"Escribir da sentido a la vida y mucha fuerza"

Entrevista con A. Bioy Casares

Por Jorge Urien Berri

Esta conversación se desarrolló hace 22 años. Hoy, por fin, se conoce la intimidad de un encuentro en el que el escritor se confió sin retaceos. Habló de sus comienzos en las letras, las mujeres, sus gustos literarios y no evitó los temas políticos ni el de la muerte, después de la cual sólo preveía un vacío del que no lo consolaba ni siquiera la trascendencia de su obra.

Veintidós años pasaron de aquella primera entrevista con Adolfo Bioy Casares y aún recuerdo mi sorpresa porque el entrevistado tenía más miedo que el entrevistador. Recuerdo al flaco y alto caballero, ya un poco encorvado, que en su enorme escritorio del quinto piso de Posadas y Schiaffino me hizo sentir cómodo e inteligente, el escritor que, sin la falsa modestia de Borges, hablaba de sus luchas con las palabras y las tramas y del placer de la escritura: «Empecé a escribir relatos a los doce años y estoy escribiendo relatos. Escribir da sentido a la vida y da mucha fuerza». Dialogamos casi tres horas, en dos tiempos. El segundo explica por qué Bioy me pidió no publicar la entrevista.

Fue en 1987, abril tal vez, porque hacía muy poco de la rebelión de Aldo Rico y sus carapintadas contra Alfonsín, tema por el que me preguntó con insistencia. Le preocupaba el país y la política, estaba muy informado y, como se verá, sus reflexiones sobre aquella Argentina calzan a la perfección en la de hoy.

Bioy tenía 72 años. «Qué asco», agregó al decírmelo con una sonrisa amarga que aún estoy viendo. Ahora, al leer sus diarios editados después de su muerte (Descanso de caminantes), comprendo que hacía tiempo que la vejez lo obsesionaba y entiendo por qué, cuando hablamos de la muerte y le dije que no moriría del todo porque quedaban sus libros, se exaltó: «No, ésas son ilusiones», la muerte «será el fin del mundo para mí». Y sin embargo, era un hedonista que gozaba de la escritura, la lectura, la comida, las mujeres. Pero no de las entrevistas. «No me gustan –me confesó– porque llevan a la publicación de borradores y mis borradores son malos, lo sé.» La timidez y la entrega de quien va al cadalso lo hacían un excelente entrevistado. Al año siguiente escribió en sus diarios: «Durante un período enfrenté los reportajes periodísticos muerto de miedo, como si fueran mesas examinadoras».

Acordé enviarle el borrador y disfruté la charla oteando cada tanto la belleza de su hija Marta en una foto que él le había sacado y que colgaba entre los libros de la gran biblioteca del escritorio.

Borges había muerto hacía un año. Bioy se había enterado en un quiosco de diarios de Ayacucho y Alvear y aquella tarde de junio de 1986 siguió caminando por Barrio Norte «sintiendo –escribió en su diario– que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges». Cortázar, su amigo a la distancia, había muerto en 1984. Quedaban él y Sabato. Autor de una obra original y sólida que incluye el portento de La invención de Morel, ahora, pensaba yo, Bioy salía de abajo de la sombra densa de su amigo Borges. No me animé a tocar el tema. Ni siquiera hablé de Borges. Lo hizo él.

Le llevé el borrador de la entrevista con las 42 carillas de la desgrabación literal reducidas a once. Al día siguiente su íntimo amigo desde la infancia, Enrique Drago Mitre, presidente del directorio de La Nacion, me llamó por primera y única vez a su despacho: «Adolfito me pide que lo perdone. Dice que usted estuvo bien pero él no, y le ruega no publicarla». Protesté, era una estupenda entrevista. No hubo caso.

Pero Bioy, caballero al fin, se tomó el trabajo de enviarme un sobre con su borrador de mi borrador. Siete carillas a máquina –aún las conservo– que confirmaban cuál era la traba. En su versión faltaban las preguntas sobre la dictadura, la represión y los juicios a los militares que habían originado la rebelión carapintada, y obviamente faltaban sus críticas a los represores y a los guerrilleros. La nota no se publicó. «No quisiera ofender», me había dicho en la segunda parte de la charla en la que había volcado reflexiones duras y dolorosas.

Cuando volví a entrevistarlo en 1994 no mencionó nuestra mutua frustración de 1987. Ya lo dije, un caballero.

Aquella entrevista de hace 22 años se publica ahora para hacerle justicia y porque los tramos más pesimistas y doloridos de la segunda parte resultan similares a los que por entonces escribió en sus diarios y que luego se hicieron públicos. Además, hoy el tema de los juicios a los militares no tiene el enorme peso de aquel momento. Del texto que me envió he aprovechado algunas precisiones de circunstancias y fechas.

