Leer y escribir en red: entrevista a Ricardo Piglia

Sábado 19 de abril de 2008 | Publicado en la Edición impresa LA NACION (Argentina)

El escritor argentino será el encargado de inaugurar la 34° Feria Internacional del Libro. En este diálogo, habla precisamente del lector, la lectura y los cambios que se están produciendo en la noción de autor y en el acto de leer por efecto de la tecnología digital. Además, se refiere a la enseñanza de la literatura y a su interés por las letras de tango, a las que les dedicó un seminario

 Abril y mayo son meses intensos para el escritor argentino Ricardo Piglia. En estos días, el autor de Respiración artificial es el centro de unas jornadas que en su homenaje se realizan en Casa de América, en Madrid. Dentro de un mes, el escenario será París: otro homenaje tendrá lugar en La Sorbona, donde habrá un coloquio internacional sobre su obra. Y entre un acontecimiento y otro, en apenas unos días, Buenos Aires podrá escuchar el discurso inaugural con que el autor de una obra que cruza la ficción con la crítica y la autobiografía abrirá la 34» Feria Internacional del Libro.

Profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, Estados Unidos, Piglia ha incursionado también en el cine, la ópera y el cómic. Allí están, además de sus novelas, relatos y ensayos, los guiones de cine junto a Nicolás Sarquis, Héctor Babenco y Fernando Spiner; la ópera La ciudad ausente junto a Gerardo Gandini; la literatura argentina bajo la forma de la historieta en la revista Fierro. «Yo nunca he considerado que la literatura estuviera ajena a esos diálogos. Siempre me he acercado a esos mundos llevando lo que soy y creo saber o hacer; y en cada una de esas salidas aprendí muchísimo y descubrí gente fantástica.» Entre conferencias y homenajes, Ricardo Piglia tiene tiempo para arremeter con nuevos bríos la escritura de Blanco nocturno, una novela sobre la que trabaja hace años. Y también para sostener este diálogo que deambula por el placer de leer y la invisibilidad del lector, la relación entre literatura y cibercultura, el interés por el tango, las experiencias virtuales y las vidas posibles. Piglia es, ante todo, un fino y agudo lector que indaga en el modo en que la literatura trata aquello que está fuera de ella.

-El lector siempre ha sido un tema de tu interés.

-Sí, me parece más interesante hablar del «lector» y no de los «lectores». Remitirse a la experiencia del individuo concreto y no a la serie. Cuando pensamos en el lector, pensamos en alguien particular y, a diferencia del autor, que es puro nombre, el lector tiende a ser anónimo. El lector conocido es el que escribe lo que lee, el que se convierte en escritor o en crítico; el resto, en cambio, sostiene una práctica invisible y secreta, en condiciones específicas.

-En El último lector hacés una suerte de tipología: allí aparecen el lector adicto, el que lee para saber cómo vivir, el que lee para descifrar redes sociales. ¿Cuáles de todos ellos es Ricardo Piglia? O mejor, ¿en función de qué adoptás distintas posiciones de lectura?

-Traté de identificar y de seguir el rastro de algunos lectores personalizados, digamos así, según aparecían en las novelas. En qué situación leían, para qué usaban lo que estaban leyendo. Había una serie de preguntas implícitas: cómo funcionaba el libro que estaban leyendo, cuánto costaba. Eran preguntas concretas, muy literarias a mi modo de ver, porque no se podían generalizar. En cuanto a mí puedo decir, antes que nada, que soy un lector apasionado y disperso. Durante años me gané la vida leyendo, fui editor y leía para seleccionar lo que se iba a publicar. Leí muchísimas novelas policiales para la serie negra que hice a fines de los años sesenta. Uno lee treinta novelas para encontrar un libro que valga la pena traducir. Hay mucha gente que se gana la vida leyendo, lo cual no significa que sean conocidos, y se podría hacer una cartografía de ese trabajo. Los historiadores, por ejemplo, son lectores extraordinarios. Quizá los más extraordinarios y sofisticados que se pueda encontrar. Gente como Carlo Ginzburg o como François Hartog, como Marta Madero o José Emilio Burucúa, para no ir más lejos. A ellos habría que preguntarles qué quiere decir leer. Comparados con los historiadores, los críticos literarios parecen lectores que nunca leen.

