Por Diego Muñoz Valenzuela
La señora Ana nos dictaba la materia en forma implacable. Llenábamos plana tras plana de nuestros cuadernos surcados por rayas horizontales con nuestros lápices Faber No. 2, provistos de minas quebradizas.
Mi escuela de barrio: 1963-1967
En mi escuela primaria- preparatoria se llamaba en aquel entonces a la enseñanza básica de hoy- la Número 48 de Ñuñoa, San Salvador, los cursos estaban –como ya no ocurre en la actualidad- integrados por hijos de zapateros remendones, carniceros, campesinos avecindados en la ciudad, empleadas domésticas, funcionarios públicos de diverso rango, empleados bancarios de cuello y corbata, vendedores viajantes, charlatanes, maniceros y muchos otros oficios extinguidos. También algunos hijos de economistas, abogados, médicos, periodistas y… escritores (no fui el único). La entera complejidad social, todas sus contradicciones y todos sus ángulos convivían dentro del aula. La supervivencia, la solidaridad y la entretención eran las formas de existencia que permitían pasar el tiempo. Me apena constatar que este tipo de escuela –aquella compleja y rica convivencia- se han convertido en remoto vestigio del pasado, tal como han sucumbido otras prácticas sociales, arrasadas por el neoliberalismo, eufemísticamente denominado postmodernidad. Me refiero a las puertas de las casas sin llave, a las celebraciones navideñas de barrio abiertas a todos los vecinos incluso en manzanas a la redonda, a la libreta del almacén de la esquina donde se consignaban créditos amigables. Un mundo tan entrañable como perdido.
Por las mañanas, a algunos elegidos, se les ofrecía un desayuno compuesto por leche con quaker y un sándwich de queso o mortadela cortados en rodajas infinitesimales, a veces en hallulla, ora en marraqueta. Recuerdo que muchas veces haber preparado aquellos emparedados, convocado tal vez por un voluntariado espontáneo, o quizás simplemente conminado por la estentórea voz de mi profesora, mujer de muchas luces, carácter de hierro y corazón en exceso bondadoso.
El Director –el señor Núñez- era un personaje enigmático, respetable y remoto, al que sólo era posible ver en contadas ocasiones: en los discursos de inicio y fin de año, alguna otra ceremonia escolar, al momento de alguna visita inspectorial del Ministerio o caminando con paso cansino a su residencia ubicada en un rincón de la escuela. Usaba un terno invariablemente oscuro, desgastado; lucía desgarbado, vencido por las quinientas horas semanales ejercidas por muchas décadas, encorvado por el peso del magno esfuerzo. Abría la boca para pronunciar discursos aburridos que nadie escuchaba, menos aún los alumnos que nos enfocábamos en el ejercicio de travesuras infinitas. Alguna vez me miró desde su estatura majestuosa y su poder omnímodo, me revolvió un poco más la desordenada cabellera, y me regaló una sonrisa. Eso fue todo.
Con mi profesora, doña Ana Madariaga, fue otra la historia. Tuve otras, varias, pero ello fue maestra por cuatro años, suficientes para moldear aquella pequeña bestiecilla que solía ser. No fue fácil la relación al inicio: disciplina y rebeldía chocaban como materia y antimateria, una mezcla explosiva. Podría dividir la historia de mi infancia en dos: antes y después de la señora Ana, como la llamábamos. En aquella época los profesores no eran tíos o tías, ni menos aún “sirs” o “misses”; valga la aclaración para quienes lean este texto arqueológico. Tras un año de conflicto ella me domesticó… y yo a ella. Me convirtió en un alumno “aplicado”; este era el término para definir a un estudiante esforzado; hoy nadie utilizaría un vocablo semejante. Aplicado significaba que usualmente hacía las tareas, cuando me acordaba de ello. También ocurría que se me olvidaba, pero tuve suerte…
La señora Ana nos dictaba la materia en forma implacable. Llenábamos plana tras plana de nuestros cuadernos surcados por rayas horizontales con nuestros lápices Faber No. 2, provistos de minas quebradizas. Los errores eran borrados mediante gomas que tendían a desintegrarse con gran rapidez, o a convertirse en proyectiles certeros. Nos complacía hacer desaparecer las gomas a través del inútil agujero circular ubicado al costado derecho de la mesa de madera, sobreviviente a mil batallas. Nadie conocía el propósito de aquel orificio, vestigio de la edad de la tinta y la pluma, emblema de la obsolescencia tecnológica. Soñaba con disponer de un lápiz Bic azul, mágico artículo reservado para los estudiantes de humanidades.
