Por Miguel Ángel Saiph

Miguel Ángel Saiph tiene 21 años. Estudia Psicología en la Universidad de Santiago y participa en un taller de cuentos dentro de la misma universidad, a cargo de Juanita Gallardo Ramírez.

Bajo el Nogal de las ramas extendidas

yo te vendí y tú me vendiste.

Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.

Bajo el Nogal de las ramas extendidas.

George Orwell

 

 Los trotamundos caminaban sobre la superficie de los montes cuando sus pies se hundieron en la arena. Con expresión de asombro, miraron el lugar al que habían llegado. Vieron una elevación idéntica a todas las demás: un monte cubierto de hierba. Sólo que ese en específico, en vez de tener tierra sosteniendo sus raíces, tenía arena.

A su alrededor, el azul del cielo resaltaba el verde de las montañas de Irlanda, acentuando aún más lo ridículo de la situación. Se encontraban en medio de un valle con arena del desierto en los pies.

Habían viajado a esas cumbres lejanas por lo misteriosa que les parecían. Las veían como si fuera una serpiente gigante, una Jörmungandr rodeando el mundo: las cumbres eran las ondulaciones de su cuerpo y la vegetación, el pigmento de sus escamas. Ahora descubrían que, a diferencia de lo que esperaban, las escamas no poseían la consistencia propia de las de un reptil.

¿Acaso toda la montaña era una farsa? ¿Una fachada construida para embellecer los paisajes de Irlanda? Avanzaron hasta que sus pies tocaron tierra firme para constatar que no. La arena era una singularidad del terreno, una duna primaveral oculta en el valle.

La noticia se difundió y la duna atrajo a una serie de expertos ansiosos por investigar. Era sabido que lo que habían encontrado los trotamundos era imposible. Para que hubiera arena en ese lugar tendría que haber agua, mareas que trituraran las rocas. Y, aun aceptando la existencia de verdadera arena, esta no podría haber alimentado los brotes de las plantas circundantes. Pronto las hipótesis sobre ese hecho quedaron en segundo plano, cuando los sondeos revelaron la presencia de un gran objeto bajo la arena.

El árbol había permanecido ignorado por milenios en las profundidades del monte. Aunque más bajo que un hyperion, tenía magnitudes asombrosas; sus ramas se extendían por varios metros a la redonda y su tronco era tan duro como el acero. Sus hojas, vivas a pesar de la arena y la oscuridad, vibraban con el viento.

Los científicos dataron el árbol en más de 2.000 años, convirtiéndose en el ejemplar más antiguo del mundo. Poco más pudieron averiguar de él. No sabían cómo había podido crecer en ese lugar, bajo esas condiciones por tanto tiempo: sin sol, casi sin agua y sin oxígeno.

El árbol no sólo congregó a los científicos, sino también a los fieles de una antigua religión local. Los neodruidas, adoradores de los árboles como sus antepasados celtas, consideraron el descubrimiento como una señal para seguir fortaleciendo un culto que se había ido extinguiendo a lo largo de los años. Así, ubicaron los brotes de su culto junto a las raíces del árbol sagrado para crecer junto a él.

La curiosidad científica se había apagado por la esterilidad de las investigaciones. Su origen quedó como un misterio. Desde entonces sería aceptado como el que inspiró las viejas leyendas sobre árboles gigantes que existieron en la mitología de las viejas culturas de ese lugar del globo. Así, el árbol quedó disponible para los turistas y los neodruidas, que bailaron y rezaron en torno a él. Sin embargo, esa misma actividad sería la que los alejaría para siempre de su instrumento de adoración.

Los curiosos fueron los primeros en descubrir las propiedades del árbol. Comiendo frutas bajo su sombra, enterraban los desechos en la tierra circundante. Minutos después, se daban cuenta que en el mismo lugar se encontraba una nueva fruta, igual a la que habían consumido, madura y brillante. El fenómeno se repitió una y otra vez. Pronto aprendieron que ni siquiera era necesario enterrar las semillas. Bastaba con adosarla al tronco o las ramas para que se desarrollaran. Los neodruidas lloraron de alegría por el regalo que les habían entregado los dioses.