-¿Te definirías, entonces, como un lector profesional?

-Me gustaría, sí, definirme de ese modo porque seguro que no soy, ni me interesa ser, un escritor profesional. Me he ganado la vida leyendo. Pero también soy un lector salteado, que lee lo que le cae en la mano, en distintos momentos, por distintos motivos.

-¿Y dónde leés habitualmente?

-No leo en la cama, a diferencia de muchos lectores; más bien soy un lector errante. Leo mucho en los bares, leo varios libros al mismo tiempo, la lectura es una experiencia, y las experiencias están ligadas a lugares y a posiciones del cuerpo. Las lámparas son importantes cuando uno lee; de dónde viene la luz. Tengo una lámpara de pie que tiene una luz más bien difusa. Pero en general no leo de noche. De noche voy al cine o salgo a cenar con los amigos o voy a escuchar música o a jugar al billar…

-¿Cómo ves esa idea que circula casi como un deber ser, un valor supremo, de que «hay que leer», que leer es bueno, positivo, aunque no se sabe qué leer? ¿Leer es mejor que hacer otras cosas?

– En cuanto a si es mejor alguien que lee que alguien que no lee, no estoy muy seguro. Acaba de salir un libro en los Estados Unidos Hitler s Forgotten Library, y entre sus libros preferidos estaba La cabaña del tío Tom De modo que la idea de que los contenidos de la lectura producirían un efecto moral es bastante dudosa. Pero uno podría pensar que un sujeto que lee construye el sentido de una manera que quizás incide en el modo de entender lo real. Habría ahí cierto orden, cierto tipo de continuidad lineal y de construcción privada del sentido, que daría cierta percepción de la realidad. Pero insistiría en el carácter individual de la experiencia. Por otro lado, como se ha dicho ya, las revoluciones modernas -entre ellas la que pronto celebrará su bicentenario- han sido iniciadas por los hijos del libro. Sin duda, la lectura está asociada con un determinado tipo de civilización, una civilización de larguísima duración. Se pueden establecer muchas conexiones entre la cultura obrera y la lectura, la fundación de bibliotecas, la edición de libros baratos, los círculos de lectura popular. Esa fue la tradición de los anarquistas y de los socialistas, que lo primero que hacían era fundar una biblioteca y recomendar una serie de libros básicos. Esa cultura es la mía. Por supuesto los anarquistas no solo leían libros…

-¿Qué lugar tiene la lectura en tu vida no profesional, en tu vida de relaciones, en la percepción del mundo?

-Bueno, forma parte de mis relaciones. Siempre me pareció notable que, cuando a uno le gusta un libro, inmediatamente quiere que sus amigos lo lean; lo compra, lo regala. Una especie de sociabilidad rara.

-¿La literatura es un tema de conversación?

-Comento las novelas que estoy leyendo, pero no me interesa hablar de literatura en general. Leo muchas biografías, diarios, memorias, cartas. Así que siempre hay un repertorio de pequeñas historias, anécdotas, situaciones, bastante divertidas a veces. Estoy muy entusiasmado con Carlo Emilio Gadda, que vivió en la Argentina y escribió una novela extraordinaria sobre sus años aquí, El aprendizaje del dolor , que sucede en un pueblo que se llama Lukones, por el viejo Lugones, ¿no? Sería bueno compararla con Trans-Atlántico de Gombrowicz, tienen muchos puntos en común. En fin, ahora estoy leyendo todo lo que encuentro de Gadda, la correspondencia, los ensayos; tiene un artículo muy divertido sobre un viaje a la provincia del Chaco. La literatura funciona también como una especie de memoria alternativa. Está hecha de recuerdos ajenos, de sueños propios, de historias personales.

-En esta era de expansión de los medios y del mundo digital, ¿ha cambiado el estatuto de la literatura? ¿La literatura sigue teniendo el mismo poder crítico que se le atribuyó?

