La catarsis del 40 aniversario del golpe de septiembre de 1973, vista por un diplomático brasilero.

El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero

ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió

sin remedio a todos los hombres de este tiempo y

que se quedó en nuestras vidas para siempre

Gabriel García Márquez

Por Eduardo Brigidi De Mello

La hija, la secretaria y compañera, los asesores más cercanos, todos debaten cómo contarle. Que las Fuerzas Armadas dieron inicio al golpe. Que ya no es posible el plebiscito, tampoco el acuerdo con los demócrata-cristianos. Que sobrevendrá una dictadura, o una guerra civil. Que el tan temido desenlace trae, paradojalmente, desesperación e alivio. Es cuando él, Salvador Allende, entra a la sala con pasos decididos, con ensayados gestos alegóricos, mosaico de los personajes de teatro que ha admirado durante su vida. Trasmite órdenes, sugiere acciones, provoca debates.

Nos viene un escalofrío al verlo allí, tan vivo, tan cercano en sus últimas horas, en la madrugada del 11 de Septiembre chileno, en la casa de Tomás Moro 200. Es la puesta en escena de Allende noche de septiembre, en el GAM. Estamos en septiembre de 2013, cuarenta aniversario del golpe, año en que el guión conducirá a la catarsis.

El cierre de una cárcel especial para militares, condenados por violaciones a los derechos humanos, llevará al suicidio de un general. En el cine estrenarán El tío, sobre la vida de Jaime Guzmán, ideólogo de la dictadura y de la Constitución de 1980; y Carne de perro, sobre los trastornos sicológicos de un ex-torturador. En la tele, un ex-jefe de las Fuerzas Armadas será confrontado – en vivo – con el hombre que, cuando bebé, entregara a unas monjas, luego de la ejecución de los padres. En el teatro, incontables piezas retratarán el período autoritario, los desaparecidos, las muertes. Las elecciones presidenciales tendrán un candidato cuyo padre fue muerto por la dictadura. Para coronar la dramatización, la segunda vuelta pondrá cara a cara dos hijas de generales – uno, Fernando Matthei, ex-integrante de la Junta Militar; el otro, Alberto Bachelet, ex-integrante del Gobierno de Allende, preso y muerto después del golpe.

Cuatro décadas más tarde, los actos seguirán obedeciendo a la escenografía urbana. El espacio escénico tendrá como marco la Plaza Italia, donde empieza a surgir el barrio alto. De las 52 comunas de Santiago, las más prósperas serán las únicas donde la derecha tuvo una victoria fácil en las elecciones. El Teatro Municipal de Las Condes presentará Kiss and Cry, espectáculo belga de nanodanza. A apenas siete estaciones de distancia, el GAM, polo cultural del centro, mostrará una pieza sin diálogos, de personajes mudos. Una familia rehén del recuerdo, atada a la mesa, a la espera del hijo que desapareció.

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En el antiguo teatro griego, la tragedia era el género que inducia los espectadores a reflexionar sobre la existencia y los percances humanos. Desnudaba, sin distinción de roles, las íntimas manifestaciones de su esencia – el amor, el odio, el miedo, la vanidad. Acción, tiempo y espacio eran tomados por fuerzas antagónicas, que se contradecían recíprocamente, hasta que el héroe pasara de la felicidad a la infelicidad. El público era conducido al trance de la catarsis, de la purificación, liberando emociones como compasión y horror, mientras el coro temía la ruina de la ciudad.       

Desde aquel entonces, todo país tiene sus propios montajes trágicos. Mi primer contacto con la versión chilena ocurrió en el palco del Estadio Nacional, el 2005. En el clásico Universidad de Chile contra Colo-Colo, hinchas rivales entonaban el mismo cántico, olé, olé, que se muera Pinochet! En el entretiempo, hinchas de la U encendieron velas y abrieron un lienzo sobre las viejas gradas de madera. Allende presente, decía.

Gris, fría y lluviosa en aquel invierno, la capital de Chile era la primera ciudad que conocía en Sudamérica. Hospedado en un hostal en Providencia, me sorprendí con los cafés con piernas. Recorría calles y ciudades sin noción de lo que representaba estar frente a Allende, estatua serena bajo la lluvia fina, delante del Palacio de La Moneda. De lo que representaban los restos de sus anteojos, en el Museo Histórico, de lo que representaban, delante de la Biblioteca Nacional, los outdoors de los dos candidatos presidenciales de aquel año, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera.

Todavía no tenía idea que el semanario The Clinic fuera así nombrado como un “homenaje” a la clínica londinense donde estuvo detenido Pinochet. La primera portada que ví hacía alusión a un alza de los combustibles, mostrando una bomba de bencina – con un preservativo. El semanario usaba muchos chilenismos, difíciles de descifrar. La mayoría de los amigos chilenos decía que no iba a votar, daban la impresión de no interesarse por la política – la “revolución de los pingüinos” no vendría hasta el año siguiente. Yo, por mi parte, aprendía español entre Santiago y Valparaíso, entre Pucón y Concepción, caminando por Alameda. Mal sabía yo todo lo que pasara allí, ignorando que pronto tomaría el metro, todas las mañanas, camino de la Embajada de Brasil.

Volví el 2008 con cinco amigos, para un hostal en Bellavista. Sería divulgado, en medio del viaje, el resultado definitivo del concurso de admisión a la carrera diplomática de Brasil. En aquel año, había 115 cupos y, anunciada la clasificación de las tres primeras etapas, estaba yo clasificado en la 116ª posición. La última de las cuatro etapas era la de segunda lengua extranjera, en mi caso el español. Justamente el puntaje pendiente de publicación, justamente el idioma que aprendiera con Neruda. Partía a Chile, por lo tanto, reprobado.

El puntaje definidor fue divulgado cuando estábamos en Farellones, arriba en la Cordillera, después de un largo día de esquí, de un ascenso a pie en el camino entre las estaciones de Valle Nevado y Colorado, cuando estuve aislado por un par de horas. Interludio de empinado esfuerzo, bajo la rara sensación de que la familia – y ella – ya conocían mi destino, anunciado al final de aquella tarde. Recuerdo dibujar/diseñar, en las montañas bañadas en ocre por la puesta del sol, en clima de fiesta – o velorio – en Porto Alegre.