–De joven fue buen jugador de fútbol, rugby y tenis. ¿Cómo se convirtió en escritor?

–Sí, casi es inexplicable para mí también, porque mi actividad y hasta mis ensoñaciones eran deportivas. Pero cuando algo me golpeaba mucho, mi reacción era planear un libro. Estaba enamorado de una chica y no me llevaba el apunte, y entonces, sufriendo, pensaba escribir un libro que se llamaría Corazón de payaso. Por suerte la voluntad no me acompañó. Y llegó un día, no sé por qué, en que escribí una historia fantástica y policial, «Vanidad o Una aventura terrorífica».

–¿A qué edad?

–A los doce años. Era muy tonta. No había leído libros de literatura fantástica ni policiales. Cuando empecé el Nacional descubrí la literatura y fue una revelación. A pesar de que tenía doce años me sentía terriblemente atrasado y traté de leer todo, y también escribía. Me salieron seis o siete libros pésimos. De uno, Caos, Larreta le aseguró a mi madre que había sido escrito en pleno aquelarre glandular. Era falso, no era aquelarre glandular, era aquelarre literario. Pero yo me sentía estimulado. Estaba leyendo literatura española, el Ulysses de Joyce, literatura francesa, la Biblia, filosofía. Y al mismo tiempo trataba de escribir.

–¿Fue un buen alumno?

–Fui un pésimo estudiante de primer año, bloqueado porque no entendía álgebra ni matemáticas, y llegué a no saber estudiar. Apareció un buen profesor, Felipe Fernández, que me enseñó matemáticas en su casa y así descubrí el método y el orden, descubrí las matemáticas y quise ser matemático. Si él no hubiera muerto, a lo mejor hubiera sido matemático. Sus lecciones permitieron que después escribiera libros de trama bastante complicada, como La invención de Morel y Plan de evasión, que requerían un cierto orden.

–¿Cómo hacía para que le alcanzara el tiempo?

–No me lo explico hoy, creo que entonces los días eran más grandes, no teníamos estos días de juguete que tenemos ahora. Leía muchísimo y escribía muchísimos cuentos que no le gustaban a nadie.

–¿Cuántos años tiene?

–Setenta y dos… Qué asco.

–Se lo ve muy bien .

–Eso dicen los que están afuera. Yo, que estoy adentro… Cuando me dicen que no me quitan lo bailado, yo digo, «pero sobre todo no me lo devuelven», que es lo único que me interesa… Haberlo bailado… [Sonríe.]

–¿No se siente recompensado por tener una obra reconocida?

–Mire, uno se deja convencer un poco, pero en el fondo sabe cómo la hizo.

–¿Cómo lo hizo?

–Escribir me cuesta trabajo. Si bien cuando concluyo un libro creo que ya sé escribir y escribiré el próximo rápidamente, cuando lo empiezo tengo las mismas dificultades de siempre y debo descubrir cómo escribirlo. Muchas veces he dejado libros inconclusos porque iban por mal camino. A los 17 o 22 años era lógico, pero me sucede ahora. El año pasado estaba escribiendo una novela de la que tengo 80 páginas, bastante para un inventor rápido pero un escritor lento, y me di cuenta de que había que dejarla.

–¿La guardó?

–Ahí está, para que un profesor la descubra cuando uno esté muerto y se entretenga con esas estupideces.

–¿Corrige mucho?

–Hago muchísimas correcciones, y no me gustan mucho los reportajes porque llevan a la publicación de borradores, y mis borradores son malos, lo sé. Alguien dijo alguna vez: «Denme un borrador y podré escribir un buen libro». Creo en eso.

–No se preocupe, le daré la entrevista antes de publicarla para que la corrija.

–No [ríe ], mejor es que la corrija usted.

–A ciertos escritores no les gusta hablar de sus dificultades.

–No es fácil escribir, no es fácil. He escrito tantos relatos que, aunque tengo las dificultades de siempre, por lo menos no tengo la sensación de estar viéndome desde afuera cuando escribo. Últimamente tuve que escribir un prólogo para una antología de relatos fantásticos rioplatenses y me costó muchísimo, me sentía como otro Bioy que miraba y decía: «No, esto es una tontería, esto es falso». Con los relatos estoy más en mi terreno y escribo con más naturalidad. Empecé a escribirlos, como le dije, a los doce años, y estoy escribiendo relatos. Le debo mucho a mi padre porque yo tenía la costumbre de la ensoñación: pensar en cosas muy inútiles. Mi padre me dijo que le pasaba lo mismo y había perdido muchísimo tiempo en eso, y me aconsejó: «Tratá de pensar en los cuentos en vez de esas tonterías». Además, como soy supersticioso, había descubierto que me traían mala suerte esas ensoñaciones. Claro, si deseaba que las mujeres se enamoraran de mí, era probable que de vez en cuando se enamoraran. Aprendí a pensar en cuentos, y si bien no estoy satisfecho con mis dotes, puedo decir que eso me llevó también a dominar mi capacidad de atención y mantenerla. Un escritor me dijo que él tenía una imaginación tan fuerte que no podía leer novelas porque leía la primera frase y se quedaba pensando. Era una buena caricatura de lo que me pasaba.