Pero los adeptos no fueron los únicos que reclamaron el obsequio. La noticia llegó a oídos de los científicos y, lo que sería peor, de los políticos. Las investigaciones se reanudaron sólo para justificar las acciones que tomarían los políticos respecto al árbol. Las pruebas experimentales no fueron mucho más elaboradas que las de los curiosos, pero desde entonces fue un hecho científicamente aceptado que el árbol aceleraba el crecimiento de cualquier tipo de planta.

Eso fue suficiente para Patrick Higgins, el presidente de Irlanda. Con la autoridad de un rey, reclamó inmediatamente la posesión del árbol por estar en su territorio. Así, reguló las condiciones en que todos se relacionarían con él. Ningún ciudadano podía acercarse al árbol a menos de diez kilómetros a la redonda, excepto que fuera científico o perteneciera a alguna empresa interesada en su notable característica. Estos últimos sólo podían realizar pruebas en el lugar, nunca aprovecharse de las propiedades del árbol para empezar una producción en masa. El presidente no toleraría que nadie se enriqueciera con él. No hasta que pagaran.

Las medidas de Higgins causaron descontento social. Los neodruidas  no querían estar alejados de su árbol sagrado y no entendían por qué no podían compartir su majestuosidad con todos los demás; los artistas pedían acercarse para expresar sus nuevas ideas: planeaban construir esculturas de madera y flores; los fotógrafos deseaban retratarlo para la posteridad; y los leñadores querían hacer con él lo que hacen con todos los árboles.

Higgins sabía que de alguna forma se aprovecharían las propiedades del árbol, pero esto no se decidiría sin una batalla que demostrara quién sería el más adecuado. La única arma que se permitiría utilizar en esa lucha serían los billetes, no las palabras. Por lo tanto, la mayoría de la sociedad quedaba fuera de la competencia.

Por supuesto que la guerra no sería de conocimiento público. Las personas no podían saber que los intereses del presidente estaban en la riqueza y no en lo que fuera mejor para la mayoría. Luego, cuando decidiera a quién vendérselo, podría inventar un motivo plausible para justificar socialmente su decisión. Retórica no le faltaba.

Una multitud de empresas relacionadas con la venta de productos derivados del reino vegetal, luego de hacer las pruebas necesarias para convencerse de que el árbol sería su gallina de los huevos de oro, ofrecieron sus riquezas para usar aunque fuera una rama del árbol. Los científicos, por otro lado, estaban dispuestos a invertir todos sus recursos para investigar y posiblemente replicar las facultades del árbol. Al presidente le tentó la idea de estos últimos, pero pensándolo mejor, decidió esperar a ver si alguien daba más.

Su espera, rápidamente como si hubiera sido plantada en el árbol, dio frutos. Surgió una nueva idea para aumentar su utilidad. Técnicamente, si en sus ramas se plantaban más árboles, estos crecerían con las mismas propiedades del primero. Con selvas sobre el tronco principal, su magia se multiplicaría casi infinitamente. Así podría ser aprovechado por todos los que luchaban por él.

Una segunda idea influyó en la decisión de Higgins: una inmobiliaria sobre el árbol. Manipulando el crecimiento de la madera producida allí, se les podría dar forma de casas sobre las ramas. Las personas podrían vivir sin preocuparse de alimentación; tendrían todo el reino vegetal a su disposición. Pagarían millones por habitar en esas condiciones.