-Probablemente haya cambiado, es difícil saberlo todavía. Yo pienso que la literatura es un uso del lenguaje muy complejo, quizás el más complejo posible, y me parece que la experiencia de la literatura ayuda a descifrar y a entender mejor los otros usos del lenguaje que circulan en la sociedad. Me parece que la literatura ha tenido siempre esa función. Un modo de conocer que no solo tiene que ver con el contenido de lo que se está leyendo sino con los modos de descifrar el sentido. Es una experiencia donde está en juego la creencia, la relación ficción-verdad, lo no dicho, la incertidumbre; una serie de usos del lenguaje que luego el sujeto va a utilizar de manera espontánea en su comprensión de los otros discursos sociales. Esa es para mí una de las funciones de la literatura y no creo que la vaya a perder. «No se ha de llover el rancho en donde este libro esté.» Me parece que a eso a se refería Hernández cuando escribió esos versos en el final del Martín Fierro.

-¿El acceso masivo a la tecnología, fenómenos como Internet, los blogs, han modificado la lectura? ¿En qué sentido?

-Lo que ha cambiado básicamente es el acceso a los textos que se pueden leer. Cualquiera de los de mi generación sabe lo que era conseguir un libro, una información, y lo que hoy tenemos a disposición es extraordinario. Las nuevas tecnologías democratizan el acceso a la cultura en sentido amplio y establecen una relación personal muy dinámica con todo ese conocimiento disponible. Ahora, aceptado esto, hay que decir que la velocidad con la que se lee no ha cambiado. El lenguaje escrito tiene un tiempo para ser descifrado que no se puede cambiar. La velocidad de la lectura, más allá de los formatos y de las diferencias entre los lectores, es básicamente la misma. Como sabemos, la técnica de la lectura veloz resultó un chiste idiota. Porque la lectura establece una temporalidad que es la del cuerpo. El lenguaje define nuestra relación con la temporalidad, no solo porque la tematiza en los tiempos verbales sino porque tiene un tiempo propio que no se puede cambiar. Lo cambiaron los matemáticos, que establecieron una serie de signos para acelerar la comprensión de fenómenos muy complejos. Pero las notaciones artificiales no pueden sustituir la práctica del lenguaje. El esperanto fue otra ilusión inútil. Los jóvenes hacen cambios mínimos en ese sentido, escriben las palabras en forma simplificada, taquigráfica, y así se acercan a la criptografía. Buscan acercar el lenguaje a la imagen. Pero de ese modo no aceleran el sentido, solo lo abrevian. Quizá la poesía es la única práctica que ha logrado hacer algo con la velocidad de la significación; condensa y superpone el sentido de manera extraordinaria, de modo que nos permite una relación con el lenguaje a la vez muy lenta y muy fugaz.

-Tal vez haya una aceleración en la escritura de la poesía; sin embargo, el tiempo de lectura de la poesía parece mucho más detenido que el de la narrativa.

-Dice muchísimas cosas con pocas palabras y con una métrica que decide todo. La sintaxis quebrada de la poesía es la clave del sentido junto con la disposición gráfica de los versos. Habría que estudiar los tiempos de la lectura. Por supuesto, el pasaje de la lectura en voz alta a la lectura en silencio significó un cambio importantísimo. Lo mismo que la separación de las palabras y los signos de puntuación, todo un protocolo de indicios que permiten acelerar, ralentar, establecer cortes. Pero en ese sistema complejo, la velocidad de la lectura se ha mantenido básicamente estable. Y me parece que ese es el problema.

-La velocidad se asocia también con la imagen.

-Claro, hay una relación antagónica entre la imagen y la lectura. Porque cuando se dice que una imagen vale más que mil palabras, sencillamente se dice que una imagen llega más rápido y se descifra más rápido que las mil palabras, que necesitan un tiempo para ser leídas. Las imágenes no dicen más, lo dicen más rápido.

– ¿Y se producen cambios en relación con la escritura?

