Por Cristóbal Hasbún

Las horas inmediatamente posteriores al término de una competencia deportiva son de un apacible relajo, donde el deportista disfruta de la presencia de su cuerpo, el vigor de la musculatura, la profundidad de la respiración y la sensación de que todo movimiento es a la vez más fuerte y ligero. Así se sentía Arley mientras caminaba por el hotel en Anheim, una pequeña ciudad en las afueras de California.

Tanto los botones del hotel como la mujer que atendía en la recepción y dos de las camareras lo felicitaron en español con una amable sonrisa; esa mañana había ganado tres títulos mundiales en levantamiento de pesas y a sus veintitrés años entusiasmaba al equipo olímpico, quienes ya lo consideraban uno de los mayores prospectos del deporte nacional.

― Lo felicito, señor ―le dijo una joven mulata, encantadora y coqueta, desde la recepción― ya me imagino que el equipo de Cuba debe estar muy contento.

― Gracias mi chica, pero mira que el mío es el equipo chileno.

El entrenador del equipo olímpico estaba sentado sobre un sofá del espacioso salón de entrada, con una joven mujer a su lado, la que tenía un computador portátil en su falda y una grabadora en la esquina de la mesa. Los periodistas que se habían acercado al hotel del equipo chileno no sólo preguntaban por el triunfo en la competencia, sino por la primicia que pocos sabían; el pesista estelar de la delegación chilena era un cubano que había huido de la isla. Una vez que la entrevistadora llegó a ese tema, el entrenador desvió la mirada con desatención y hastío e hizo un saludo a Arley.

Mientras, el deportista estaba sentado en el sector opuesto del salón. La video llamada no había funcionado desde su computador portátil y la situación estaba comenzando a molestarlo. No había podido hablar con Claudia en todo el día, su guajira querida que se había quedado en la isla esperanzada y dolida, esperando poder salir al continente. Después de intentar varias veces pensó que se trataba de un problema con la conexión a internet y decidió subir a su pieza, donde recordaba haber visto un teléfono de línea. Desde ahí podría llamar a Claudia a la casa de sus padres.

En el momento en que ingresaba su tarjeta en la puerta esperando la luz verde para entrar oyó el teléfono sonar. Entró agitadamente y fue a contestarlo, era su padre.

―  Sí, papá. ¿Cómo está usted?

― Así es papá, gracias mi viejo, sí, claro, muchas gracias viejito. Sí, 203 kilos papá, una locura, ¿verdad? Fallé los 221, así es, no los había entrenado, pero mira que nunca se sabe.

Mientras su padre le hablaba al teléfono Arley movía el casquillo del cierre de su polerón, que estaba atascado en la mitad. Con la cabeza inclinada apoyaba el teléfono, mientras con las dos manos intentaba desenganchar el cierre. Su padre le seguía hablando, cada vez con un tono más firme y seco, hasta que dejó de lado el casquillo y tomó el teléfono con la mano derecha.

― ¡Ya veré qué hago viejo, ya veré! Mira que no tenía otra forma, ¿eh? Yo no sé si tú sabe cuánto de mis amigo del deporte han salio de la isla, ¿qué no sabe? ¡Ninguno!

― Pero si no había otra manera, coño, que yo le había dicho que no había otra. Sí, que ya lo sé. Qué ya lo sé le digo, voy a hablar con ella, sí, con mamá también…

― Yo no he querido darles pena ¿eh?, yo no tengo nada que ver con lo que la gente esté diciendo, que soy un vendío y que no sé qué carajo más. Usté sabe bien que a mí me gusta hacer esto y que allá a ni un piquete le importaba, papá, allá me tenían entrenando con saco de arena en la playa, coño.

Mientras hablaba se dio cuenta que estaba levantando la voz, y vio en el reloj despertador que se estaba haciendo tarde para llamar a Claudia.

― Sí, hay gente mala onda viejo, pero son pocos. Hay gente que dice que me vaya, que yo voy a seguir siendo siempre cubano, pero yo les digo que vayan a buscar el jodido medallero y vean qué país sale escrito. Sí, me quitaron la medalla en los juegos pasados, pero ahora sí está bien. A tirar pa’ arriba no má, así dicen acá, viejo. No, aguanta, aguanta. Ya, está bien, bueno.

Cuando terminó de hablar se dio cuenta que el ondulado cable del teléfono estaba enredado. Se secó la humedad de la frente, colgó el artefacto y se preguntó hace cuánto no veía uno de esos.