Como la primera idea de aumentar el espacio útil del árbol llevaría mucho tiempo, por la necesidad de mantener firmes los nuevos brotes en su lugar, el presidente se decidió por la inmobiliaria. El dinero que pagarían todos los ricos por vivir sobre el árbol sobrepasaba por mucho a lo que ofrecían las demás empresas. Por si fuera poco, las intenciones de las empresas alimenticias eran peligrosas para ciertas personas poderosas. La abundancia general de alimentos podría acabar con el negocio, porque pronto todos tendrían recursos para vivir en abundancia sin pagarle a nadie. Sociedades secretas le entregaron dinero al presidente para que no aceptara que las empresas utilizaran el árbol.

Por lo tanto, la decisión del presidente no fue tan difícil. Le iba a llegar dinero por todos lados sin arriesgarse ni un ápice. Sus bolsillos estarían felices.

Cuando las intenciones de Higgins se hicieron públicas, el descontento aumentó. Su decisión dejaba entrever algo de sus ansias por la riqueza. Las personas protestaron, porque entregándole el árbol a la inmobiliaria se lo negaban a todo el mundo. Los neodruidas lo catalogaron de sacrilegio capital. Los árboles eran de la tierra, no de los humanos. El resto de la población se negó por una opinión similar y porque las medidas eran elitistas. ¿Por qué darles el árbol a los ricos cuando con él se podría solucionar el hambre del mundo?

Salieron a las calles gritando por un mundo mejor. Ahora que existía la posibilidad de terminar con las necesidades vitales, nadie los callaría. Todos los irlandeses se unieron a la campaña por el bien de la humanidad. Las instancias para luchar por las propiedades del árbol aumentaron. Marchar era una. Darle «me gusta» a una página de las redes sociales era otra. Así, todos se sentían relativamente satisfechos porque su causa era la más legítima del mundo y ellos estaban luchando por el bienestar general.

Se recurrió a organismos internacionales. El mundo ya estaba comprometido al igual que los irlandeses, pero los organismos no mostraron apoyo, porque Higgins les había prometido un porcentaje de las utilidades del árbol. Todo lo que podría amenazar realmente sus intenciones lo solucionaba con dinero. ¿Por qué no compartir su felicidad con unos pocos?

El fervor popular no era una gran amenaza. Para acabar con ellos bastaba con palabras. Palabras y promesas. Así lo habían hecho todos los políticos antes de él.

—Este es el futuro de la humanidad —dijo en un discurso—. No podemos seguir abusando de la tierra ni de nuestros hermanos… los animales —dijo esto último lentamente, para que todos los ambientalistas y animalistas lo escucharan—. La tierra está resentida por nuestras plantaciones masivas. Pronto, no habrá un trozo fértil en la superficie terrestre para nuestra supervivencia. Tampoco habrá animales por nuestro insaciable apetito primitivo de carne. Como saben, miles se extinguen cada año por la caza indiscriminada. ¿Qué es del tigre persa, del demonio de Tasmania y de la foca monje del Caribe? ¿Alguien los vio sin desear comerlos ni vestir sus pieles? No, señores, esos tiempos han terminado.

»El futuro está en el cielo. Lejos de los depredadores, lejos de la tiranía de las máquinas que nos deshumanizan. En la copa del árbol majestuoso nuestros corazones crecerán en piedad y misericordia. No existirá el robo, porque todos tendremos qué comer. 

»Volveremos a la naturaleza. Somos sus hijos predilectos y por eso dejaremos de hacerle daño. Los humanos evolucionamos. Cumplimos un ciclo y ahora nos acercamos al principio una vez más: a las raíces, pero esta vez en una posición mucho más sabia y acabada. La destrucción que nos caracterizaba se transformará en ternura. Viviremos más cerca de los ángeles.

»Lo que estoy haciendo es sólo el principio. Puede que algunos millonarios vivan un tiempo en el árbol, pero si todo sale bien, el proyecto se ampliará. Extenderemos las ramas por el mundo y todos serán capaces de habitar el árbol de la abundancia.