-Por supuesto, no debemos entender por cambios la simple tematización. Que en las novelas ahora la gente no se mande cartas sino e-mails y mensajes de textos es simplemente un dato, del mismo modo que en las novelas del siglo XVIII los personajes andaban a caballo y ahora van en auto. Pero que haya habido cambios en los modos de narrar no lo veo todavía. Los que han llegado más lejos en ese sentido han sido Borges y Joyce. Básicamente porque han trabajado con la expansión de una red de sentido, han tratado de romper la linealidad apacible de la narración, y empezaron a incorporar elementos que hoy encontramos en el mundo digital como algo ya muy popularizado. Bastaría pensar en «El Aleph» o «El jardín de senderos que se bifurcan«, para encontrarnos con esas posibilidades de alternativas y de múltiples recorridos, implícitos ya en un texto. Y no hablemos del Finnegans Wake, un intento de crear la simultaneidad absoluta. Borges y Joyce hicieron usos del lenguaje y de la narración que están muy cerca de las experiencias múltiples de las máquinas actuales.

-También tu literatura propone una lectura no lineal, en red. Hay saltos y remisiones permanentes -podríamos hablar de links- a otros textos. Al mismo tiempo que cada libro tiene una particularidad, hay escenas, situaciones, reflexiones que se reiteran, se amplifican, se modifican, y de algún modo los límites entre uno y otro libro se desdibujan.

-A eso aspiraría, ¿no?, a la idea de remisiones, que a veces son implícitas y a veces explícitas. Ojalá todos mis libros se pudieran leer como un solo relato.

-Habrían cambiado ciertos modos de leer

-Es la experiencia de la percepción distraída: estamos leyendo, pero al mismo tiempo escuchamos la radio, vemos la tele sin sonido, leemos un e-mail , hablamos por teléfono. Ya no somos el lector que lee con una luz en la noche, aislado. La vieja metáfora de la isla desierta que usan los medios, como ejemplo de la lectura perfecta: ¿qué libro se llevaría usted a una isla desierta?, es decir, qué libro leería usted si no tuviera otra cosa que hacer. La lectura como condena. El lector es un náufrago, no tiene alternativas. Porque lo que se vendría a romper hoy es justamente esa idea de aislamiento. Macedonio ya hablaba de esto en los años veinte, con su idea del lector salteado. Todos somos hoy el lector salteado de Macedonio Fernández. El lector que asume la interrupción como un elemento interno a la lectura misma. Y la narración se ha hecho cargo de esa ruptura. Ya no hay linealidad. Macedonio primero que nadie, entre nosotros. Y Joyce, por supuesto. O la poesía del gran Leónidas Lamborghini. Yo siempre cuento una historia que me padece muy divertida. La primera persona que se conectó por la Web con Amazon compró el Finnegans Wake. Amazon es el comienzo del fin de la librería como espacio real, y cuando el primer lector virtual va a buscar un libro no busca una novela de John Gardner, desde luego, sino un libro que de una manera explícita tiene que ver con ese mundo nuevo.

-La escena planteada por el mundo digital estaba ya en esos escritores

-Claro, ya la habían tematizado. Debemos recordar a Macedonio, porque yo no conozco a otro que haya concebido con tanta claridad esta nueva figura del lector disperso. Había leído el Tristram Shandy de Laurence Sterne, claro, y había leído por supuesto, mejor que nadie, el Quijote . La noción de Macedonio de «lector salteado» es la que habría que usar para definir al que lee en la Red. Otro ejemplo puede ser William Burroughs, con su teoría del cut-up (esa unión arbitraria de fragmentos de textos), una técnica que se ha expandido de modo increíble hoy.

-Tal vez también se esté modificando el concepto de experiencia. Ya sea porque las experiencias reales se entrecruzan con las virtuales, o porque resulta más difícil distinguirlas. La gente dice: me encontré con tal, estuve charlando con tal, y eso ocurrió en un canal de chat.

-Mi impresión es que la noción de experiencia se amplía y también se amplía el concepto de ficción. Hay experiencias virtuales, vamos a llamarlas así, que tienen la forma de las experiencias imaginarias y de las vidas posibles. El como si utópico de la ficción convertido en práctica social. Tomás Disch decía que la publicidad era el cuento de hadas del capitalismo. Ahora estamos en otro tipo de cuentos de hadas La experiencia tiene que ver con las vidas posibles. La posibilidad de ampliar la experiencia, de experimentar, está en el origen. Entre otras cosas, está en el origen del relato.

