Por Francisco Ramírez (Moscú)
Hace algunas noches, a eso de las 2 AM, tomé un taxi “informal” con destino a casa. ¿A qué me refiero con esto? A abordar un auto cualquiera que uno hace parar en cualquier calle de la ciudad sencillamente con extender el brazo: se indica la dirección de destino y uno llega a un trato con el conductor por determinados rublos, generalmente regateando un poco: la costumbre no es nueva y se práctica desde hace años acá. Pues bien, subí con un colega (cuyo nombre no diré para protegerlo de las lenguas dadas a hablar de más) con quien habíamos estado conversando un par de cervezas en la barra de un bar. El improvisado taxista resultó ser ruso, lo que garantizaba un trato respetuoso y moderado: los rusos no son dados a hablar de más en situaciones como ésta, sobre todo al advertir que el pasajero es un extranjero.
Germán bajó cerca del edificio en que vivía. Nos despedimos y deseamos suerte. Entonces, me quedé sin acompañante. El hombre –de unos 55 años- me indica el asiento delantero. Le miro y contesto “Niet”. Me mira raro. Y empieza a hablar en ruso. Le informo que no hablo ruso, paradójicamente “en ruso”. Pero no me escucha, o no entiende del todo mi pésima pronunciación. Por ende, me sigue hablando en ruso.
Algo alcanzo a comprender. Entre sus palabras puedo distinguir que me pregunta de dónde soy. Antes de contestar, me arroja una serie de alternativas, entre las que se encuentra mi proveniencia de una serie de ex repúblicas soviéticas terminadas en “istán”, como Kazajistán, Tayikistán, Uzbekistán y es posible que otras más. “¿De dónde es usted?”, pregunta.
El tema parece preocuparle mucho y comienzo a intuir que a) no le gustan los extranjeros en general; b) algunos extranjeros le desagradan más que otros; y/o c) le agradan poco en lo absoluto los extranjeros como yo. Expectante, sigue mencionando países, casi como juego de adivinanzas, hasta que escucho casi con total claridad “chechenski”, o algo muy parecido que debía significar inequívocamente “checheno”.
Sin saber muy bien si por nerviosismo, incomodidad o temor ante la situación, me puse a reír. ¿Me estaba volviendo loco? Probablemente un poco. Al menos lo suficiente como para ponerme a reír en el auto manejado por un desconocido cuyo idioma e intenciones ocultas también ignoraba. Por supuesto que no era el hecho en sí lo que me había provocado tal reacción, sino que la extraña asociación mental del hombre.
¿Yo, checheno? ¿Por qué? ¿De dónde había sacado la idea? ¿Es que mi calidad “etérea” era de tal magnitud que daba para todo? ¿Podía ser turco, hindú, egipcio, italiano, francés… o cualquier cosa que alguien se le ocurriera? Ya había escuchado todo eso. En esa risa frenética, por poco psicótica, se entremezcló un recuerdo. Subo a un auto con una amiga y el conductor echa unas ojeadas al retrovisor. Se ponen a conversar. De vez en cuando, los ojos del hombre vuelven a mi reflejo… “Me pregunta si eres de Nicaragua”. “¿Nicaragua? ¿En serio?”. Durante todos mis años anteriores nunca había visto ni conversado con ningún nicaragüense. Más incluso: no tenía una noción concreta de la ubicación geográfica exacta del país. ¿Ignorancia mía? Por supuesto. Lo insólito es que aquel hombre al parecer sí había visto a nicaragüenses auténticos, o al menos creía poder reconocer a alguno. Al fin y al cabo, no era tan descabellado: tal vez en los tiempos de la URSS más de alguno debió haber llegado a estas tierras.
Ahora bien, un fenómeno extrañísimo estaba sucediendo: si en los primeros años de mi estadía en Rusia se me consideraba como un personaje foráneo, pero llegado de tierras lejanas, al presente se me iba suponiendo casi, “casi”, como un posible residente “local”: extranjero, pero no tanto… Checheno, no nicaragüense. Más cerca que lejos. Y todo en dos años. En pocas palabras: ¿me estaba “mimetizando” de a poco con la población en tránsito del país? ¿Tenía esto que ver con mi manera de vestir basada ya en algunas prendas de procedencia moscovita? ¿O en mi peinado cada vez menos “latinoamericano”? ¿O en mi actitud en las calles, mucho más segura y decidida que en los primeros tiempos? ¿O, sencillamente, en que ya iba expresando algunas ideas en algo “parecido” al ruso? Fuera lo que fuera, alguna razón debía existir… porque la cara (de idiota) era la misma de 2009.