En el hostal, de borrosas y silenciosas ventanas, los amigos deberían estar a mi espera. No estaban, sin embargo, ni en la calle, ni en el gran salón vidriado. Yo caminaba y respiraba en cámara lenta, como todo alrededor: el hogar, con el lento farfullar del tictac de un reloj; la nieve, al derretirse en las botas; una docena de guantes puestos a secar sobre el fuego. Surge uno de los amigos, me hace creer que no, después que sí, que había sido aprobado. Aparecen los demás, a relamerse sobre mi desesperación. Abrazos, snooker con reggae, cerveza para todo el hostal. Santiago brillaba abajo. Era la segunda vez que pasaba por Chile.

Serían cuatro pasajes en menos de seis años. El 2010 y 2011, partí de Porto Alegre para dos viajes en moto, uno en dirección a la Patagonia, otro al Atacama. En el primer viaje, crucé de navío desde Puerto Natales hasta Puerto Montt, y luego la Cordillera rumbo a Bariloche. La mañana siguiente, todos en el hostal miraban, mudos, a la tele. Un temblor alarmara a los perros y los autos, por el terremoto ocurrido en el lado chileno.

Volví el 2012, después de dos años en Guinea-Bissau. En abril de aquel año ponía los pies en el país una vez más, la quinta desde 2005, ahora en definitiva – si algo se puede llamar definitivo en la carrera diplomática. La tristeza por la partida de Bissau era soportada por la alegría de la llegada, en esta profesión hecha de varias vidas, muchas muertes y tantos climas. La chimenea de un pub, a contrastar con el calor subsahariano de pocos días antes. Las impecables calles de Las Condes, con el dolor por lo que pasaba en Guinea, donde las elecciones fueron interrumpidas por un golpe de Estado. 

Chile había cambiado, así como mi capacidad de comprenderlo. La derecha también en el poder político, la política en las calles: las manifestaciones grabadas en los muros y vidrios rotos de la Embajada, localizada delante de la Plaza Los Héroes, donde se clausuran las protestas. El Clinic buscado todas las mañanas de los jueves, antes de bajar al metro. Los chilenismos, de a poco, más fáciles de entender, así como el sinuoso acento.

Fueron intensas, las primeras semanas, con recitales de Bob Dylan y Fito Páez, con hostales en Bellavista y hoteles en Lastarria. Pocos días después de la llegada, fui protagonista de mi propio sketch. El cuarto moviéndose como si fuera un barco, el ruido aterrador de los movimientos subterráneos. El manual de etiqueta sísmica determina que no te muevas, por eso no lo pensé dos veces: bajé al tiro, movido por las bienvenidas de los 6.4 grados en la escala Richter. Acabé en plena Pio IX, en calzoncillos. Por suerte, unos boxer.

En aquel otoño se hacía el estreno de No, la película sobre el plebiscito que puso fin a la dictadura, preludio de la catarsis del año siguiente. Se hizo una première especial para el movimiento estudiantil, con Gael García Bernal acompañado por Camila Vallejo. La nueva Embajada traía gran expectativa, con trabajo y circunstancias distintas de un puesto en el África. Luego en junio, sin embargo, fui convocado a trabajar en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, la Rio+20, en Rio de Janeiro, lo que pospuso la adaptación del principio de toda misión diplomática, fase de ambientarse, de mapear contactos, contextos, caminos.

Las relaciones entre Chile y Brasil tenían gran fuerza en áreas como comercio, inversiones, turismo, y se aguardaba la definición sobre la posible candidatura presidencial de Michelle Bachelet. En una reunión sobre cooperación antártica en la Cancillería, ubicada en el antiguo Hotel Carrera, miro por la ventana y veo, una vez más, el ángulo del imagen del bombardeo de La Moneda.

Así llegó el año 2013. Luego en enero, la Presidenta Dilma Rousseff viajó a Chile para participar de la Cumbre de la Comunidad de Estados Latino-Americanos y Caribeños (CELAC), así como de la Cumbre CELAC-Unión Europea. En la llegada, como se suele hacer, el Embajador Frederico Cezar de Araujo aguardaba en la pista del aeropuerto, y los demás diplomáticos en posterior cola de saludos. En la mañana siguiente, la Presidenta se reunió con el Presidente Sebastián Piñera, en La Moneda. Entonces en el sector apoyo a la prensa, conocí algunos de los legendarios pasillos y salones del Palacio, imaginando las escenas delo 11 de Septiembre, de los muchos libros que leyera. Ya las Cumbres tuvieron el movimiento típico de mandatarios y autoridades, en medio de la intensa agenda de reuniones de presidentes y cancilleres. La Presidenta acabó por anticipar su retorno a Brasil, por fuerza del trágico incendio ocurrido en la discoteca Kiss, en Santa Maria, Rio Grande do Sul.

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Idealizado como un bloque de cristal puesto a levitar sobre dos fuentes, el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos fue inaugurado en el primer gobierno de Michelle Bachelet, el 2010. Su posición en el escenario urbano no parece accidental, distante del barrio alto. Su exterior trae la Declaración Universal de los Derechos Humanos, así como la obra Al mismo tiempo, en el mismo lugar, inspirada en el último poema de Víctor Jara, que escribió en la cárcel, donde tuvo las manos desfiguradas a culatazos, para que nunca más tocara su guitarra. Canto, qué mal me sabes cuando tengo que cantar espanto, decía el verso.

El vano central trae fotografías de víctimas, la voz postrera de Allende haciendo eco por las galerías, bajo las siluetas de Geometría de la consciencia, obra que simboliza el infinito de la pérdida de vidas humanas, tanto para los individuos como para la colectividad. La sección El dolor de los niños expone cartas de hijos de desaparecidos. Una chiquilla pide a la primera dama, Lucía Pinochet, que deje a su padre visitarla en su cumpleaños. Otra niña dibuja, dice a su padre que sigue obedeciendo a su mamá, portándose bien y estudiando mucho, pues así él no se pondría bravo cuando volviera a casa.

El escenario trae aún, a pocos metros de allí, el Centro Cultural Matucana 100, donde se estrenaba La imaginación del futuro, obra que vuelve a representar el último discurso de Allende. Cuando empieza a hablar – seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes – es interrumpido por sus asesores. “Está muy melancólico, Presidente, necesitamos algo más alegre”, dice uno.