–En ese sentido, el cuento es una gran ayuda.

–El cuento o la novela lo llevan a uno a encauzar su pensamiento por un lado y no permitir que se desvíe.

–¿Qué hace cuando al escribir llega a un punto muerto?

–Ah, sé que esas puertas que se cierran no se cierran definitivamente, que si uno sigue pensando, encuentra la solución. Si me perdona, porque no me gusta nada hablar de mí, pero en definitiva, un reportaje…

–No, el tema es usted.

–Soy yo. Bueno, una vez, en Mar del Plata, fui a bañarme a la playa de Santa Clara, que tiene pequeños acantilados, y acostado al sol debajo de esos acantilados pensé en la posibilidad de una agresión desde arriba.

–Ese cuento está en Historias fantásticas.

–Sí, se llama «El gran Serafín». De una mínima situación iniciada así, inventé todo ese cuento, un poco en desafío a Borges, que me decía que era muy difícil pasar de armar una situación a armar todo un relato. Es una observación lícita y me parece que en general es así, pero quise hacer el cuento con el fin del mundo. Buscando se encuentra la salida.

–¿El estilo le preocupa?

–Muchísimo, pero creo que el argumento es parte de la técnica porque, ¿en qué consiste la técnica? En cómo contar las cosas, ¿en primera o en tercera persona? La técnica es: ¿frases largas o frases cortas? Pensé muchísimo en la técnica del cuento y la novela y creo que ante cada cuento hay que pensar qué técnica le conviene a uno para ese cuento. Casi hay que inventarla. Hay buenas recetas y casi todas vienen de Horacio: las unidades son verdad. No sé por qué, pero conviene que un argumento tenga un tema central, conviene que tenga un héroe, conviene que la historia sea contada por una persona. Ya sé que están La piedra lunar y otros buenos libros contados por muchas voces, pero parecería que es más fácil acertar contando las cosas con una sola voz. Si en una historia está en el campo, las cosas deben mirar al campo; si hay una creación musical, deben mirar hacia la realidad musical. Y tiene que haber sorpresas, pero no muy grandes como para ser increíbles. Tienen que estar preparadas, pero no como para que el lector diga: «Sabía que venía esto». Es una cuestión de tino. La verdad se aprende. Los candidatos a aprendices pedimos que se nos acorte el camino, y en nada se puede acortarlo. Hay que tener malas experiencias y aprender de ellas.

–¿Alguna vez tuvo una buena trama pero no acertó con el punto de vista?

–Claro.

–¿Intentaba distintos puntos de vista o dejaba que la idea madurara?

–Me ha pasado de todo porque he escrito tantos cuentos, tantas novelas, a pesar de que digo que son seis. Hubo unas diez antes, abandonadas.

–Usted tiene una imaginación muy rica, no tiene el drama de los escritores pobres de ideas.

–Por suerte eso no me falla. Parece una pedantería, pero la compenso diciendo que me cuesta escribir y que tardo muchísimo en escribir un libro más o menos simple. Pero invento con rapidez. Ahora, no siempre me precipito a escribir lo que he inventado. A veces sí, cuando tengo una especie de compulsión y siento una suerte de placer que me dan los personajes, la situación, todo. Pero hay veces en que un argumento me acompaña durante quince años o más. Y veo con alegría y perplejidad que son los que salen mejor, o los que la gente me dice que salen mejor. «El perjurio de la nieve» se me ocurrió en el 32 y se lo comenté a Borges una tarde caminando frente a La Porteña, en Guido y Junín. Borges me dijo: «Es una buena historia, pero no creo que puedas concluirla». Pasé muchos años sin poder atar todos los cabos. En el 41 o 42 me recetaron unas vitaminas B que me desvelaron, y en las noches de desvelo arreglé mi cuento como un jugador de billar hace carambolas. Sentía que todo se unía así y pocos días después me puse a escribirlo.

–Tiene una estructura bastante compleja.

