Por Carolina Abell Soffia

André Racz fue un solitario, un profeta de la imagen. Un creador nato de sangre rumana judía que sumergió sus raíces entre las nuestras, gracias a sus nexos con artistas chilenos y al gran compositor Juan Orrego Salas.

André Racz fue un naturalista. Un botánico. Un biólogo e investigador emigrante, avecindado en Nueva York (Estados Unidos) desde los 22 años. A partir de 1939 exploró la naturaleza en todas sus formas. Auscultó la realidad, dejando tras su muerte en 1994 un legado de varios miles de dibujos, bocetos y aguadas; témperas, esculturas y un rico universo de grabados aún inexplorados. Estampas hechas en soledad y también algunas en compañía del artista Stanley William Hayter, en ese agitado y emergente mundo estadounidense de posguerra.

En esos tiempos, supo de Chile tras el amor de una conocida escultora. Poco después, en la capital del mundo, otra chilena lo cautivaría. Teresa Orrego Salas, la hermana del conocido compositor chileno, una soprano que estudiaba en la famosa Julliard School of Music. Así, a poco andar, se casaron en la Iglesia estilosa de Saint Patrick’s, siendo su testigo matrimonial el gran artista español Joan Miró.

Pasados unos años, Racz regresaría a Chile. En el verano de 1950, enseñó dibujo y grabado. Carmen Silva y Carlos Faz, especialmente, asumieron la impronta de su trazo creador. Sin embargo, volvió a los Estados Unidos. Y, siete años después, una beca Fulbright lo regresó nuevamente a estas tierras, pues aquí crecían sus hijos carnales.

Su gran fuerza expresiva se exhibió en el Museo Nacional de Bellas Artes a través de grabados de mediano formato. En esos días, entregó a la memorable Gabriela Mistral una serie de poemas ilustrados. Esa maqueta sería publicada en Chile por Editorial del Pacífico en 1950. El “Poema de las Madres” de nuestra nobel poetisa fue impreso e ilustrado por 63 imágenes de A. Racz. Los grabados fueron editados por él mismo en su taller de Nueva York, e impresos, en la prensa que hoy es patrimonio de la capitalina U. Finis Terrae.

Racz dibujó y grabó sin fatiga. También pintó e hizo interesantes esculturas durante sus últimos años de vida reciclando maderas y objetos encontrados en los alrededores del Atlántico, en la zona de Maine. Tocó violonchelo y escribió al menos en 5 idiomas con vigor y talento. Este Profesor Emérito de la Universidad de Columbia (EE.UU.) que hablaba seis lenguas,  trabajó día y noche. Fue un obrero de la creación. Por eso, hoy más que ayer, su obra debe seguir siendo apreciada.

Durante sus años neoyorquinos, creó grandes grabados místicos, a una y más tintas. Los ejecutó durante su profundo proceso de comprensión del cristianismo, entre 1947 y 1950. En ese tiempo, estudió la Biblia y la iconografía dogmática cristiana con gran minuciosidad. En 2009, una selección de esos enormes grabados fue exhibida en Chile. Tras 15 años de la muerte del artista y 62 años de oscuridad en bodegas de seguridad, en las cercanías de Nueva York, las obras del padre de tres hijos chilenos de doble nacionalidad, se mostraron inauguralmente en las Américas. Las vieron cientos de adultos, jóvenes estudiantes y niños en Santiago, Valdivia y Concepción; Osorno y Puerto Montt. Las obras de fina factura maestra, sorprendieron al público por sus formas expresivas, formato y hondo clima espiritual.

También se expusieron grabados sin tirajes existentes, es decir, estados de autor diferentes y anteriores a la edición definitiva del VIA CRUCIS, ya conocido. Estampas tan hondamente humanas como espirituales y artísticas, que nos colocan una y otra vez frente a las XIV Estaciones que vivió el Hijo de Dios. Las Estaciones fueron exhibidas por primera vez en Chile en la Corporación Cultural de Las Condes, acompañadas de objetos y otras obras pertenecientes al artista rumano, nacionalizado norteamericano hacia 1948. Entonces, la curatoría estuvo a mi cargo, y el objetivo propuesto -desde el diseño del políptico que acompañó la muestra y su posterior itinerancia por ciudades principales de Chile-, fue incorporar al artista dentro del contexto nacional. Dadas sus relaciones con creadores y otros personajes del mundo cultural nuestro, también quisimos mostrar ese camino profundo recorrido por el artista a lo largo de su vida.