Presentado como frívolo, Allende es otra vez interrumpido cuando dice que la historia es nuestra y la hacen los pueblos. “No, Presidente, no, quienes hacen la historia son los poderosos; nosotros, el pueblo, seremos masacrados impiadosamente”, dice una inquietante voz infantil. Como en el teatro total, los actores traen al escenario un niño de trazos indígenas y piden donaciones, única manera de pagarle la universidad. Una actriz insiste, pregunta a uno de los presentes si él daría su contribución si ella se sacara su ropa; entonces, se saca la camiseta y el sostén, e intenta aproximar sus pechos al rostro del atónito espectador, pero es contenida por otro actor.

El director cuestionaba la responsabilidad histórica de Allende por empujar los límites institucionales de entonces. Es uno de los trazos más controvertidos del personaje, que tenía “el realismo político en los genes”, según el sociólogo Tomás Moulián. Una vez, al recordar haber sido expulsado de un grupo estudiantil por estar contra la creación de soviets en el país, Allende dijo que “ser joven y no ser revolucionario es incluso una contradicción biológica, pero ir avanzando en los caminos de la vida y mantenerse revolucionario, en una sociedad burguesa, es difícil”, según registró el biógrafo Jesús Martínez.

La disposición para el diálogo, dentro de los marcos de la llamada democracia burguesa, agregada a la negación del recurso a las armas, generó desconfianza en sectores de la izquierda sobre el compromiso de Allende con el socialismo. Cuestionado por Régis Debray respecto de los que le acusaban de traición a la causa, recurrió a la sabiduría popular, recordando que el pueblo continuaba llamándole Compañero Presidente. Muestra además una dedicatoria de Che Guevara, que saluda “A Salvador Allende, que por otros medios busca lo mismo”. “Por otros medios”, repitió al periodista.

Hay quienes, retrospectivamente, consideran incomprensible la pretensión de Allende de conciliar fuerzas tan extremadamente opuestas. Resistió hasta el final a las presiones para aceptar la tesis de la inevitabilidad de la guerra civil, alegando que la violencia, una vez que se desata, no puede ser controlada. “La contradicción más dramática de su vida fue ser, al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado”, resumiría García Márquez.

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Los estudiantes chilenos, y latinoamericanos, se tomaron de las manos, cantaba Víctor Jara en los años 60. Tiempo de efervescencia en las universidades, con tomas de rectorías, demandas por libertad, confrontaciones con la policía. El 2011 los estudiantes retomaron las grandes manifestaciones, ahora para protestar contra el caro financiamiento estudiantil, dominado por la banca privada. Contestaban también la obtención de lucro por las instituciones de educación, prohibido expresamente por la ley.

Universitarios y secundarios cuestionaban además el rol subsidiario del Estado en el sistema educacional, previsto en la Constitución del 80 y mantenido en la era post-dictadura. Los actos suelen ocurrir en el centro, jamás en el barrio alto o en el distrito financiero, donde estarían los principales antagonistas de los estudiantes. Las marchas continuaron en los años siguientes y nos obligaban a salir más temprano de la Embajada, ubicada en área de frecuentes conflictos. Gas lacrimógeno, depredaciones, ataques a los carabineros que hacían la guardia del Palacio Errázuriz, sede de la representación diplomática de Brasil.  

Las marchas eran, antes de todo, celebraciones de la vida. Al componente político se agregaban bien humorados disfraces, pancartas, teatro de calle. Obras reales y también ocasionales, creación colectiva de impresionante sincronización en el cambio de escenarios: una docena de motos de la policía transitaba en velocidad por la calle desierta del centro, calle que aún llevaba los vestigios de la lluvia de papel picado de minutos antes, fruto de la ovación de la platea que, de las ventanas de los escritorios, aplaudió en pie las jóvenes de cuerpos pintados, jóvenes que bailaban al sonido de tambores. Estudiantes, mapuches, sindicalistas y trabajadores del cobre reaprendían la coreografía, juntos después de casi cuarenta años, así dijo un periódico. Una niña, ajena al aparato policial (ya que andaba de manos con su mamá), empuñaba un pequeño cartel: marcho porque quiero ir a la universidad. Una pareja mayor no se omitía: los abuelos apoyamos a nuestros nietos. Otro cartel decía: los cambios los hacen los pueblos, no los gobiernos – Salvador Allende. Luego atrás viene uno de los tantos jóvenes que imitan el figurín del ex-presidente, con bigote y todo.

El día empezaba pacífico, pero solía cerrarse con violencia. Los estudiantes alegaban ser víctimas de agentes provocadores y de la represión de los pacos y sus guanacos, como llaman peyorativamente a los policías y el carro lanza-aguas; la policía inculpaba a los vándalos y los encapuchados. Estos fueron, una vez, desafiados por una anciana, cuando intentaban destruir a una señal de tránsito. Siempre había algo que lamentar. La agresión de muchos a un policía, la quema de autos, un viejo que perdió un ojo después de ser alcanzado por una bala de goma. La escalada de la violencia hizo que el Ministerio del Interior determinara que el Instituto Nacional de Derechos Humanos pasara a acompañar las detenciones de estudiantes por la policía.

Ubicado en una antigua casona de Providencia, el Instituto tiene la custodia de los documentos relativos a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, colectados por las diversas comisiones de la verdad instaladas luego de la redemocratización. Como un guión del teatro de la crueldad, llevaron al encarcelamiento de decenas de militares y policías, entre ellos el general Manuel Contreras, el ex-jefe de la DINA condenado a dos cadenas perpetuas. En visita al Instituto, una de las funcionarias me habló de la frecuencia con que, en las visitas escolares, uno de los niños alza la mano y dice yo también tengo un familiar desaparecido! Ella propia tuvo el abuelo preso en Dawson, adonde estuvieron muchos altos funcionarios del gobierno Allende. El episodio fue retratado en el filme Dawson Isla 10, de Miguel Littín, él también un exiliado – en esta tragedia no hay extras.

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No es posible una diplomacia a la distancia. Entrelazar las señales dispersas, contextualizar entrelíneas y entreactos, comprender las líneas o discursos, asimilar el guión. Todas son tareas del diplomático, que debe tener la sensibilidad para identificar los matices de la sociedad adonde empezó a vivir. Desafío que exige diversidad de fuentes de información – y de emoción. El diplomático es un equilibrista en un teatro circense: espectador, personaje, un intruso dispuesto a dialogar con el elenco y frecuentar las más diversas producciones teatrales. Ejerce además el rol de crítico, obligado a mantener el distanciamiento necesario para interpretar las indicaciones escénicas. Todo eso huyendo constantemente de sus propios afectos históricos, en nombre de la sagrada moderación.