–Sí. Después hay un cuento, «El Nóumeno», de Historias desaforadas, que viene de la idea del nóumeno o cosa en sí de la Crítica de la razón pura de Kant, que leí en el 35 o 36. Durante muchísimo tiempo estuve luchando con esa idea. ¡Luchando! Tratando de ver si tenía un cuento, el comienzo de un cuento. Y finalmente un día se me ocurrió y lo escribí el año pasado. En el 81 dejé inconclusa una novela corta. Retomé la idea en el 85 y es el cuento «Preparativos para una fuga al Carmelo».

–¿Primero tiene una idea vaga, general?

–Viene una idea vaga o una idea vaga que es el comienzo de una cosa. Me impresionó una frase de Bergson, que la inteligencia es el arte de encontrar una salida a las situaciones difíciles que parecen sin salida.

–¿Escribió «En memoria de Paulina» al poco tiempo de surgir la idea o la dejó madurar?

—No, fue más bien una inspiración concentrada, de la época de «La trama celeste». Nunca he hecho mucha vida social-literaria, pero en aquel momento fui un poco a reuniones literarias y encontré personajes que me sugirieron el personaje que le roba la amante al protagonista del cuento.

–Es interesante el momento en que el personaje participa del sueño obsesivo del asesino.

–Sí, es duro. En el cine español lo hicieron sin eso, hicieron que fuera un simple fantasma que volvía. Una tontería.

–¿»En memoria de Paulina» también tuvo alguna intención catártica ante alguna situación personal? Perdón si es un poco íntima la pregunta.

–Nooo, ¿por qué? A mí me asombran los escritores que no quieren hablar de algunas cosas. Escribir consiste en hablar de todo. Pienso que todo lo que he escrito está escrito para ser publicado, y lo que no está escrito para ser publicado es demasiado malo [ríe]. Probablemente sí, probablemente sería de algún amor desdichado.

–Parece que ha tenido una vida amorosa bastante desdichada, pero creo que no es así.

–No, no, pero la más interesante como tema para la literatura es la desdichada. Y mis primeras armas en el amor fueron desdichadísimas. Un novelista, un cuentista, es un antropófago que, además, se come a sí mismo. Uno aprovecha todo.

–También a la gente que lo rodea, a los que ama.

–Claro. Uno va juntando toda clase de cosas que parecen muy poco importantes pero que van alimentándolo para escribir. Hago anotaciones sobre toda clase de cosas.

–Volviendo al amor no correspondido, se ha dicho que no puede haber buenas obras sobre amores felices.

–Parece que no. La felicidad es un tema mucho más difícil que la desdicha.

–¿Por qué será?

–No sé si porque nos aborrecemos unos a los otros [ríe]. Uno de los libros que no voy a escribir y que me hubiera gustado mucho escribir, es un libro en el que pase poco y sea agradable. Siento que tengo que escribir cosas un poco truculentas, un poco falsas. Tengo que poner, como decía el doctor Johnson, un gigante y un enano de vez en cuando para reanimar al lector y reanimarme a mí mismo.

–Goza al escribir.

–Ah, lo disfruto, y si estoy contando cosas atroces, estoy contentísimo… si me salen bien.

–Y al mismo tiempo le cuesta escribir.

–Sí, al principio tengo la perplejidad de no poder contar la historia. Nunca sufro el pánico a la hoja en blanco. Un pánico menos. Siempre tengo cosas que poner en la hoja. Lo que a veces no encuentro es la manera de ponerlas gratamente, porque pienso en el lector y tengo en cuenta que la primera frase no desemboca de modo fluido en la segunda, y además no estoy diciendo exactamente lo que quiero. Conozco todas esas torpezas.

–¿Tiene sus ventajas parar, dudar, recomenzar?

–No le quepa la menor duda. La ventaja es que las cosas salen más pensadas. Cuando tengo un cuento en mi mente durante veinte años me sale mejor después porque he pensado varias veces en él y no improviso.

–Al leer algunos cuentos ya publicados, ¿descubre a veces que tendría que haberlos contado de otra forma?

–En general no me releo, no me da placer. Una de mis aspiraciones es hacer un libro tan grato que sea grato para mí. Generalmente abro el libro y encuentro una frase que me parece imperdonable, porque parece decir lo que no quiero decir a pesar de haber corregido todo muchísimas veces buscando que el estilo fluya y nada se interponga entre el lector y las ideas.

–¿Conviene escribir un cuento rápido, en unos días o un par de semanas, o es mejor no apurarse?

–Nunca tuve la suerte de escribirlo en un par de días o una semana.

–En El perjurio de la nieve la historia del estanciero recluido con sus hijas para abolir la muerte ¿es ficción?

