Los invitamos a leer un nuevo cuento del escritor Fabián Cortez, inspirado en la ciencia ficción.

Empleado peligroso

(Fabián Cortez)

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la Ley de Registro de propiedad Intelectual (Ley 17.336) – 308332

Era Julio del 2050 y escalofríos le recorrieron la espalda a Moise Beltré cuando escuchó su nombre por los altavoces. Las miradas de sus colegas se volvieron hacia él como si de un sentenciado a muerte se tratase. Lo observaron pasar frente a ellos con la mirada perdida y ese andar pausado, cabizbajo. Ser nombrado a través de los megáfonos en esta compañía tenía dos posibles interpretaciones: una promoción a otra área de mayor jerarquía o por el contrario, ser notificado del término del contrato con todo lo que ello implicaba.

Meditó en que las cosas no habían marchado bien para él en el último tiempo. Sus jornadas marcadas por la presión del trabajo y su oficio que se encaminaba paulatinamente a la extinción, como tantos otros que, debido a la modernidad, ya no tenían cabida en el incipiente modelo económico que regía a la sociedad, dándole cada vez más espacio a las máquinas en desmedro de la mano de obra humana –¡Malditas máquinas! –repetía en su fuero interno al ver que se habían vuelto una amenaza para tipos como él que no sabían hacer otra cosa.

En el último tiempo, la cuestión económica golpeó fuerte a la empresa de transporte de pasajeros en la que se desempeñaba. Sumado a esto vino el cambio de administración. Un consorcio coreano compró la compañía y aplicó algo denominado “reingeniería” en sus procesos productivos, concepto que él no dominaba. Lo único claro fue que la amenaza del desempleo era latente porque le gustara o no, las máquinas se habían instalado en la sociedad moderna.

Moise, que bordeaba ya los cincuenta y seis años, acudió al llamado con infinidad de suposiciones en la cabeza, todas tenían que ver con su temor a ser reemplazado por un robot –¡¿Qué pueden hacer ellos que no pueda yo?! –Insistía en su interior, tratando de convencerse de ello. Su aspecto demacrado por el exceso de trabajo evidenciaba el cansancio y el desvelo, noches enteras que sacrificaba para lograr la cuota de producción que cada vez era más y más exigente, tratando de justificar su permanencia. Todo esto producto del modelo de negocios impuesto por los orientales. Por otro lado, había que pagar cuentas y el dinero era escaso.

El camino a la oficina del supervisor parecía interminable y mientras acortaba la distancia, se le formaba un nudo en la garganta por la angustia. Una vez allí, se paró frente a la puerta. Parecía una hoja de madera como cualquier otra, sin embargo, no era así. Conducía a ese lugar al que ninguno de los operarios negros de la planta quería ir. Porque cruzar aquel umbral podría significar el comienzo del fin.
Quiso anunciar su llegada y se dio cuenta de que sus manos estaban sucias por efecto del caucho y el polvo de los neumáticos. Las frotó en su overol en un intento fallido por no manchar el impecable tono blanco de la madera, inevitablemente dejó la marca de sus nudillos en ella.

-¡Adelante! -Se escuchó desde el interior con tono autoritario.

Una vez dentro comprobó que se trataba de una estancia reducida, quizás demasiado para contener al obeso que tenía al frente. Un sujeto desaliñado, cuya camisa no lograba sujetar su volumen de grasa y temió que los botones se transformaran en proyectiles.

Lo recibió con gesto parco.

-Toma asiento.

Su overol estaba sucio y por ello permaneció de pie.

Sintió que se enfrentaba a un juicio, estaba nervioso y la incertidumbre le carcomía las entrañas. A espaldas del jefe había un afiche que mostraba al nuevo modelo de androide RK101 y cuyo eslogan ponía énfasis en su “eficiencia” y se lo presentaba como la “revolución en el nuevo modelo de negocios”.

-¿Para qué soy bueno, señor Mayer?