Formar un juicio equilibrado a ser transmitido a Brasília es un desafío aún más grande cuando se hace el análisis de la política local, área donde pasé a actuar en aquel 2013, bajo la enseñanza del embajador Georges Lamazière. El Clinic era uno de los medios para comprender el sentimiento de los sectores progresistas, donde los matices suelen recibir tratamiento más amigable. El bar, ubicado en una casona neobarroca de 1925, en el barrio Bellas Artes. Delante, una pizarra registra la frase del día, casi siempre un resbalón político, así como aquellas frases grabadas en las lápidas del patio interno, que traen el año de la “muerte política” de su autor. En la carta, se invierte el lema patrio: por la razón o la fuerza y se torna por la fuerza de la razón.

Las sutilezas de la democracia chilena fueron evidenciadas cuando el Clinic recibió, em su edición de número 500, mensajes de felicitación de variadas figuras políticas, incluso Evelyn Matthei e Andrés Allamand, los dos candidatos a las primarias de la Alianza, tan satirizada por el periódico. Las provocaciones son constantes en las paredes: Sabía usted que la derecha ama al país, pero no tanto a los que viven en él?; Inauguran tour con los éxitos de Pinochet – comienza en el Cementerio General. En el segundo piso, un gran mural del palacio presidencial trae la frase de un Allende recién electo: debo este triunfo al pueblo de Chile, que entrará conmigo en La Moneda.

El pasillo de la entrada estaba decorado, en aquel año, con portadas antiguas o carteles de los cómics inspirados en las “meteduras de patas” del Presidente Sebastián Piñera, las Piñericosas, un best-seller. Uno de los más famosos lapsus del Presidente fue cuando declaró, en la isla Robinson Crusoe, que el personaje de Defoe realmente vivió allá, “durante cuatro largos años, en una historia que ha fascinado el mundo”. Entrevistado por “Pato” Fernández, del Clinic, Piñera mostró espíritu deportivo y declaró que el semanario, a veces, “pasaba de los límites”, pero la vida exigía amor e humor, uno de sus dichos preferidos. Confidenció, además, que sus hijas le habían regalado el libro de las Piñericosas… Criticado por sectores de derecha e izquierda, fue Piñera quien hizo importantes cambios en el financiamiento estudiantil, mitigando la supremacía de los bancos privados en el sistema.

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La primavera es el interludio que renueva el escenario, que lleva del Bellas Artes al Bellavista, pasando por el cerro Santa Lucía, por Lastarria, donde Allende tuvo un departamento. Librerías, cafés y bares, la arquitectura art decó, el cine artede El Biógrafo, antiguo teatro cuyo mapa de butacas es un pequeño tablero de madera. De la Plaza Lastarria al imponente GAM, construido para la reunión de la Unctad en 1964, después sede de la Junta Militar, mientras era reconstruida La Moneda. Se cruza el Mapocho por el Teatro del Puente, un “puenteatro”, por el Puente Pio Nono o por el Puente de los Candados, arco de una linda vista de la ciudad.

Luego en Bellavista, en La Chascona, casa-barco de Neruda un día vandalizada por militares, hoy sitio de recitales de poetas iniciantes. A pocos metros, en La Casa en el Aire, local de música chilena y latinoamericana, desde un escenario que reproduce, en una gigantesca pintura mural, una imagen de Víctor Jara, Joaquín Figueroa habla de la izquierda y de la derecha, alude a los cánticos de los estudiantes y se refiere a las pasadas dictaduras. Coquetea en broma con las mujeres, eleva el coro del bar y convoca a la cueca. Compañero Salvador Allende!, grita. Presente!, responde el público al unísono. Rodolfo Plaza pide Papá cuéntame otra vez, recuerda “aquel presidente loco que en La Moneda dio la vida”, y evoca un país distante, pero que sigue con los mismos muertos sin funeral.

Todo como una traducción de la inocencia perdida en 1973, como lamenta la dramaturgia de Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz. El documental entrelaza cielo y tierra, relaciona la astronomía en el Atacama con la búsqueda de madres, esposas e hijas por los desaparecidos en el mismo desierto, donde la dictadura arrojó sus cuerpos. Una astrónoma, criada por sus abuelos, ve en las estrellas el mismo espíritu de que fueron hechos sus padres, nunca más encontrados. Los telescopios buscan vida en otros planetas; las llamadas mujeres excavadoras, sepultureras de sus amores pasados, abren la tierra buscando la luz.

Malos augurios tuvo Neruda cuando, en 1969, Allende fue indicado candidato de la Unidad Popular a las presidenciales del año siguiente, en la sede de la Acción Popular Independiente, no lejos de la Embajada de Brasil. Cuando Allende fue elegido candidato de consenso, caminó con los demás dirigentes para unirse al mitín que el Partido Comunista realizaba en aquel momento, el primero de la coalición con un candidato común.

Ninguno de los amigos presentes en el bar de la casa de Isla Negra diría que Neruda “saltaba de entusiasmo” al recibir la noticia por la radio, cuenta Jorge Edwards, ya que el poeta “vislumbraba el futuro con evidente preocupación”. En la misma casa sabría él del suicidio de su amigo Allende, recuerda Jon Lee Anderson en The Dictator, perfil de Pinochet hecho para la New Yorker en 1998. En aquel año, cuando el golpe completaba 25 años, Anderson notó que seguían vivas, sin reconciliación, “dos versiones contrarias sobre la historia de Chile”. Un cuarto de los chilenos reverenciaba Pinochet, que sería “la más rara de las criaturas, un ex-dictador con éxito”.

En septiembre de 2013, el número caería para un 8%, reducción interpretada como efecto de las sucesivas revelaciones sobre las atrocidades del régimen, del reaprendizaje de la democracia, del polémico enriquecimiento de la familia Pinochet. Cuarenta años después, Piñera, que ayudara a financiar la campaña del No para el plebiscito y hablaba de una nueva derecha, haría un rimbombante discurso. Según él, muchos habían sido “cómplices pasivos” de las violaciones a los derechos humanos, entre ellos la prensa y el Poder Judicial.

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Las temporadas se suceden, sin escapar del script, mientras siguen vivas las controversias. La conjura, de Mónica González, detalla los mil días de preparación para el 11 de Septiembre, período en el cual “el sistema político estimulaba las expectativas de sectores históricamente excluidos, mientras el sistema productivo era incapaz de satisfacerlas”, afirma Carlos Peña en el prólogo. Una edición revisada y ampliada del libro fue lanzada el 2013, en un café de Providencia. El mismo municipio gobernado, de 1996 a 2012, por un militar acusado de participación en torturas, con prisión preventiva decretada en el 2014. Era alcalde cuando fue detenido Pinochet en Londres, momento en que determinó la suspensión de la recolección de basura en las embajadas de Reino Unido y España.