–Pura ficción. Ahora hay un muchacho que quiere hacer un film con la historia previa de ese holandés y me pide autorización, pero yo no soy el dueño de ese pobre holandés.

–Es interesante en ese cuento el trastrueque de vidas y muertes. Muere quien no debería haber muerto. A uno le toca la muerte de otro.

–Sí, muere Oribe. Ahí usé la imagen del escritor que aprovecha las cosas y es inescrupuloso. Los escritores somos un poco así. Y el otro es el que tiene la vida literaria, es el joven, el escritor no tiene vida literaria: escribe. Y el otro es poeta y revive las cosas de los otros escritores. Porque además es un poco plagiario porque le gusta tanto la literatura.

–Suele decirse que hay dos o tres temas grandes y los demás son variaciones o especie de plagios.

–Hay que apartarse de la historia de la literatura y no pensar que los temas se han agotado. En Europa predomina esa idea y que lo único que les queda a los escritores es intentar variantes. Es un pésimo camino para escribir. Hay que proceder con un poco más de ingenuidad y modestia y no verse a sí mismo como parte de la literatura, sino como una persona que cree inventar algo y lo propone. En Italia me preguntaron qué teoría había detrás de mis relatos y respondí que no había ninguna. Conviene que haya unidad de tiempo, o que el tiempo no se prolongue demasiado. El relato comprimido en el tiempo tiene mucha más eficacia. Decía Stevenson que tiene que haber de vez en cuando escenas vívidas para el ojo, escenas que uno las vea en su mente como si las soñara, porque ayudan a que el lector siga interesado y guarde una imagen. Él lo hacía muy bien. No escribo una historia fantástica para mostrar que la literatura fantástica puede tal cosa, no. Escribo cuentos fantásticos porque se me ocurren cuentos fantásticos, y tal vez quisiera escribir cuentos que no fueran fantásticos.

–¿Le gusta Faulkner?

–Una vez me dijo Borges que las grandes frases casi líricas en el estilo shakespeariano, escritas como en un extremo de las posibilidades del lenguaje, hoy sólo las intentaron Faulkner y Joyce. Lograr eso no es fácil, pero lograr libros buenos con ese sistema también es sumamente difícil, como lo ilustran los de Joyce y Faulkner. Me parece que Joyce no tiene un solo gran libro que uno lea con placer desde el principio hasta el final, entendiéndolo todo el tiempo y participando de él. Y a Faulkner, con excepción tal vez de Santuario, se le van de las manos los libros.

–A Faulkner le cuestionaron que hubo gente que leyó El sonido y la furia tres veces sin comprenderla, y respondió: «Bueno, que la lean cuatro veces».

–Una persona que ha escrito algo debería ser más humilde porque sabe que él mismo está ante el error y el acierto continuamente. No me gusta que una persona diga eso, que lo lea cuatro veces, que se pase la vida leyendo eso e ignore toda la literatura magnífica que dejará de leer para leer esa estúpida historia de unos negros del Sur de Estados Unidos. Y no tengo nada contra los negros. Faulkner me parece bueno en Santuario y bastante bueno en Gambito de caballo, una serie de cuentos policiales modestos, muy bien escritos y bastante divertidos. Es un gran escritor de pocos libros buenos, como Joyce.

–¿Y la literatura argentina?

–Se ha ido salvando a lo largo del tiempo de todas las miserias que hubo en este país. Tenemos una mejor literatura que muchos países. No sé por qué tenemos esa suerte. Estoy muy enojado con mí país, o muy triste. Si hubo gente que ha escrito todos esos libros, quiere decir que hay algo bueno en la Argentina.

–Aquí ha prevalecido el cuento sobre la novela. ¿Por qué?

–No tengo idea. Pero sé que hemos tenido influencia en Europa a favor del cuento. A mí, Bompiani, en el 67 me llevó aparte y me dijo como de hombre a hombre: «De editor a escritor, un consejo, Bioy: no escriba cuentos, a nadie le gustan los cuentos». Naturalmente que no seguí su consejo porque uno escribe para los lectores. Y seguí escribiendo cuentos y en su propia Italia me han premiado tres veces los cuentos.

–Los cuentos van perdiendo el tradicional cierre final sorpresivo y hay muchos finales abiertos.