-Toma asiento, por favor -insistió señalándole el sitial con la mano.

No tuvo más remedio que ensuciar el tapiz de la silla.

-La reingeniería nos ha alcanzado, Moise, inevitablemente. Los capitalistas buscan eficiencia y esta llega con los androides que doblan su productividad, como mínimo, cada cuatro años, mientras que las personas lo hacen cada diez. Estamos en la “Cuarta Revolución Industrial”, o más bien llamada “Revolución Robótica” y con ella llegaron para quedarse los ya conocidos RK101 de Maindroid, esa firma coreana que es parte del consorcio al que pertenecemos. Tú ya sabes que los androides participan en prácticamente todos los ámbitos del quehacer humano y nosotros no somos la excepción, era cuestión de tiempo para que ello ocurriera…

-¡Vaya al grano, jefe…! Por favor -suplicó.

Aquella verborrea fue agobiante para él. Un tipo simple, directo que no gustaba de los rodeos. El otro alzó las cejas. Fue evidente que aquella interrupción no le agradó y menos viniendo de un negro.

-Es difícil explicarte esto. Eres un buen empleado, respetuoso y puntual. Tu desempeño ha sido sobresaliente en cuanto a la producción….

La angustia era inaguantable para Moise, aunque no era difícil de decodificar ese largo preámbulo. Volvió a mirar el afiche y la imagen del androide pareció cobrar vida. Tuvo la impresión de que se jactaba de sus virtudes, opacándolo.

-¿Significa que me va a despedir? ¡¿Me va a reemplazar por una de esas máquinas?! -refutó señalándole el afiche.

El otro exhaló una bocanada de aire. Se le notaba en el rostro que no le era fácil dar a conocer aquella noticia porque en el fondo temía que él mismo sufriera similares consecuencias en un futuro quizás no muy lejano. El índice de desempleo se había elevado a las nubes en el último año.

-No es algo personal, Moise, se trata de números. Estamos sufriendo una reestructuración. Se vienen nuevos desafíos, la compañía ha hecho una fuerte inversión para potenciar la producción y tu cargo…, bueno, no está considerado en la nueva estructura organizacional.

Si bien las palabras fueron pronunciadas con cierta dificultad, como si pesaran toneladas, Moise las recibió como si fuesen un garrotazo directo a su pecho, al punto que se reclinó sobre el respaldo de la silla y su expresión se tornó abatida. Fueron argumentos razonables, pero solo significaban una cosa: cesantía.

-Queremos agradecer tus años de servicio y tengo aquí en mi Pad los documentos que certifican el pago de tu seguro médico y en cuanto pongas tu firma electrónica se te transferirá a tu cuenta la indemnización correspondiente. -Se apresuró en explicar, como si aquello paliara en parte la desafortunada noticia-. Si revisas los documentos podrás ver que todo está en regla…

La voz de su interlocutor se volvió un eco distante. Sus ojos se centraron nuevamente ese afiche. Su expresión se endureció. Apretó los dientes y llevó al límite de su aguante los maxilares que daba cuenta de la rabia contenida.

-¡¡Máquina de mierda!! -meditó en su fuero interno.

Por su parte, Oscar transfirió los documentos al dispositivo personal de Moise. Este los observó, pero sin verdadero interés, eran demasiados caracteres y él no era un sujeto dado a la lectura, además la redacción le resultaba incomprensible. Lo único que sí sabía, era que sus jornadas se volverían aún peores de ahora en adelante.

-Debes poner tu firma electrónica. Luego tienes que entregar la tarjeta de identificación y retirar tus pertenencias del módulo de trabajo. A partir de este momento quedas libre de tus responsabilidades en esta compañía. Puedes despedirte de tus colegas. Tómate tu tiempo, no hay problema. Tú ya conoces el protocolo.

-Necesito el trabajo, don Oscar… -musitó-, usted sabe que la vida no es fácil para un inmigrante.