El Once fue retratado por Ignacio Camus en El día en que murió Allende. Reconstitución en detalles del último día de muchos personajes, cuenta la sorpresa del ministro de Educación, Edgardo Enríquez (abuelo del candidato presidencial Marco Enríquez), ante la brutalidad con que lo trataron al ser detenido. Uno de los sobrevivientes de aquel día sería el catalán Joan Garcés, ideólogo de Allende, quien le ordenó que dejara el palacio por considerarlo el más apto para contar la historia del período. En Allende y la experiencia de la UP – las armas de la política (de 1976 y relanzado el 2013), Garcés analiza la correlación de fuerzas que llevó a la ruptura, poniendo luces en los debates teóricos al interior del gobierno. Para él, la llamada “vía chilena al socialismo” fue “la experiencia más moderna de revolución anticapitalista”, por tener como características la plena vigencia de la democracia, del Estado de Derecho y de la libertad de expresión, y por condenar la guerra civil como método para solucionar las contradicciones sociales. Fue el abogado Garcés quien, en 1998, dio inicio al juicio que llevaría a la detención de Pinochet, poco después de Jon Lee Anderson escribir su artículo.

El fin de la inocencia traería el choque de generaciones, como fue retratado por Rafael Gumucio en La grabación, basada en la vida de su abuela, que recuerda la época de la “UP” como “muy divertida, de fiesta”, visión de una peculiar cuica de izquierda. Los que nunca pierden, dice la nieta al cobrar de la abuela explicaciones por la catástrofe, como si el presente interrogara al pasado, al sonido de Les amants d’un jour, de Edith Piaf.

Las reminiscencias están en todas las voces, todavía incrédulas. Siguen buscando un final distinto; si no feliz, de compromiso. Muchos intentaron convencer a Allende a aceptar la rendición y el exilio (el avión “después caería”, se oye en la grabación de la conversación entre los golpistas). Cuenta Camus que Allende definió su propio destino, “por respeto al pueblo” y no “por vocación de mártir”. Por no verse en el exilio “pidiendo ayuda para algo que no supe defender o que no estuve dispuesto a defender hasta las últimas consecuencias”. Mostrando una copa de licor y la fina chaqueta, complementaría: “No es que yo no ame la vida, pero entiendo que hay cosas superiores a ella, y si hay un golpe vendrá una etapa muy dura, muy larga, y yo, por mi edad y mis hábitos, no serviría para una resistencia clandestina”.

Nicanor Parra satirizó estos hábitos con un verso: “Presidente! El país está que naufraga, y usted probándose chaquetitas!/ Chaquetitas? Toque! Son de gamuza legítima!”.

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El pueblo, unido, se caga en los partidos, dice un rayado en la fachada de la ex-sede del Senado, al lado de la Embajada. Recuerdo que me pareció raro que, el 2005, el presidente Ricardo Lagos llamara a la gente a evitar actos de violencia en la madrugada del Once, como suele pasar todos los años en las comunas menos ricas de Santiago. Ya en las más ricas, un estudiante de medicina vociferó cuando le pregunté de Allende. La trama sería siempre de difícil comprensión. A mi madre le gustó ver adultos mayores trabajando en el aseo de las calles, “señal de que recibían oportunidades de trabajo”. Ya los funcionarios más viejos de la embajada lamentaban la reforma previsional de 1980 (obra de José Piñera, hermano del presidente), que privatizó la seguridad social y tornó opcional la contribución previsional (volvería a ser obligatoria en 2015). Con bajos salarios, muchos no tuvieron manera de jubilarse.

La lógica privada se aplicaba también a la educación, a la salud, a los servicios públicos en general. La segunda candidatura de Michelle Bachelet impactó al cuestionar expresamente esa lógica, proponiendo las tres reformas estructurales (constitucional, tributaria y educacional). El programa fue recibido con escepticismo por parte de la izquierda, refractaria a los gobiernos de la Concertación (1990-2010). Otro tema de constante debate, como cuestiona Fernando Atría, del equipo de campaña de Bachelet, en Neoliberalismo con rostro humano: la Concertación “administró” el modelo de Pinochet, dándole moderación con más preocupaciones sociales, o hizo poco, siendo apenas parte del triunfo del neoliberalismo en el país?

Para Alfredo Jocelyn-Holt, en la post-dictadura se partió del “avanzar sin transar” al “transar sin parar”, como dice el subtítulo de El Chile perplejo. La Constitución de 1980, pensada para que la minoría de derecha mantuviera el poder de veto después de la redemocratización, creó un sistema de “empate”, de un país incapaz de moverse. En El pacto, Claudio Fuentes afirma que ese sistema fue mantenido con la reforma constitucional de 2005 – que, entre otras medidas, retiró la firma de Pinochet del texto. La nueva redacción habría cristalizado el condominio de poder de las dos coaliciones, bloqueando la posibilidad de nuevas reformas y causando la actual crisis de representatividad.

Tema frecuente en fiestas, cenas, encuentros familiares – los camarines de la obra. Lo que cada uno hizo, después del golpe; cómo se exilió, cómo votó en el plebiscito; las inconclusas discusiones sobre lo que se podría hacer para evitar la tragedia. Para un ex-diputado, la legislatura del principio de los 90 fue su primera y última experiencia, porque el sistema no permitía avances, dijo él, en una cena en la casa de Antonio Skármeta.

Ahí estaban bailarinas, escultoras, artistas varios, con los efectos sonoros de la milonga de Killy Freitas, gaúcho que musicalizara Poeta casamentero, de autoría del anfitrión. Muchos de los presentes eran escépticos sobre la viabilidad de los cambios propuestos por Bachelet. Unos anotarían “AC” en su cédula de votación, en apoyo a la campaña por una Asamblea Constituyente. Otros discordaban de la estrategia de parte de la izquierda, de inclinación anarquista, con la campaña Yo no presto mi voto, defendiendo el boicoteo al sufragio. La segunda vuelta de las elecciones tuvo un 59% de abstención y un 8% de “AC” en las cédulas.