-En ese sentido, vos tenés varias vidas: una vida en Princeton, una vida en Buenos Aires, y también la vida del escritor reconocido que da conferencias por el mundo. ¿Como se llevan entre sí esas vidas?

-Eso de algún modo ha estado siempre presente en mi propia vida. En una época vivía en La Plata y en Buenos Aires. Pasaba dos o tres días en La Plata, donde daba las clases. Y después venía a Buenos Aires, y hacía otra vida, con otros amigos, en otra circulación. Las cosas se fueron dando de ese modo. Y lo de Estados Unidos también se dio por necesidad de trabajo, empecé a viajar, a pasar parte del año, a vivir en Princeton y en Buenos Aires. Como si viviera dos vidas. Vivo en otra lengua, con otros amigos, funciono de otra manera. Soy alguien que actúa en un universo completamente distinto al de Buenos Aires, y cuando vuelvo a Buenos Aires me convierto en otra persona.

-¿Como es enseñar en Princeton?

-En primer lugar, no se diferencia del modo en que yo he enseñado en mis grupos privados en la Argentina y luego en la Universidad de Buenos Aires. Ni el tema de los cursos, ni la forma de enseñar, ni el tipo de relación que establezco entre lo que estoy enseñando y los estudiantes se ha modificado, al menos no deliberadamente. Por supuesto, los estudiantes son distintos, las condiciones de trabajo son distintas, pero yo no adapto mis cursos cuando voy a enseñar a Princeton. He intentado ser fiel a lo que creo que puedo transmitir -no enseñar, sino transmitir-, que es un modo de leer. Siempre me ha resultado muy productivo tener un espacio de discusión sobre literatura con un grupo de jóvenes interesados, habitualmente inteligentísimos, muchas veces más llenos de ideas que yo mismo. Y eso pasaba en Buenos Aires en los grupos en mi casa y en la UBA, y también en Princeton. Me gusta mucho esa escena: un grupo de jóvenes alrededor de una mesa y yo, que mientras tanto voy envejeciendo; hay una suerte de intensidad en la discusión; la literatura está en el centro, parece ser lo más importante pero también es un pretexto, porque la literatura nos permite hablar de política, de historia, de los usos del lenguaje Nunca he considerado la enseñanza diferente o antagónica de mi práctica como escritor.

-¿Qué enseñás en Princeton?

-El plan de los cursos y los libros que leemos están siempre ligados a temas más amplios; son maneras de discutir cuestiones más generales que están implícitas en los textos. «La ficción paranoica», por ejemplo, es un curso sobre el género policial y sus transformaciones y sus modalidades. Por lo tanto aparecen cuestiones ligadas a la ley, al delito, a la verdad. En cierto sentido es un curso sobre el crimen y la sociedad. Después tengo un curso que se llama «Las tres vanguardias», donde discutimos la obra de Saer, de Puig y de Walsh. Es un intento de discutir las poéticas de la narración implícitas en esos tres escritores, muy distintas desde luego entre sí. Las diferencio por el modo como se vinculan con la cultura de masas. Saer con una actitud de rechazo, planteando que la literatura sería el lugar de resistencia frente a los lenguajes estereotipados que circulan en los medios; Puig con una actitud de incorporación de las formas de la cultura de masas, y también de los temas, sin perder su carácter experimental como novelista; y Walsh metido políticamente en el interior de la cultura de masas, creando medios de prensa, investigando, interviniendo con su práctica específica. También doy un seminario sobre el Facundo, que es un curso sobre el siglo XIX y sobre el concepto de masa; doy un seminario sobre las novelas cortas de Onetti; un curso sobre Borges, en fin, lo de siempre.

-También diste un seminario sobre letras de tango, ¿no? ¿Que te interesa del género? ¿Qué leés en las letras de tango?