“Chechenski, niet”. “Ya niet chechén”. “Ya is Chile”, había contestado, sin engañarme de que aquellas ocho palabras conllevaban de seguro unas 32 o más faltas de pronunciación, lógica y gramática. “¿Chili?”, exclama. Le digo que da… y entonces el hombre, casi por instinto, por asociación automática, repone
Pinochet
y entonces me empieza a arder la cara y me suben las pulsaciones cardíacas y siento como si la boca se me estuviera quemando. Lo hago rápido y contesto: “Da, Pinochet is Chile”, preguntándome porque casi siempre –no sólo en Rusia, en otras naciones ya lo había vivido- tienen que relacionar a mi país natal con ese hijo… (bueno, creo que entenderán lo que aquí quiero decir) dictador, asesino y ladrón. ¿No había nada más interesante en Chile? Por último, Neruda. O el vino. O los terremotos… Pero nada: ahí estaba el hijo de la tierra de Pinochet en aquel auto, sin saber mucho si llegaría bien o no a casa, ni menos aún el destino de su vida.
Pero había más. Después de la mención de aquel ilustre hijo de sureño país latinoamericano, el hombre no encontró nada mejor para remarcar su desconfianza a mi rostro venido de otro lugar del mundo que chasquear los dedos de reconocible modo para pasarme a preguntar por si tenía dinero (деньги, léase más o menos “déngui”) conmigo para pagar. Pensé rápido y me expresé con total corrección, prestancia y solidez lingüística al decir: “Da. Ya déngui”; o sea, más o menos “Sí. Yo dinero”. Una estupidez del tamaño de un buque, pero como no sabía conjugar el verbo tener en ruso… A modo de confirmación, saqué tres billetes de 100 rublos y confirmé: “Ya, déngui”. El hombre se quedó más tranquilo.
Me bajó una absoluta crisis de personalidad. ¿Estaba enloqueciendo? Sentí una inseguridad tremenda, angustiosa. ¿Quién era y que estaba haciendo ahí? ¿Cómo había llegado a aquel auto en el que estaba tratando de explicar quién era y de qué país venía? ¿Por qué estaba sucediendo todo aquello? ¿En qué insólita película estaba actuando? En un gesto casi incomprensible y atemporal –nadie me lo había preguntado- agregué que era periodista. Silencio. Poco después, el hombre hizo un gesto con la mano derecha como intentando plasmar el acto de escribir. Pensará que trabajo en un diario, conjeturé. “Niet”. En todo caso, la información le había dejado conforme. Era como que pensara: “o sea, trabaja”. Tenía la plata, era profesional y trabajaba… Pedir una cara bonita ya era mucho.
Cuando nos acercamos al edificio de mi departamento, le dije “tam” (ahí), una de las palabras que había aprendido de ruso después de 2 años y medio de residencia. Y pagué. Y bajé. Casi podía oler la transpiración que fluía por la cara de ese hombre. ¡Por fin había llegado a su fin aquella loca carrera con ese extrañísimo ser de quien supiera qué costumbres! Dije: “Spasibo bolshoe” (muchas gracias) y cerré la puerta. Incomprensible, inescrutable y de lejano país pero, de todas formas, con un poco, un poquito de clase, de educación.
Crucé Leninsky Prospekt, vacía a esa hora. Me dieron ganas de tirarme al centro de la Avenida y esperar a que pasara un auto sobre mí y me reventara sobre el pavimento. De la sangre vienes y a la sangre volverás. Poner fin así a tanta duda existencial, a tanta pregunta sin sentido, a tanta reflexión infantilmente homocéntrica. Pero estas crisis duran poco. Seguí caminando. Al fin y al cabo, me iba a casa, y ahí tenía a Louis Armstrong esperando: cuando Louis canta se te olvidan todos los problemas del mundo.
Aunque aquella noche me persiguió esa indescriptible intuición de que me estaba volviendo borroso, indefinible, cada vez más alejado de lo que fui y de lo que tal vez iba a llegar a ser. “¿Es usted checheno?” No, no lo soy. Lo extraño es que mientras más vivo en Moscú más EXTRANJERO parezco. O una clase cada vez más específica de extranjero. En un año me preguntarán: “¿Es usted de Marte?”. “No, señor mío… Ya is Júpiter”.
A veces me pregunto si Travis Bickle me habría hecho o no tantas preguntas.
(Este texto forma parte de un volumen de notas y crónicas de título tentativo “Una Odisea en Rusia”, actualmente en redacción. El autor es periodista chileno y actualmente se desempeña profesionalmente en RT en español, el primer canal ruso de Tv en esta lengua).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…