Parra, el antipoeta, parecía suspendido sobre estas polémicas al hacer una relectura de dos cánticos tradicionales. La derecha y la izquierda, unidas, jamás serán vencidas!, porque El pueblo, unido, se va a Estados Unidos!, dijo.

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Reñaca es una pequeña playa cerca de Viña y Valparaíso, exprimida entre el mar y una pendiente. Siluetas de leones marinos daban contorno al atardecer, al lado de una universidad tomada por los alumnos. No al lucro!, decía un cartel en el portón obstruido por sillas y mesas. Volvía al hotel cuando leí en Internet, “manifestantes tentam incendiar Itamaraty”, decía un titular de la prensa brasileña. Aunque habituado a las manifestaciones en Chile, era imposible no recibir con el impacto de un choque tal noticia, aún más dolorosa a la distancia.

En Santiago la comunidad brasileña organizó su propio acto delante de la Embajada, que acompañé junto a otro colega, al principio de la mañana de un gélido sábado. Salí por la puerta lateral y caminé, anónimo, entre los casi trecientos manifestantes, que promovían una reunión pacífica, con carteles que exigían padrón FIFA para todas las obras públicas o hacían pedidos de tregua. “Señor Feliciano, no sea rencoroso”, decía uno, en referencia al presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Minorías de la Cámara de Diputados de Brasil, conocido por sus posiciones contrarias a los homosexuales.

Al diplomático cabe representar al país y atender a ciudadanos y autoridades brasileñas. Senadores, profesores, diputados, académicos, alcaldes, ministros del Superior Tribunal de Justicia e del Supremo Tribunal Federal pasaron por la ciudad. Allá estuvo el entonces gobernador de mi tierra natal, Tarso Genro, que fue recibido en La Moneda por el presidente en ejercicio, Andrés Chadwick, de la UDI. La sala de audiencias, de alto techo y sobria decoración, contenía dos grandes telas, reproducción de fotografías de Luis Poirot. En una de ellas, Allende saluda al pueblo desde un balcón de La Moneda; en la otra, el mismo balcón, destruido por los bombardeos del 11 de Septiembre.

El mismo día estaba en Santiago el profesor Marco Aurélio Garcia, asesor internacional de la Presidencia de la República de Brasil. Contó historias del período en que vivió en Chile, entre ellas el testimonio de la histórica –para muchos, trágica– visita de Fidel Castro al país en 1971. “Asistí con mi esposa al discurso que hizo en el Estadio Nacional, pero salimos antes que acabara, teníamos un recital de Astor Piazzola”, dijo, al invitarme para ver Chile versus Colombia por las eliminatorias del Mundial. Rehusé la invitación, explicando que esta vez yo era el que tenía un concierto, noche de Shostakovich en el Teatro Universidad de Chile. “Busca su Vals n. 2, está en la banda sonora de Ojos bien cerrados, el último de Kubrick”, se despidió el profesor.

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Pocas noches fueron tan tensas cuanto la que inició el cierre del Penal Cordillera, cárcel especial para militares condenados por violaciones a los derechos humanos. Uno de los presos se suicidó antes de la transferencia para otra unidad, causando la indignación de la extrema derecha contra el Presidente Piñera. El drama fue el fondo para la crisis del principal partido conservador, la UDI, que cambió dos veces de candidato a las primarias de la coalición. El primero renunció por noticias de cuentas en Islas Vírgenes, el segundo, por depresión. Se optó, al final, por Evelyn Matthei, aunque luego surgieron videos, en las redes sociales, que la mostraban participando de sit-in por la liberación de Pinochet, delante de la Embajada del Reino Unido, en 1998.

La extrema izquierda, a su vez, se mantenía irreducible en el rechazo de la política de los consensos, en la medida de lo posible, aspectos que marcaron la fase post-dictadura. Fieles a la lógica maximalista, no transigían con el modelo neoliberal, con Chile S/A, como decía un rayado en el barrio Paris-Londres, a pocos metros de un antiguo centro de torturas, hoy museo. “Chile es la Corea del Norte del capitalismo”, decía un analista en la portada de Punto Final.

A pesar de la incredulidad de esos sectores, la campaña insinuaba algunos cambios sensibles, con nueve candidatos y pluralidad de visiones. Además de las dos coaliciones principales, había ambientalistas, empresarios, activistas sociales, profesores. Todos tuvieron voz en los debates de la primera vuelta e igual tiempo en la televisión, aunque el espacio en la prensa haya sido menos proporcional.

La diversidad traducía la ausencia de consenso en diversas áreas. Mientras unos recordaban la expresiva reducción de la pobreza desde el fin de la dictadura (de un 50% para un 15%), otros decían que la mayoría vivía con salario mínimo, mientras que el 0,1% retenía buena parte de la renta nacional. Había quien hablara de los siempre poblados malls y del PIB per capita de casi 19 mil dólares (el más grande de Latinoamérica), pero los funcionarios chilenos de la Embajada se reían (no me avisaron, no sé dónde está mi parte!). Las carreteras son excelentes, el metro mejor que muchos de Europa. Las ciudades son limpias, hay varias estaciones de esquí. Sin embargo, muchos se quejan de los peajes, del poco espacio en el metro, de la falta de áreas verdes en las comunas pobres, de que jamás tendrán plata para esquiar. La percepción de seguridad era alta en el barrio alto, pero los mismos funcionarios se quejaban de que en sus comunas la delincuencia era cada día más fuerte. Un taxista se quejó a un amigo mío, cerca de mi casa, “mire, acá hay más policías que personas, weón, abajo sufrimos nosotros”.

El debate electoral se concentró, en gran parte, en dos temas fundamentales, la desigualdad y la criminalidad. Temas constantemente asediados por el drama subyacente del aniversario del golpe, con los candidatos polemizando sobre diferencias terminológicas – “dictadura” o “gobierno militar”? En los debates, una activista habitacional, que hiciera su proprio vestido, dijo que ninguno de sus adversarios conocía la salud pública, porque nunca la habían usado, por no saber que en la periferia los dentistas usaban la “gotita” (un adhesivo) para literalmente pegar los dientes de los pacientes. Como diría “Pato” Fernández en el lanzamiento de un libro, no se puede negar que la economía creció y produjo mucho en los últimos años, la cuestión era discutir cómo los beneficios estaban siendo divididos entre los ciudadanos.