–El cuento de final a toda orquesta en el que yo he caído tiene algo falso. Hay una reacción justificada contra eso, pero hay que tener cuidado también de no dejar la sensación de: y bueno, ¿qué? El ideal es no subrayar demasiado las cosas, pero en el final hay que dejar que todo se entienda. Hay que saber decir sin subrayar. El cuento es una cosa que empieza, tiene un nudo y termina. Al no tener la terminación, vienen la insatisfacción y el desagrado. No hay que hospedarse en el muy hospitalario cuento sin final, hospitalario para el escritor porque no tiene que pensar demasiado. Es típico de escritor novato que nada llegue. Las cosas tienen que llegar, pero tampoco como las hacía llegar Poe: «Miren qué horror, aquí viene el fantasma». La palabra «horror» la tiene que poner el lector.

–¿Por qué dijo que los finales de sus cuentos son falsos?

–Creo que alguna vez se me ha ido la mano. Y alguna vez también me he quedado corto y me he arrepentido porque no pasa nada. Las anécdotas generalmente son de la vida real y, ¿por qué funcionan? Porque tienen un final sorpresivo, algo que las hace destacarse en el continuo suceder de los fenómenos.

–Decía que está enojado o triste con la Argentina.

–He vivido en una Argentina que miraba con cierta compasión a la Europa vieja y aquejada de pobreza incurable, y ahora veo esa Europa llena de juventud y prosperidad y nosotros estamos vetustos y desanimados. La Argentina nos ofrece la tentación de creer que estamos en un destino del que no podemos salir.

–¿Cree en el destino?

–No, para nada. Tenemos una cantidad de prejuicios que no nos permiten reaccionar. Hay una serie de causas y efectos que nos ayudan en esos prejuicios y que requieren una persona realmente inteligente que encuentre la salida.

–¿Cuál sería alguno de esos prejuicios?

–La Argentina fue grande mientras creyó que era un país abierto, pero no sólo en la economía. Creía que su tradición era la de Europa. Éramos los europeos del Sur. Y de pronto hemos querido ser folklóricos con un mínimo folklore argentino y hacer una civilización de ese mínimo folklore. Me parecía un país incontenible la Argentina. Recuerdo venir de Europa y ver Buenos Aires magnífica, limpia y generosa. Esos trabajadores habían hecho un país rico en el que la movilidad social era real. Las personas que venían pobres pasaban de una clase social a otra. No creo en las clases sociales, las estoy usando simplemente para simplificar. Bueno, todo eso se podía hacer, y nada de eso puede hacerse.

–¿Cuál será el verdadero país? ¿Aquél o éste?

–Pero por qué va a ser éste el verdadero cuando Italia y España padecían en un destino de pobreza y guerras.

–Hubo esperanza con las elecciones y el triunfo de Alfonsín. Después la economía empeoró.

–Vivimos una novela de Eça de Queiroz. Somos bastante inteligentes, nos reímos de las cosas y estamos en la decadencia [ríe].

–¿Qué opina de los juicios a los militares?

–Qué lastima que me pida hablar de eso porque es un jardín de odios. Ahí se riega un odio y otro odio. Creo que los militares fueron muy crueles con sus prisioneros. De algún modo, revivieron la Mazorca de Rosas. Ahora, creo que los terroristas son los padres de los militares que han hecho todas esas cosas. Porque sin terrorismo no se hubiera sentido la necesidad, o la aparente necesidad, de estos represores.

–La Justicia sostiene que al tener los militares el poder estatal, tendrían que haber actuado con la ley.

–Desde luego, creo que la Justicia tiene toda la razón, pero no sé cómo vamos a terminar con esto. Ni las víctimas tienen ganas de perdonar, ni los castigados por la Justicia ni sus sucesores van a tener ganas de perdonar. Viviremos en un mundo de odios como en Sicilia: dos bandos de mafia.

–¿Le parece realmente que la mayoría de la gente tiene grandes resentimientos?

–Ojalá que no, porque es como si el odio hubiera encontrado muy justificados estímulos en este país a lo largo del tiempo, pero los estímulos pasan y el odio queda.

* * *

La entrevista había terminado. Cuando apagué el grabador, Bioy me confesó su temor de no haberse expresado bien sobre la represión y los juicios a los militares. Le dije que era una muy buena entrevista y repetí que le enviaría el borrador para que la corrigiera. Entonces, mucho más suelto que antes, empezó a explicarme el porqué de su preocupación y le pedí permiso para seguir grabando. Aceptó.

–… es que ya le digo, no soy un parlamentario, soy un escritor, una persona que escribe borradores para corregirlos y volver a corregirlos, y después los publica. Pero no siento un apuro en publicar porque noto que no he conseguido decir exactamente lo que pienso. Y no me gusta nada estar diciendo cosas más o menos. No creo en el más o menos.

–Es inevitable en una entrevista. Pero habló muy bien.