Racz mantuvo sus raíces y creencias judías, pero también investigó el cristianismo con espíritu ecuménico inusual para los tiempos posteriores a la Primera posguerra Mundial. Su profundo compromiso humano y creador le permitió interpretar a través de bocetos múltiples, estudios espaciales, dibujos, acuarelas y pinturas al óleo, un verdadero arte espiritual.

André Racz tras largos períodos de investigación icónica, llega a retratar con sus propias vivencias espirituales -de basamentos judíos- y comprensión humana, cada uno de los momentos de la vía de crucifixión que Dios hecho hombre enfrentó en la Jerusalén regida por los romanos. Acompañado por la chilena Teresa Orrego, madre de sus tres hijos, revisa, estudia, comenta y analiza los pasajes bíblicos que se constituyeron en fundamentos ineludibles de su vida creadora. Así se constata, al menos, en sus libros de apuntes y pensamientos.

Las imágenes grabadas en metal sobre papel con técnicas mixtas, nos exponen a un audaz lenguaje creador, cuando se despreciaba cualquiera creación que no fuera subjetiva y al margen de creencias de fe. Racz mezcla y hace dialogar tal como se sintetizan en su ser interior las creencias cristianas con las judías, adelantándose -sin saber ni querer- a lo que décadas después evidenció el Santo Padre Benedicto XVI cuando llamó a los cristianos del mundo al amor tolerante. 

A casi 15 años de su muerte en 2009, el Legado Racz me fue confiado para abrirlo ante los ojos de nuestra patria. Se exhibió entonces una ínfima parte de su compleja y más que numerosa obra creativa. No obstante, un fragmento suficiente para comprender su honda inquietud espiritual y disciplinado oficio. Aquí, y en páginas recientemente impresas sobre similar selección expuesta  hace cinco años, emergen grabados religiosos (aguatintas y aguafuertes con dibujos al buril) en formatos verdaderamente inéditos. Imágenes que revelan también la difícil tarea de integrar las fuerzas humanas con las místicas. Entre estas grafías, observamos a un hombre como cualquier otro que fue tocado por el misterio de la fe después de cumplir 30 años. Su preocupación espiritual fue profunda y desgarradora. No fue estética. Este hombre, de barbas largas y pelos rojizos (iguales a los de su hermano gemelo y artista también fallecido -Emerich Marcier, estuvo vinculado al mundo de la imaginería barroca colonial americana de los siglos XVII y XVIII.

Los grabados a una y dos tintas ejecutados entre 1947 y 1950, salieron a la luz, tras permanecer seis décadas guardados en el depósito del legado del grabador. Ese VIA CRUCIS, hondamente espiritual obligándonos a enfrentar la cotidiana tensión de mirarse a sí mismo y a los demás con la misericordia de Dios, del “otro” Cristo. Por eso, desde la perspectiva del arte religioso, cada original nos enseña al Jesús vivo, pero triunfante.

En sus cuadernos, intercambios epistolares y otros, Racz demuestra ser un hombre profundo y de buenos amigos. Sin embargo, el impacto del siglo XX y de sus elecciones como accidentes, le fueron llevando a recuperar ese ser introvertido ancestral, aunque jamás dejó de admirarse frente al desarrollo contemplativo de la naturaleza humana, vegetal y salvaje. Antes de la muerte de su tercera esposa (Claire Enge) viajaban juntos por largos períodos. Maine (EE.UU.) y sus alrededores fueron su hogar. Allí, en su casa-taller, nacen y mueren miles de dibujos a tinta, aguadas de notable nexo japonés, cientos de flores, árboles, frutas que reflejan distintos estados sicológico-emocionales. Allí vivió sus últimos años completamente solo. 

Tras 20 años de su partida, el Instituto Cultural de Las Condes recibirá otra vez su obra de modo inaugural, bajo la propuesta curatorial que años atrás propuse y no fue aceptada por los dos últimos directores del empobrecido Museo Nacional de Bellas Artes chileno. También en los próximos meses despuntará el primer estudio ilustrado sobre su generosa obra, compuesta por más de tres mil creaciones que dan cuenta del oficio maestro del artista. Un quehacer creativo apegado siempre a la realidad de la experiencia de vivir durante uno de los siglos más aguerridos, una época en la que se entrelazan y confunden los dolores y glorias de un hombre de raíces rumano-judías.