En medio de todo esto, se haría el estreno de la nueva película de Stefan Kramer, Ciudadano Kramer, un toque burlesco a la tragedia. En la película, parodia del escenario político, el protagonista hace imitaciones de Piñera, políticos y periodistas, muchos presentes en el estreno. Era lo que comentábamos en las mesas del Torres, restorán más antiguo del país, cerca de la Embajada. En sus paredes de madera son exhibidas fotos de todos los presidentes chilenos – con la excepción de Pinochet.

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“Vinieron para conocer la próxima presidenta de Chile?”, preguntó el funcionario de TVN, al conducirnos a la platea de El Informante, programa de la televisión estatal. Michelle Bachelet entró en el estudio con pasos cortos y serenos, saludando a todos de manera simpática. Habló de una nueva Constitución, de un nuevo sistema educacional, de nuevos parámetros de impuestos a las empresas – el país tenía hasta entonces una de más bajas tasas fiscales del mundo. Su programa de gobierno propondría la creación de una administradora pública de fondos de pensiones, pues sólo existían privadas; una reforma laboral, garantizando el derecho a la huelga y a la sindicalización, pues el patrón podía hacer el despido inmediato de un trabajador en paro; cambios en la ley del aborto, para permitirlo en casos de violación; y en la política externa, daría prioridad a Sudamérica.

Una buena parte de los votantes se mantenía escéptica respecto de las promesas de la candidata, indicando el llamado malestar chileno. Encuestas mostraban que los ciudadanos estaban felices consigo propios, pero poco confiaban en los demás o en las instituciones. En El malestar de Chile, Oppliger y Guzmán cuestionan, bajo una mirada conservadora, si tal percepción era correcta, si existía realmente una confluencia real de hechos que justificaba sostener que las personas estaban pidiendo un cambio radical en los modelos económico y político. Para ellos, se trataba de una visión “ideológica”. Cuestionada sobre el tema, Bachelet afirmó que parte del malestar era un reflejo de la crisis de representatividad de la clase política y de las instituciones, por el país encontrarse en “una encrucijada para mejorar la igualdad y la justicia social”, según declaró más tarde.

Una de sus propuestas más ambiciosas era la alteración del sistema electoral, el fin del “binominal”, favorable a las dos coaliciones, especialmente a la derecha (la reforma fue aprobada finalmente en enero de 2015). Bachelet también proponía la revisión del rol de los municipios en la educación, como parte de la redistribución de competencias iniciada por la dictadura, que veía en la acción política la causa de la polarización que llevó a la ruptura de 1973.

La alcaldización de la política –título de una obra de Verónica Zárate– limitó la participación a pocos temas, principalmente “del cotidiano” (como limpieza urbana), con el objetivo de contener el debate democrático, lo que resultó en la pérdida de la perspectiva global por los ciudadanos, así como en la desconexión de los partidos con sus bases sociales. La limitación de las competencias municipales fue mencionada por la Alcaldesa de Santiago-Centro, Carolina Tohá, en reunión con alcaldes brasileños, de la región serrana de Rio Grande do Sul. Carolina es hija de José Tohá, ex-ministro de Allende enviado a Isla Dawson y asesinado, en 1974, en un hospital militar.

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Todavía hace frío en el invierno chileno. La sala oscura del GAM es iluminada por una guitarra, por un violín que, suavemente acariciados, recuerdan la melodía de La partida. Nostalgia del tiempo de la inocencia, del arreglo musical súbitamente roto por la ruidosa entrada del elenco en escena. Decenas de actores y actrices bajan las escaleras, por ambos costados, bailan, aplauden, tamborines y panderetas, cantan felices acompañados por el público, mi canto es un canto libre que se quiere regalar, mi canto es una paloma que vuela para encontrar… 

Es el musical Víctor sin Víctor Jara, es la noche de 15 de septiembre, a cuarenta años de la muerte del cantautor. Él reaparece como joven, como mujer, como desaparecido. El coro deja el escenario en dirección a la Alameda, empuñando velas y celebrando su vida, pues el canto tiene sentido, cuando palpita en las venas, del que morirá cantando, las verdades verdaderas. En el escenario, un actor con familiares desaparecidos. Meses antes la Justicia determinara la prisión de seis oficiales investigados por el crimen. “Vea mis manos, las aplastaron para que yo nunca más toque mi guitarra”, dijo Jara a un compañero de celda, horas antes de morir. “Oh, por Dios, eso es como matar a un ruiseñor!”, habría declarado Neruda al saber de su muerte. 

El golpe causaría una fractura social de más de un siglo, profetizó Carlos Prats, antecesor de Pinochet asesinado por la DINA. Dos diputados de la UDI protestan contra un minuto de silencio en homenaje a Allende, “el cobarde que se suicidó”, dice uno. Las exhumaciones de Allende y Neruda son repetidas. En el Cementerio General, el mausoleo del ex-presidente no está tan lejos del de Jara, pero muy cerca de los del Ejército y de Jaime Guzmán, mientras más de mil guitarristas tocan delante de las arcadas, en fines de septiembre, en Mil guitarras para Víctor Jara. En la embajada, dos viejos funcionarios: una se declara pinochetista; otro cuenta de su fuga a Argentina después del golpe. En Chile vs. Uruguay, por las clasificatorias del Mundial, una tribuna –mantenida en su estado original, tal como estaba en 1973- recuerda a los muertos y torturados.

El Clarín, símbolo de la izquierda pre-73, vuelve en edición especial, con el eslogan adoptado por el Clinicsiempre junto al pueblo. La Avenida Once de Septiembre vuelve a llamarse Nueva Providencia. Miguel Littín empieza el rodaje de Allende en su laberinto. Un septuagenario brasilero, ex-sindicalista exiliado y expulsado del país en 73, viaja a Chile por invitación del Museo de la Memoria y no lo dejan ingresar al país, por estar todavía pendiente su viejo decreto de expulsión. El sitio web de relaciones extraconyugales Ashley Madison pregunta a las chilenas: a quién elegiría para un affaire, Allende o Pinochet? Qué pensarían ellos al verse impresos en un cartal outdoor, camino del aeropuerto, con el mensaje de la encuesta (Unidos por la Infidelidad)? Allende ganaría con un 67%, larga ventaja en esta rara revancha.