–Es que algunos temas son más importantes que otros. En un tema en el que hay gente que tiene muertos no quiero decir una cosa que parezca frívola, que no parezca pensada. Por eso quiero ver lo que digo y decir algo que yo pueda asegurar que es lo que pienso. No me importa que me condenen por lo que pienso. Pero lo que no quisiera es ofender por una especie de frivolidad que da la espontaneidad y la necesidad de salir del momento.

–Usted es alguien importante y su opinión sobre los juicios es importante.

–Hay que tener cuidado de no ser frívolo, salvo que uno haga una frivolidad que se convierta en una especie de literatura o paraliteratura, como hizo Borges. Pero las cosas que Borges decía siempre correspondían a su pensamiento sincero, que podía estar enfatizado por la exageración, y por eso podía extralimitarse y ser injusto. Pero siempre tenía una gracia que hacía que uno, en definitiva, debiera perdonarlo. No digo que lo hayan perdonado, pero uno debe perdonar, porque es como una contribución a la literatura, es una cosa graciosa, una cosa inteligente. Borges nunca dijo zonceras. Yo no puedo aspirar a eso porque no tengo esa libertad de pensar rápidamente una cosa y que salga acuñada como salía acuñada en Borges. Yo necesito…

–Pero eso le trajo muchos problemas a Borges.

–Es secundario que las cosas traigan problemas o no. En el diccionario de Borges se dice: «Pinochet era un caballero» o «Yo he tenido un gran placer de darle la mano». Cómo no van a traer consecuencias esas cosas con media humanidad aborreciendo a Pinochet. Pero de algún modo, Borges lo decía a sabiendas porque no le importaba ser injusto: que se joroben. Si Pinochet es un hijo de pe, que se jorobe Pinochet porque yo he dicho que es un caballero, qué me importa. Pero yo no tengo esa capacidad ni la aptitud de ver las cosas así. Yo… estoy más convencido de la realidad de la vida, aunque en el fondo pienso que vamos a desaparecer todos, los Pinochet y nosotros y Dante y Shakespeare, y que se acabará el mundo y será como si no hubiéramos existido de ninguna manera, pero de ninguna manera. Entonces, ¿qué trascendencia tiene que un señor en Buenos Aires diga que un señor tal es un perfecto caballero y sea un perfecto sinvergüenza? Parecería que las reglas del juego consisten en creer que las cosas tienen trascendencia y que esta vidita ridícula que tenemos hay que tomarla en serio y no hay que decir ciertas cosas. Mi criterio en general es tratar de no apenar a personas por una frivolidad mía, porque el sentimiento existe y la pena es real mientras se tiene. Ya el mundo es bastante duro. No soy sentimental, pero creo que ese pequeño sentimentalismo hay que admitirlo para que no sea tan inhospitalario el mundo. Son como cortesías. Se prescinde del prójimo totalmente. Claro, en un país en el que hemos perdido absolutamente la fe en los gobiernos y creemos que los gobiernos son estúpidos o mentirosos, cada argentino hace lo posible por sobrevivir como puede. Una sociedad así no puede andar. Esa es una de las razones por las cuales seguramente la Argentina no marcha, porque no puede marchar una sociedad en la que cada persona trata subrepticiamente de hacer lo que le conviene. Mire, yo soy bastante partidario de Alfonsín, pero ahora en el campo están poniendo postes de teléfonos que se habían caído hace dos años y tratan de llevar la electricidad. Es como si dijeran: «Estamos gobernando ahora para las elecciones de dentro de seis meses». Creo que los políticos son muy desleales, lo que quieren es llegar ellos, cada uno, y los pactos y la lealtad al amigo se van al diablo, ¿no?

–Usted dice que los políticos son los únicos autorizados para mentir.

–Todo el mundo sabe que mienten, pero eso no los desacredita, y al resto de la población sí. Tratamos de tener una coherencia en la vida, y ellos no. Los gobernantes tienen algo inexplicable para mí que es el ansia de poder, algo horrible y muy estúpido que los lleva a cometer esas tonterías.

–El político honesto busca otra trascendencia, distinta de la del escritor, que vuelve a vivir cuando lo leen.

–Pero ¿a quién engañan con eso? Si me van a leer cuando yo esté muerto, voy a aprovechar poquísimo.

–No cree en esa trascendencia.

–[Exaltado] Será el fin del mundo para mí, porque el fin del mundo para cada persona ocurre con su muerte. Soy suficientemente honesto y buena persona como para desear que este mundo sea lo mejor, pero no tan orgulloso como para creer que mi obra va a mejorar al mundo. Mi obra me puede traer satisfacción cuando estoy vivo, cuando la hago, es tan agradable…

–No estará para disfrutarlo, pero en cierta medida no habrá muerto del todo cada vez que alguien lo lea.

