía “La muerte es limpieza”, una lata, y para parodiarme Bolaño tendría que haber escrito mejor que yo y Bolaño no escribía mejor que yo. Pero tampoco fue eso, lo que realmente me liquidó es que Bolaño no tenía idea: escribir con un solo avión las frases que su personaje escribía en el cielo es absolutamente imposible, y el piloto habría vomitado hasta el estómago con tanto giro; se necesitaban cinco aviones. Los poemas de Roberto Bolaño eran como su gaucho: insufribles, pero también lo eran los poemas de William Faulkner, y William Faulkner llegó a ser William Faulkner, como Roberto Bolaño llegó a ser Roberto Bolaño, es decir, fueron dos de los más extraordinarios escritores de sus respectivas tradiciones literarias. Lo que quiero decir es que si escribir poesía verdaderamente te importa, no lograr escribir un poema mínimamente pasable, produce un sentimiento tal de fracaso e inutilidad que, o arruinas tu vida llenándote de resentimiento o escribes 2666, esa novela cumbre de nuestro tiempo, que carga con un problema central sin solución intermedia: o le sobraron ochocientas páginas o le faltaron ochocientas páginas, pero de la que igual sales boqueando. Lamento que no haya vivido más. Muchas veces mientras escribía Zurita me vi pensando en él. Se fascinó con Nicanor, pero al que le copió fue a mí. Yo también le copié. Realmente me apena que no nos hayamos dado el tiempo de ser amigos. Tal vez a él le era más fácil así. Qué puede importar ahora.
— Publicaste una antología de poetas jóvenes de Chile, de la cual, además hiciste una defensa airada. Recuerdo un artículo: “Que se jodan, que se pudran” donde destacabas estas nuevas voces y la incapacidad de algunos críticos para hablar de ellas. Sigues opinando lo mismo sobre la joven literatura.
— No es que siga opinando igual; mi admiración y cariño hacia ellos no ha hecho sino crecer. Una generación que lidera los movimientos más propositivos y revolucionarios de las nuevas escritura de Latinoamérica y que anulando todas las barreras de géneros, en su pluralismo, en su impresionante potencia y libertad creadora, detectaron —a través de poemas emblemáticos como “La ciudad Lucía” de Paula Ilabaca”, “El baile de los niños” de Diego Ramírez Gajardo y “Las nobles verdades del amanecer” de Héctor Hernández Montecinos, el poema más crucial e iluminado del Chile de la transición— la pesadilla que escondía una sociedad pretenciosa que, presumiendo ser la primera de América Latina, logró ser una de las más injustas, desiguales e insolidaria del mundo contemporáneo. Esa antología recogió eso que estaba allí. Esos poetas se adelantaron al movimiento estudiantil, a las grandes revueltas regionales, a las barras bravas, fueron las antenas de una expresión de esa profunda insatisfacción y también de su esperanza. Todo estaba escrito allí; era tan evidente. Cuando escribí eso en el prólogo de Cantares, me acusaron de todo: que me quería instalar como el Soberano de una corte, que era un maximalista y estupideces por el estilo. Diez años después lo que dije es exactamente lo que ha pasado. Con mis críticos tengo una diferencia moral básica. Yo podría, dada ciertas circunstancias, afirmar que es bueno un poema que yo sé que es malo, qué diablos, está la posibilidad que eso sea lo que alguien desesperadamente necesita en ese momento oír y que eso sea el punto inicial de algo, pero jamás, ni bajo tortura, ni aún tratándose de mi peor enemigo, diría que es malo un poema o un poeta que yo sé que es bueno.
— Tras 40 años del Golpe Militar chileno, qué puede decir aún la poesía. Qué puede hacer por la memoria.
— En un mundo de víctimas y victimarios, a la poesía le ha correspondido ser la primera víctima y también la primera que se levante de entre los caídos para anunciar que, no obstante todo, vendrán nuevos días. Me preguntabas al comienzo si he pensado en mi muerte. Hay algo que me excede infinitamente, que nos excede a todos, y es morir a manos de otros seres humanos. En el cono sur de Latinoamérica miles de personas fueron rematadas después de someterlos a suplicios indescriptibles: cuerpos aún vivos a los que les arrancaron los ojos antes de hacerlos desaparecer en el mar, cadáveres con todos los huesos fracturados amarrados con alambres de púas y con las bocas abiertas que les habían llenado de tierra. No existe un lenguaje para ese extremo del horror, no tenemos palabras para describir el instante en que un cuerpo que está siendo torturado pasa a ser un cuerpo muerto. No podemos representarnos lo que está al otro lado de la palabra desaparecido. Más allá de todo, más allá de la comprensión, más allá de cualquier creencia y fe, sólo ruego, rezo, que ese último instante haya borrado de ellos el terror y el sufrimiento y, como en el poema “Y la muerte no tendrá dominio” de Dylan Thomas, aunque destrozados, la muerte no tendrá dominio. En un país de desaparecidos el papel de la poesía no es el de preservar la memoria, sino el de prepararnos para la imposibilidad del olvido.
— ¿Cómo estás hoy? ¿Qué queda para Zurita después de Zurita?
— La frase es de Baudelaire: solo pido que se me conceda un tiempo más para alcanzar a escribir todavía un par de poemas hermosos, para no sentirme el peor de los hombres, para no sentirme peor incluso que aquellos que desprecio. Presiento que el tiempo se me agota, querido Sergio. No sé si alcanzaré a terminar la edición definitiva de La Vida Nueva, no sé si alcanzaré a terminar mi traducción de La Divina Comedia, no sé si alcanzaré a mirar desde el mar las primeras frases del poema “Verás” escritas sobre los acantilados de la costa.
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En Revista HETEROGÉNEA Nº 3 / Zaragoza, Marzo 2014
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