Por Rolando Rojo Redolés

A los cinco años, arrastrado por la vida nómada de mi padre ferroviario, conocí  la ciudad de Copiapó. Parafraseando a Machado, puedo decir entonces que mi infancia son recuerdos de un río generoso y amable, de unos cerros grises como lagartos dormidos, del banco de una plaza donde mi madre me enseñó los primeros rezos y los primeros cuentos, el escaño de una estación donde, por las tardes, esperábamos el regreso de un joven conductor de trenes.

Hoy, después de sesenta años, he regresado a este oasis que sorprendió a Almagro y a Valdivia. Los cambios, naturalmente, son profundos. Los íconos de la modernidad están en sus calles. Logos de Bancos, financieras, farmacias y grandes tiendas levantan los escaparates de la moda. Universidades instauran sedes para evitar el éxodo de la juventud. Torres de departamentos cobijan a los que les gusta vivir en contacto con las nubes y los pájaros. El río generoso y amable es, hoy, sólo una imagen del recuerdo. Sin embargo, como en pocas ciudades de Chile, el pasado y la historia emergen con fuerza desde cada rincón, cada planta, cada esquina y cada piedra. Los árboles de la plaza son los mismos árboles que cobijaron, con su sombra, a mí y a lejanas generaciones de copiapinos; la estación de ferrocarriles, (huérfana de trenes), es la misma estación que supo del nerviosismo,  la incertidumbre o la esperanza de viajeros que hoy recorren las geografías de la muerte. La locomotora “Copiapó”, en exhibición, es la misma locomotora que estremeció áridas distancias cuando el resto del país ni siquiera imaginaba al caballo de acero; las iglesias y los templos son los mismos templos; las calles adoquinadas, las casas señoriales, las fiestas religiosas, los bailes, los rezos y la música, son los mismos  que se repiten desde tiempos inmemoriales. Esto habla bien de la cultura y sapiencia ciudadana, del respeto y cariño por las raíces.

Al recorrer sus calles, después de medio siglo, he sentido la sensación de que esta tierra es una cantera para la imaginación y la literatura. ¡Cuántas historias se pueden narrar sobre el último vagón del primer tren donde se jugaba a las cartas y se ganaba o perdía fortunas, donde el filo entre la vida y la muerte era sumamente delgado; sobre los primeros contactos de los conquistadores con los habitantes originarios, sobre los primitivos pescadores de sus costas, sobre los piratas que asolaban Caldera, sobre los mineros y las minas, sobre Chañarcillo, sobre el pastor de cabras que descubrió uno de los minerales plata más grande del planeta, sobre los Matta y los Gallo? ¿Acaso el abandonado pueblo de Juan Godoy no es una réplica del Comala de Rulfo? ¿No se sentirán entre sus ruinas las voces de los muertos, las riñas y burdeles que florecían al amparo de la riqueza?  ¿No será la misma sensación que embargó a Blest Gana cuando dio a su héroe, origen copiapino?

Y en la historia reciente, ¿no habrá dolores que sublimar a través de la literatura?  ¿No habrá ejemplos de heroísmo que contar?  Un dato doloroso: el único suicida en el campo de concentración de Chacabuco fue un hijo de esta tierra dura y generosa.