–Esa cierta medida es mínima. Bioy Casares va a haber muerto [ríe]. Salvo para los lectores, sí, sí.

–Precisamente.

–… Sí, sí [concediendo]… pero es una fantasmagoría decir que yo también he sido amigo de Wells, de Stendhal, de Benjamin Constant, de Lucio Mansilla. Bueno [ríe], soy bastante amigo de ellos, pero ellos no saben de mi amistad.

–El resto de la gente termina de morir cuando el último de los suyos deja de recordarlos.

–Es lo mismo. Dentro de dos mil años todos estaremos exactamente iguales. No, ésas son ilusiones. O casi una ambición de poder.

–¿Por qué escribe?

–Uno empieza a escribir porque le gusta, nada más. Y después tiene la revelación de que escribir da… sentido a la vida. Además [conmovido], da mucha fuerza. Pienso que hasta las cosas desagradables que me pasan, si son interesantes, se transforman en algo grato porque me permiten escribir y contarlas. Me pregunto si no seré un maniático de la literatura, porque a todo el mundo le digo: «Trate de escribir, va a ver qué bueno que es». Porque creo que lo fortalece a uno… La vida es muy inexplicable… tenemos una conciencia, tenemos sueños, tenemos una verdadera vocación de inmortalidad y el cuerpo tiene una verdadera vocación de mortalidad y está continuamente mostrándonos nuestra decadencia, cómo nos vamos deshaciendo y perdiendo. Entonces, si no hay esa posibilidad de descubrir cosas y analizarlas…

–¿Escribir es vivir otras vidas?

–Es como tener otra vida, puede ser. Otra vida hecha con la misma vida. Agregamos cuartos a nuestra casa. A veces, a las casas de los demás. Alguna vez dije que para soportar la historia contemporánea lo mejor era escribirla. Con la vida tal vez pasa algo así. Quiero decir que si no tuviéramos el consuelo de comentarla, la vida sería más dura. Los comentadores tenemos esa suerte de ocupar nuestro pensamiento, que con la imaginación, la crítica, la ironía y el patetismo nos da siempre otros jardines para pasear y estar tranquilos.

–¿Así se da sentido a la…?

–No, el sentido de la vida me parece que es vacío.

–¿Porque no hay nada después de la muerte?

–Porque no hay nada después y todo se borrará.

–¿Esto no le da más valor a la vida, el hecho de que todo se juega aquí?

–Estoy seguro de que le da un valor para jugarla decorosamente y no ser nunca inescrupuloso ni agarrar un puesto público y ser ministro y tratar de que el otro deje de ser ministro. No, porque la vida es corta…

–Las desgracias que ocasionan algunos políticos dan tema a los escritores.

–Desde luego, y yo les agradezco que me hagan todo ese circo, pero soy consciente de que los payasos y los acróbatas de ese circo también tienen lo que antes llamábamos su almita y quisieran de algún modo ser dignos de esta experiencia rara que es la vida.

–Algunos escritores sienten la dicotomía entre vivir y escribir.

–No, yo la siento en las críticas de los interlocutores. Generalmente hay una mujer que le dice a uno: «Vos no escribís bastante, te pasás una vida de ocio y placer». Y en cuanto uno se pone a escribir mucho: «No te podés alejar de la vida, tenés que vivir, si no, qué vas a contar». Siempre pensé que irritamos al prójimo simplemente por existir. El otro es algo desagradable porque es un límite para uno. Le gustan las cosas que no nos gustan, vive de una manera distinta. Nuestra conducta parece totalmente estúpida a los demás. «¿Por qué no vas al médico?» «No tenés que seguir yendo al médico, sos un enfermo imaginario». No hay cómo contentarlas (a las mujeres).

–Y a pesar de eso se busca la pareja.

–Y claro, necesitamos querer y que nos quieran. Y después a lo mejor tenemos una persona que aborrecemos y nos aborrece. El hombre es muy difícil de contentar. Somos incompatibles unos con otros… Y cuando uno está aprendiendo, se muere. Nada se puede enseñar en definitiva. Lo que hacemos los escritores es tratar de pasar alguna sabiduría de unos a otros, pero casi no llega, nadie quiere recibir lo que le están dando.

–O lo reciben y le dan otro sentido. Le habrá ocurrido.

–Sí. Cada lector lee un libro distinto. O ven cosas que yo no había visto y no me parecen tan descaminadas y estaban en el cuento. Si las enseñanzas fueran recibidas, y no hablo de mí, habría un progreso continuo, pero eso no ocurre. Los mismos errores se vuelven a cometer a lo largo de toda la historia.

En: ADN LA NACIÓN.