Guzmán sonreía con una boca repleta de dientes chuecos y prematuramente ennegrecidos, y agitaba su mano agarrotada por el esfuerzo descomunal de escritura. Arenas escribía a toda velocidad con su extremidad deformada por la poliomelitis –flagelo vivo de aquella época, aunque ya en retirada-, una manito compuesta por tres dedos medio pegados entre los cuales apenas lograba sujetar el lápiz que deslizaba con presteza sobre la hoja. Cornejo, aquejado por el mismo mal, llegaba en muletas, arrastrando sus inútiles piernas raquíticas. Morales –el mayor de todos y el más fuerte, matón de siete suelas- profería silenciosas amenazas para el siguiente recreo mientras simulaba escribir en su cuaderno. Briones anotaba lo que lograba atrapar en su mente adormecida. Y así cada cual: Oportus, Flen, Ravanal, Espinoza, Chacoff, Musiatte, Marchant, Garay, son los nombres que me vienen a la mente.
Mientras algunos de mis condiscípulos –presuntamente los más pobres, aunque la mayoría lo era en demasía (y sospecho que más de alguno habrá mirado con avidez a los que devoraban aquellos emparedados)- consumían los alimentos enviados por el Ministerio, los demás engullíamos los envíos de nuestras madres. Rememoro con cariño aquellos deliciosos sándwiches de pan de molde hechos en tres pisos (tres rebanadas, dos rellenos) por ejemplo con palta y huevo molido, o queso y mermelada. Solía compartir el mío con el bueno de Marchant; él codiciaba mis emparedados de tres pisos; yo sus gigantescas sopaipillas, sabrosas como jamás he vuelto a probar. Marchant era hijo de un zapatero y yo estaba orgulloso de su amistad. ¿Qué será de aquellos camaradas extraviados en la niebla del tiempo? Cuánta nostalgia siento por ellos ahora que escribo estas líneas; cuánto daría por verlos.
Hay algunas excepciones; pocas, pero las hay. Morales, el matón, tenía en el mismo curso a un hermano, mucho menor, más pequeño, apacible y tímido. A él lo encontré predicando en las calles, convertido en “canuto”; dobló la cara y no quiso reconocerme; fue cuando coronábamos la veintena. Caminando hacia los treinta, Briones me atendió en una mercería de barrio, donde acudí a comprar tornillos. No hizo ningún gesto de reconocimiento y no osé romper su voto de silencio. Garay es otra historia. Durante unos años estudiamos en el mismo liceo, en cursos paralelos. Era un ser excepcional: inteligente, sensible, adicto a la poesía. En la escuela básica nos hicimos amigos; hablábamos de poetas, un tema digno de homosexuales, prueba evidente de nuestra condición de maricones. Hubo que defender la honra a puñetazos. Tras un par de ojos moreteados, y media docena de jetas y narices rotas, logré espantar definitivamente cualquier moteja. Nos dejamos de ver con Garay; yo me cambié de liceo. Unos años después, pocos meses después del Golpe Militar, fue detenido en su casa una noche terrible, arrebatado a sus padres y asesinado. Tenía dieciocho años. Dijeron que formaba parte de una milicia guerrillera exterminada en la Cordillera de los Andes; supuestamente murió allí junto a otros 118 jóvenes estudiantes y trabajadores. Ese fue el sabor que pobló mi adolescencia, pero esa es otra historia. A Héctor Garay le dediqué mi cuento «Bajo el bosque»[1]. Puedo ver –como si fuera ayer- sus ojos enormes, prematuramente tristes y cargados de dolor.