»Como acto de buena fe, y para demostrar que lo que me motiva no es más que el bienestar de la raza humana, he de prometer que yo no ascenderé con ustedes. Así como Moisés guió a su pueblo al Paraíso sabiendo que sus puertas estarían cerradas para él, yo desarrollaré este proyecto sólo en beneficio de ustedes.

»No lo olviden. Extenderemos las ramas por el mundo y todos vivirán bajo el árbol de la abundancia. Menos yo.

Su discurso tuvo la aceptación necesaria para que incluso los que se oponían a él lo apoyaran. Sus palabras tenían todo lo que necesitaban las crecientes comunidades ambientalistas para aprobar el proyecto. El presidente había apuntado emocionalmente a los elementos que más se discutían de los tiempos modernos: el peligro de quedarnos sin recursos por la sobrepoblación humana y el empobrecimiento espiritual experimentado por la necesidad desmedida de producir.

El proyecto se llevó a cabo y fue todo un éxito. Millones pagaron para ser los primeros en habitar el árbol y millones de euros habitaron los bolsillos de Higgins. El presidente, satisfecho, gastó su dinero en la construcción de un edificio sólo para él.

El aprovechamiento del árbol se amplió, aunque no de la manera en que había prometido Higgins. Se plantaron más árboles para aumentar el espacio útil y se sujetaron en su lugar con vigas de acero. Las nuevas casas seguían siendo ocupadas sólo por los ricos, los que tenían medios para tener toda la comida del mundo pero que aún así preferían tenerla gratis y ahorrarse el tiempo en tener que ir a comprarla. Pagando una gran suma sólo por subir al árbol, se sumaban a esta nueva tendencia. Se sumaban al futuro.

Paralelamente al éxito del proyecto, Higgins rompía secretamente todos los récords de riqueza. Sin saber qué hacer con ella, siguió aumentando el tamaño de su edificio. Al final, sentía que todo el mundo estaba contenido en él. Tenía 50 pisos para él solo mientras los demás se entretenían jugando en un árbol.

Cuando parecía que el árbol de verdad tocaba el cielo con sus ramas y sus vigas de acero, la tierra crujió. La misma tierra que lo vio crecer se resentía bajo su nuevo peso. Herido por su magnitud y el aura de avaricia del que fue dotado el árbol, se debatió con fiereza.

Las raíces vieron por primera vez la luz del día mientras todo el resto de su cuerpo se precipitó a regresar con la tierra. Con un gran estruendo, las ramas se rompieron al chocar con la superficie. Las casas se deformaron y los cuerpos de los ricos yacieron con abundancia bajo el árbol. Al final, todo lo que quedó fue un cementerio de carne, sangre, ramas y acero.

En la ciudad, el edificio del presidente también colapsó por el terremoto. Los 50 pisos se hundieron en el asfalto condenando a la mayoría de los que estaban cerca. Todo el dinero que había costado el árbol había sido eliminado. Los años de discusiones y manifestaciones en torno a él quedaron en la nada.

El presidente salvó su vida milagrosamente, aunque con la mayoría de su cuerpo roto. Tuvo que permanecer en la cama del hospital con yeso de pies a cabeza por un tiempo indefinido.

Luego de la catástrofe, las personas fueron libres de visitar el gran árbol. Seguía igual de majestuoso, aún con su tronco moribundo y sus hojas bañadas en sangre. Los neodruidas decidieron hacer lo que siempre se debió haber hecho con esa bendición de la naturaleza. Tomaron cada una de las ramas rotas y las compartieron con cada ser humano en el mundo. Si se mantenía en un poco de tierra, seguía teniendo las propiedades mágicas del árbol. Cada familia tuvo entonces sus necesidades alimenticias cubiertas.

El presidente se recuperó luego de unos años, pero fue demasiado tarde como para recibir el regalo de los neodruidas hacia la humanidad. Pobre y sin su antigua posición, estaba condenado a morirse de hambre.

Al final, sólo una de las cosas que dijo el presidente se hizo realidad: todos vivieron bajo el árbol de la abundancia. Menos él.