Bachelet gana las elecciones. Las líderes estudiantiles Camila Vallejo e Karol Kariola, antes contrarias a cualquier acuerdo, se eligen diputadas por el Partido Comunista, que vuelve a integrar una coalición de gobierno – después de cuarenta años. La senadora Isabel Allende pasa a presidir el Senado, como hiciera su padre. En la Embajada, el análisis pone foco en la composición del nuevo Congreso, que determinará los rumbos del país, la viabilidad de las reformas. “Que tengamos una nueva Constitución! Nascida en democracia, que asegure más derechos, que garantice que en el futuro la mayoría nunca más será acallada por una minoría!”, declara Bachelet en el discurso de la victoria, en plena Alameda.

Volvemos a los estudios de TVN para el especial sobre las elecciones. En el cocktail previo, el mismo funcionario hace una señal con la cabeza, recordando su pronóstico. La pareja de presentadores irrumpe al sonido de Wake Up, de Arcade Fire, e invita al debate a los cerca de treinta invitados – candidatos, congresistas, alcaldes, académicos, líderes estudiantiles, de movimientos sociales. Un columnista teme, alerta que el nuevo gobierno buscará el socialismo, como hizo Allende! Muchos se ríen.

Días después, poco antes de Navidad, somos los únicos extranjeros en un cumpleaños. “Este es mi primo”, indica el anfitrión, “fue de Patria y Libertad”. El primo confirma, “pero era muy joven, después del golpe me torné hippie y me fui a Brasil”. Otro recuerda a una invitada, “su abuelo fue un insigne fascista”. “Pero no apoyó el golpe!”, contesta ella. La más vivida de las parejas se viste a la antigua, ella poco habla, él hizo carrera en Naciones Unidas. La esposa, en lo que parece ser su rol, insiste para que él cuente. Que fue emisario de la UP en el conteo de votos en la elección de 1970 en La Moneda. “Llamé a Allende, le dije que parecíamos tener ventaja, pero estaba difícil, él me dijo algo que nunca olvidaré: ‘Compañero, su misión es asegurar nuestra victoria!’. Evitado cualquier fraude, le llamé otra vez con la más grande alegría de mi vida!”, dijo con emoción.

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Los griegos creían salir purificados del teatro, después de ser testigos del sufrimiento del protagonista. Con él se identificaban, en él reconocían la existencia del destino trágico, del que tampoco podrían escapar. Consciente de su rol, Allende discute con su hija. Critica a todos, idealiza salidas que superen a la ineluctable desventura humana, la triste lucha contra la fuerza que impide al hombre librarse de su mortalidad. 

Allende capitula. Sucumbe al choque de elementos inconciliables: la peripecia de la acción que genera resultado opuesto al que pretendía; la ironía del destino, del héroe que ve su plan frustrado. Acepta y confiesa sus errores, buscando su redención. Agradece al pueblo por la lealtad y confianza en “un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo”.

Llora Allende. Llora su hija, que pronto se suicidará en La Habana. Llora su compañera, cuyo hijo desaparecerá en algunas horas por siempre. Lloramos todos, sabiendo que la tragedia trillará un largo camino hasta la catarsis, en largos ciclos de compasión y terror. Sucesivos ciclos de duda: habrá él cometido el pecado del orgullo y de la vanidad, error fatal merecedor de tal castigo?   

Coro enmudecido, esperamos, cuatro décadas después, el golpe de teatro, el imprevisto que cambie la trama, que equilibre la lucha que impregna el tiempo. No huye Allende, no rehúsa el sacrificio para el cual tanto ensayó. Como héroe trágico, sabe que es culpable-inocente, cree haber buscado el bien. La tensión lleva a la transformación repentina del personaje, que adopta, durante el soliloquio final, postura de mártir corifeo, consciente del efecto que causará en el público por años, largos años. Se despide. “Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo”.

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El verano ilumina la ciudad, acelera el deshielo del tiempo. Trae año nuevo, trae la Paloma, que nace días después. Tenemos el equipaje listo, una vez más. El agradecimiento a los colegas de la Embajada, el honor del almuerzo ofrecido por el Embajador. Amigos que se quedan, que llegan, amigos que envidio por los encantos y contradicciones que aún van a sentir. De lo que presencié no hago crítica, por amor al oficio, por respeto a los matices. Que la tragedia sea género en desuso, que las chilenas y chilenos puedan superar sus traumas cuanto antes. Encuestas decían que ellos poco confiaban en los demás, o en las instituciones. Un comercial de café invitaba a que fuesen más alegres, más brasileros, más “brachilenos”. Tal vez la catarsis ayude, no sé. Yo por mi parte sólo tengo que agradecer. La pasé la raja, weón!

Creía estar listo para nuevas partidas, después de dejar Bissau. Era mucho más que eso, sin embargo. Me despedía de mí mismo, de la versión más joven de aquel 2005, que llegara con una mochila y salía, diez años después, con una paloma. Decía adiós al país donde me hice sudamericano, diplomático, padre. Brachileno. Contemplamos la casa vacía, libre para que una próxima compañía teatral idealice su propia mímesis. Le doy vuelta a la llave, como quien cierra un cajón de recuerdos, sabedor de que serán otros, cuando les revisite. Quiero guardar el color de las lavandas, el olor de la mañana que me traen los Andes. Traducirle, a ella que no todavía no tiene ideas, la grandiosidad del paisaje, del cóndor que vuela en nuestra última foto, en sereno vislumbre de todo el escenario.

Panorama que empieza a delinearse desde la ventana del avión. Chile, el Atacama, la Patagonia. Los tantos senderos de un lado a otro de la montaña, los tantos poemas que ahora dan vida y sentido al mapa. Que se pone más nítido mientras Santiago se distancia, distancia, distancia, hasta que el avión hace la curva a la izquierda y cruza, para siempre, la Cordillera. Controlo el llanto, nada escucho. Ya no hago diferencia de los látigos del corazón, si son míos o de la niña que duerme calentada en mi pecho. Laten al compaso del tamborín de La Partida, al puntear del onírico charango que nos lleva para lejos. Miro hacia atrás, veo Santiago, veo las épocas y versiones que se entrelazan mientras rompemos la cuarta pared, la imaginaria pared que separa el escenario de la platea.

Eduardo Brigidi de Mello nació en Porto Alegre, Brasil, en 1980. Es bachiller en Derecho y Magíster en Ciencia Política, de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul. Ingresó en la carrera diplomática en 2008, habiendo servido en las embajadas de Brasil en Guinea-Bissau (2010-2012) y Chile (2012-2014). Actualmente trabaja en la División de Seguridad y Paz de la Cancillería brasileña. Es autor del libro de crónicas “Brisas de Bissau” (Pragmatha, 2015).