El ciclista de Maruri

Por Iván Quezada E.

Fue en la actual época del año, cuando aún era un muchacho. Durante numerosos veranos, sin detenerme, me había dedicado a trabajar como periodista, haciendo todo tipo de prácticas mal pagadas para dejar contenta a mi madre, para quien una carrera profesional comenzaba desde el momento de salir de su vientre y siempre estaba a punto de terminar trágicamente.

Pero aquel «hermoso verano» no había conseguido ningún empleo y estaba preocupado, pero en el fondo feliz. Aún era estudiante, me faltaba un largo trecho para llegar al título (no me urgía en absoluto) y vivía solo en un vetusto departamento de avenida Matta. Como un amigo me había prestado una bicicleta que encontró botada en la calle —la arreglamos juntos y, por algún motivo, después la olvidamos en mi balcón—, era inevitable que una mañana me recordase mi libertad para salir con ella a recorrer la urbe.

Cuando llegué de Viña del Mar a estudiar a Santiago no conocía casi nada de la capital. Y continué así por varios años más, hasta que entré a trabajar al diario El Mercurio y la recorrí entera en sus radio-taxis, reporteando tonterías y a la vez construyendo mi memoria. Ahora, con la bicicleta, podía desempolvar los recuerdos fugaces tras la ventanilla y poner a prueba mi sentido de la orientación. Sin embargo, me hacía falta una meta.

La solución fue un deseo. Me dije: «quiero conocer la calle Maruri, donde Neruda pasó sus primeros años en Santiago, como estudiante pobre del Sur». Se imaginarán que leí cuando adolescente su Crepusculario, quedándome grabado su poema: «Mi alma es un carrusel vacío en el crepúsculo». No tenía la menor idea de dónde se encontraba y por entonces no tenía Internet para buscar. Además, era un domingo solitario, no valía la pena trabajar tanto por un deseo que debía cumplirse solo. De modo que me olvidé del asunto y salí a dar vueltas.

Estuve cerca de morir bajo las ruedas de un enorme camión en el parque Quinta Normal, cuando, mientras pedaleaba, tuve una fantasía que me obligó a cambiar de carril. ¿Un afán suicida tal vez? No lo pensé más y continué adelante. Me había costado llegar hasta allí, esquivando los micros, los autos, la gente, los perros, el sol… Vaya si hacía calor. En la espalda sentía las huellas de un látigo y en mis manos las callosidades del minero nortino. Mis rodillas crujían a veces, obligándome a detenerme en alguna plaza a beber de las llaves de agua. Y luego seguía hacia ninguna parte.

El día, como acostumbra, se fue sin despedirse; pero yo me pasé por debajo del telón y prolongué el tiempo de luz un poco más. La ciudad cada vez me parecía más hermosa, especialmente los barrios viejos, con sus casas apareadas y pobres, con sus grandes patios y sus terrenos baldíos. Al otro lado del Mapocho, más allá de las vías elevadas y de la Estación Mapocho (valga la redundancia), el mundo es un caos arquitectónico. Avenida la Paz es un lugar perfectamente feo y peligroso, pero magnético. Uno ve edificios antiguos, señoriales (traídos por barco desde Europa), junto a unas construcciones inventadas sobre la marcha, imaginadas y puestas en práctica a partir de los terremotos. Casas que sirven de comercio, de habitaciones, de urinarios…

Todo lo miraba sin crítica, apurándome ya que llegaba el crepúsculo. Y entonces doblé por una calle y di con un letrero que decía: «Maruri».

No escribo esto para que canonicen a Neruda, pero de verdad que me dieron ganas de agradecerle los dones concedidos. La calzada era serpenteante y parecía estar sobre una breve loma, como una sugerencia en el discurso. Pero, como los edificios, negocios y casas eran uniformes y de baja altura, uno podía ver la circunferencia del mundo. Aquí en Chile, al panorama material de ese lugar le llaman «clase media baja». Seguramente había muchas pensiones por allí y las habría también en el futuro; nunca cambia nada en esta país. No obstante, por esa vez era estupendo que fuese así. Mi satisfacción se convirtió en el sueño de que yo era Neruda andando en bicicleta. Más de una vez debió hacerlo, cuando lograba salir de las cervecerías. Los árboles raquíticos me saludaban al pasar, como los reflejos del sol en las ventanas. Y les respondía con una venia.

Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza

de cielo se abre como una boca de muerto.

Esos versos de Neruda, escritos en Maruri, no me influyeron. ¡Qué hermoso era todo, cuán dulce era cumplir un deseo! Las hadas son intransigentes en su propósito de sorprendernos. Seguí desplazándome por la calle, es larga como la lengua de las mariposas, aunque más extendida. Empecé a saludar a la gente, la cual parecía acostumbrada a los escritores jóvenes que por allí pasean saludando a la gente. Hasta que el crepúsculo alcanzó su paroxismo y me detuve. Quizás estaba  en la cresta de la loma. Vi caer los rayos de sol de forma oblicua, no en picada como en el resto del mundo; la morfología cambiaba para siempre mi percepción de la luz. No era un atardecer nostálgico, sino lleno de actividad. Podía ver el contorno de las cosas, sobre todo de las construcciones de dos pisos; estaban envueltas en una capa líquida de amarillo. Hasta las personas parecían emerger desde el fondo de un océano, como impulsadas por la presión y el oxígeno hacia las profundidades del cielo.

El poeta enlutado puso énfasis en la tristeza de su corazón, pero se guardó la luminosidad de sus crepúsculos para sí o para alguien que siguiera las señales hasta su alegre morada de la juventud. ¡Ojalá pudiese volver ahora en bicicleta a Maruri!