Por Diego Muñoz Valenzuela
Como ya es costumbre, tras un largo silencio de dos años, el ambiente de las letras comienza a remecerse a medida que se aproxima el otorgamiento del Premio Nacional de Literatura.
Se sale del ostracismo para dar el minuto de gloria a un elegido, así como también para decir que la literatura importa. Las candidaturas se alzan, saltan chispas, y se impone la polémica. Así ocurrirá hasta que el Premio se otorgue y venga un nuevo y largo espacio de silencio que se extenderá por otros dos años.
A menos que se restituya la esperada anualidad del Premio, proyecto que forma parte de propuestas legislativas en curso cuyo estado desconocemos.
No es, por desgracia, la frecuencia bianual el único problema que afecta al otorgamiento del Premio Nacional de Literatura. Quizás si sea el principal, porque se va engrosando la interminable lista de postergados e ignorados a la hora de las discusiones.
Por cierto que una eventual entrega anual (llevamos esperando más de veinte años) mitigará las injusticias y postergaciones, pero otra cosa son los mecanismos de elección, donde se advierte una serie de insuficiencias que ya he caracterizado en otras oportunidades. Sin embargo, vuelvo sobre tales carencias, ya que vivimos en un país que adolece de la enfermedad del olvido y la eterna postergación de los asuntos importantes.
El mecanismo impone la necesidad de levantar “candidaturas”, por ende campañas. Esto -en mi opinión- le da un toque farandulero al ambiente literario chilensis, ya afectado de manera endémica por una fuerte dosis de provincianismo.
El reglamento exige la presentación de “candidaturas” con los correspondientes respaldos institucionales y personales. Se forman bandos, comandos y tropas de activistas con medios desiguales según su acceso a los medios de comunicación o al poder político y económico.
En otras épocas era un jurado ilustrado –compuesto básicamente por escritores y estudiosos de la literatura nacional- quien decidía, con prescindencia de cualquier tipo de candidatura oficial, en función de los méritos de la obra, quiénes podían ser merecedores del galardón y después de intensas (y normales) discusiones llegaban a un acuerdo. Este hecho ha sido relegado al olvido, igual que la premiación anual.
Ahora, en el mencionado proyecto de cambio jurídico (que ya he dicho, se desliza detrás de bambalinas) se pone en discusión –por ejemplo- que el jurado deba integrarlo la Universidad de Chile, argumentando que se trata de una discriminación odiosa –un monopolio ha llegado a decirse- hacia otras casas de estudio superior. Tiemblo al pensar que terminen por llenar su cupo casas de estudio vinculadas a grupos religiosos tan poderosos como sectarios y fanáticos, como aquellas administradas por grupos económicos tremendos. Me aterra mucho más el remedio que la enfermedad.
Una de las piedras angulares reside en la composición del jurado: El Ministro de Educación, dos representantes del Consejo de Rectores (uno de ellos de la Universidad de Chile), un representante de la Academia Chilena de la Lengua, y el anterior premiado. Este año ese cupo correspondía a Efraín Barquero, quien ya ha anunciado que no asistiría por razones de salud, lo cual aumenta los niveles de incertidumbre acerca del ganador 2010.
De ese modo, tal composición asegura la presencia de un solo escritor en el jurado, a menos que los demás integrantes deleguen en un escritor, cuestión que –por desgracia- tiende a no ocurrir.
Aquí seré categórico: los premios para escritores deben ser concedidos por sus pares. Cualquier mejora en el procedimiento pasará necesariamente por el establecimiento de un jurado integrado por una mayoría de escritores, lo cual asegura un conocimiento más amplio de la creación literaria actual y una ponderación que actúe fuera de los ámbitos académicos, gubernamentales, empresariales y los efectos del marketing, el lobby y los mass media. De ese modo podía salvarse cualquier asomo de insolvencia para llevar a cabo una tarea tan especializada.
Con excepción del periodo de la dictadura militar, cuando los otorgaba una mayoría de escritores, los Premios Nacionales tendieron a darse a escritores con largueza de méritos, que por cierto suelen ser bastantes más que los premios disponibles. La lista de los premiables no galardonados es tan extensa como aquella donde figuran los laureados. El otorgamiento del Premio cada dos años no hace más que ahondar esta brecha.
Insisto en continuar proclamando que en nuestro pequeño país los estímulos para la creación literaria son menguados y cualitativamente pobres, reducidos en lo que se refiere a rango, variedad y alcance. Lo cual no implica reconocer los esfuerzos realizados por el Consejo del Libro en cuanto a premios, becas y concursos de proyectos. No obstante estamos lejos de ostentar un estado satisfactorio a este respecto: hay mucho qué decir al respecto.
Un país debiera ser algo más que una amorfa suma de individualidades hipertrofiadas. Mientras tanto se ejecutarán las campañas de rigor y se erguirán las candidaturas ilustres, aunque como país debiéramos ocuparnos en estimular el desarrollo de la creatividad, el intelecto y el goce de la lectura. Ya han hablado los expertos mundiales de la educación: lo que tienen que hacer los niños es leer, leer y leer. Para eso necesitamos buenos libros y muchos buenos escritores. No un solo escritor cada dos años, al cual se premia un día, para luego relegarlo al olvido.
Pienso que no es mucho pedir un Premio Nacional de Literatura anual otorgado por escritores sin necesidad de procedimientos de postulación. Mejor aún, que el galardón se conceda por géneros. Así, el Estado reconocería la importancia de una actividad tan importante como solitaria y silenciosa: la escritura de las letras de Chile. Y pavimentaría con inteligencia y sabiduría el camino hacia el ansiado desarrollo.
Diego Muñoz Valenzuela
Presidente
Corporación Letras de Chile
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.