La señora Ana tenía grabada a fuego en su conciencia la necesidad de hacer leer y escribir a sus discípulos. Durante sus clases nos hacía leer en voz alta, a turnos, normalmente a tropezones, tartamudeos y balbuceos, poemas, crónicas y cuentos breves de autores chilenos y universales. También nos exigía escribir –en un cuaderno especial que controlaba periódicamente- una composición de tema libre cada día. Una página donde uno podía abordar cualquier tópico, a condición de que fuera de interés y lo hiciera con un lenguaje coherente. En lo personal, a esta maestra le debo la formación temprana en la disciplina de la escritura, nada menos. Cada día me enfrentaba, al igual que mis condiscípulos, al desafío de la página en blanco, conminado por aquella disciplina férrea y maternal. Rápidamente adquirí el placer de enfrentar aquella tarea cotidiana y el deber se transformó en diversión: comencé a volar por el espacio de la creación. Cierto día, la señora Ana me confrontó: “de dónde copiaste esta composición”. No podía creer que fuera el resultado de mi pluma incipiente, y ante todo, de sus afanes por desasnarnos. Por fin logré convencerla de mi autoría; de allí en adelante la relación se intensificó positivamente. Dedicó mucho tiempo a guiarme y darme inspiración, me convenció de dirigir el diario mural de la Escuela, de escribir sus editoriales cada semana, de escribir discursos para las ocasiones especiales. Me impulsó a participar en los primeros concursos literarios y disfrutó mis logros más que si hubieran sido propios.
Regresaba caminando a la casa; un trayecto de seis cuadras que tengo grabado profundamente, con cada detalle. Hoy difícilmente puedo reconocerlo: la encantadora Ñuñoa de casas se va transformando en una urbe de edificios planos, cada vez con menos jardines y menos silencio. El camino era de travesuras y conversaciones. Un momento culminante: atravesar la ancha avenida Macul, una proeza en aquella era en que los semáforos eran artefactos curiosos y escasos; por suerte tan infrecuentes como los automóviles.
Cuando salíamos más temprano, paseábamos por la Plaza Ñuñoa, un paraíso al alcance de la mano. Apostábamos “monitos” coleccionables (aquellos de los álbumes que jamás concluían por llenarse) a darlos vuelta con las manos ahuecadas; un arte que se prestaba a trampas de toda especie. Jugábamos a los “tres hoyitos” con bolones de piedra o de vidrio, en la época de oro de los “tiritos” de perilla de catre y los “ojos de gato” (canicas de vidrio con reflejos de colores). Los más avezados mostraban sus habilidades con trompos de temibles púas y hacían saltar monedas con la fuerza rotatoria. La rayuela consumía nuestras esperanzas. Otros juegos eran propios de los recreos –mínimos frente al oprobio de la sala de clases- “al parir la chancha”, una burda y feliz competencia de empujones brutales; el prohibido “caballito de bronce”, “el paco y el ladrón”, “la pinta” y otras reliquias del pasado.
De allí provengo, soy aquel niño despeinado, uno más entre tantos diferentes, feliz de vivir cada día en ese mundo heterogéneo. Fui moldeado por aquellos profesores heroicos y generosos, en especial por aquella mujer extraordinaria, la señora Ana, a quien recuerdo con cariño enorme. Muchas veces concurrí a verla y tuvimos largas conversaciones por las tardes. Hasta que un día no estuvo más allí, en su casa ñuñoína. Sólo me resta agradecerla a ella, a esos compañeros eternos, al la pobreza franciscana de las salas, a la poesía de Héctor, al acordeón de Oportus, a la lealtad de Marchant, por haberme convertido en una mejor persona, que es –al final- lo único que importa.
[1] El cuento se puede encontrar en Las historias que podemos contar y forma parte del libro Lugares secretos.
Escuela de barrio. Un paisaje de palabras, una niñez atesorada. Un pergamino para leer y releer, para vivir y revivir.