-Yo leo el corpus, en lo posible completo, de todas las letras de tango, como si fueran pequeños relatos urbanos. Por lo tanto, los leo como lo que también son: situaciones narrativas muy concentradas, historias muy bien contadas, con un narrador muy definido, y siempre basadas en situaciones dramáticas. Además, el tango tiene, como tienen los grandes géneros, un comienzo y un fin muy claros. Ya sabemos que el primer tango es «Mi noche triste”, de 1917, y yo digo un poco en broma que el último es «La última curda», de 1956. Después de ese tango, lo que se hizo fue otra cosa, porque se perdió la idea de la situación dramática que sostiene y controla toda la argumentación poética, y empezó ese sistema de asociación libre, de surrealismo un poco berreta del violín con el gorrión y la caspa con el corazón. En los grandes tangos siempre hay una situación dramática en sentido teatral: un monólogo o un relato construido por una situación muy bien definida. Cuando el protagonista dice «Percanta que me amuraste», le está diciendo eso a una mujer determinada en una situación específica. Y además el tango tiene un desarrollo histórico muy fijo; termina cuando, caído el peronismo, se difunde el rock y la cultura juvenil. De modo que en el curso vemos qué pasó en la ciudad de Buenos Aires entre 1917 y 1956, y cómo se lee eso en letras. Los tangos, como la literatura, no reflejan una realidad sino que postulan una realidad. Nadie puede decir que la ciudad de Buenos Aires era como dicen los tangos. En los tangos no hay nunca un padre, nadie trabaja, las chicas son milongueras, se lo pasan todos de farra, a los cuarenta años ya están de vuelta, arruinados, envejecidos, mirando con nostalgia y cinismo su propio pasado. Los tangos elaboran de una manera elíptica, como hace la literatura, cuestiones sociales, por ejemplo cómo las mujeres se van de los barrios al centro a trabajar, y por lo tanto la mirada masculina paranoica, amenazada, las convierte a todas en milongueras y en putas. Porque en definitiva el tango lo que dice es que en un mundo que está dominado por el dinero, por la corrupción, por la falta de valores, lo único que vale y perdura son los sentimientos, los afectos.

-¿Hay alguna letrística que te interese fuera del tango?

-El tango es para mí una memoria afectiva y una relación sentimental. Me gustan mucho los tangos cantados por mujeres. Mercedes Simone, Ada Falcón, Rosita Quiroga, Elba Berón. Me hacen acordar a mi madre cantando tangos en casa, en el patio, en la cocina, cuando yo era chico. De modo que tengo con el tango una relación muy intensa que viene del pasado y es muy difícil de trasladar, por ejemplo, a la milonga sureña, que también me gusta mucho, pero es una relación más intelectual. También me gustan mucho el blues , el jazz , Bessie Smith, Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Aretha Franklin, Eartha Kitt. Y algunas letras de rock, aunque no tengo una cultura rockera muy desarrollada. Estoy ligado al rock argentino porque Jorge Álvarez, que era nuestro editor, fue el productor de los primeros rockeros argentinos y el creador del sello Mandioca, y nos arreaba a todos a esos primeros conciertos para hacer público. Así que empezamos con Manal, con Almendra, con Pappo. Pero yo creo que la relación con el tango tiene que ver con que una memoria afectiva, con una experiencia de infancia. Y además, claro, la capacidad narrativa extraordinaria de los autores para contar una historia en tres minutos. ¡Y los objetos con los que construyen las historias! Uno de mis tangos preferidos es «Viejo esmoquin». Y cómo lo canta Gardel. El tipo está tirado en una pensión, sin un peso, con todo empeñado, y lo único que le queda es el esmoquin, ¿no es genial? muy argentino. Lo que dijo Malraux cuando vino a Buenos Aires: esta es la capital de un imperio que nunca existió.

-Ya que hablamos de autores, y volviendo a la escena actual, ¿qué está pasando con la noción de autor? Porque con las posibilidades técnicas que ofrecen Internet y los nuevos medios (la facilidad del «corto y pego», la disponibilidad de los textos), la idea de autor parece estar en cuestión, al menos en lo que se refiere a la propiedad intelectual.

-Yo veo ahí un punto de transformación posible. Porque esta nueva situación pone en escena una contradicción que está presente pero que apenas percibimos, que es el hecho de que en el lenguaje no hay propiedad privada. Es la sociedad la que luego define la propiedad, y define también la literatura, que es un uso privado del lenguaje. La escritura está ligada a esa cuestión desde su origen. Son las relaciones de propiedad las que están ahora en cuestión y parecen entrar en una nueva etapa.

Por Patricia Somoza

Para LA NACION