Su mirada tenía una dosis de súplica que no logró enternecer del todo el corazón de su interlocutor.

-Lo siento. La decisión ya está tomada y no es negociable. No lo hagas más difícil de lo que ya es.

Minutos más tarde, Moise reunía sus pertenencias bajo el atento escrutinio del encargado de seguridad, claro porque el sujeto tenía que asegurarse de que no se llevara consigo propiedad de la compañía. Entre sus cosas había un galvano que obtuvo por ser el mejor empleado algunos años atrás. Sus ojos se anegaron por la emoción de aquellos recuerdos. Una vez guardados sus enseres en un bolso y tras despojarse del overol, echó una mirada a su alrededor, quizás para retener en su memoria el último vistazo de ese sitio donde entregó el sudor de su frente durante tres décadas. No hubo discursos de despedida ni reconocimiento a esa labor, solo estaban ahí los neumáticos y también las máquinas, fieles compañeros de labores. Ahora silenciosas.

Inspiró profundamente saturando sus pulmones de ese aire enviciado por el olor a caucho. ¡Cómo extrañaría este lugar!

Fue en ese instante que algo llamó su atención. Cruzando el enrejado divisorio entre módulos, una grúa horquilla descargaba un contenedor rectangular con el logo de Maindroid impreso en él. Una triada de técnicos especialistas en robótica, se apresuraron a quitar los seguros del recipiente y abrirlo. Pudo divisar en su interior la tan anunciada versión 2.0 del RK101. Ese modelo de androide que venía reemplazando humanos desde hace ya un lustro. Lo invadió la misma sensación que a Woody, aquel vaquero de juguete cuando vio llegar por primera vez a “Buzz lightyear”.

Se distrajo observando cómo lo conectaban a la red eléctrica, seguramente para cargar sus baterías y a través de una plataforma Li-Fi de alta velocidad descargaban quizás su sistema operativo y los protocolos y aplicaciones que necesitaría para funcionar.

Pudo darse cuenta de que era antropomorfo e intuyó que su aspecto tenía como fin evitar el impacto psicológico en los otros empleados. Era más fácil aceptar una máquina con forma humana que un montón de fierros y cables moviéndose de aquí para allá, según le escuchó decir alguna vez a un psicólogo empresarial de la IFR (International Federation of Robotics). Estos mismos especialistas los habían catalogado como “funcionarios robóticos”, implementando en ellos ciertas rutinas de comportamiento para una adecuada interacción con las personas. Según esa entidad: los robots aumentaban la productividad y la competitividad, que el futuro serían los robots y los seres humanos trabajando juntos y finalmente que las empresas tenían que centrarse en capacitar a los trabajadores para que contribuyeran al impacto positivo de los robots.

-¡¡Pura mierda!! -pensó al recordar que nunca vio materializarse esas premisas en esta corporación. Lo único claro fue que verlo ahí, “indiferente”, lo enardeció a más no poder. Atribuyéndole inconscientemente al autómata emociones que obviamente no poseía- ¡¡Malditas máquinas!! -exclamó a viva voz al recordar a los colegas que fueron reemplazados por ellas. Androides diseñados para ejecutar las mismas tareas, pero supuestamente con mayor eficiencia porque no reclamaban y no exigían mejores beneficios. Para colmo de males, podían ser reprogramados para realizar otras funciones, recordó que jamás le aprobaron sus solicitudes de capacitación para llevar a cabo otras responsabilidades con un mejor sueldo- ¡¡Malditos androides!! -Le gritó desde la distancia y lo amenazó con la mano empuñada, mientras el guardia se esmeraba en encaminarlo a la salida. No obstante, se le escabulló de las manos y corrió hacia los paneles de alto voltaje. Se había familiarizado con ellos. Programó la distribución de la energía y con solo presionar un botón provocó un golpe de elevada corriente en los enchufes donde estaba conectado el robot. La descarga eléctrica fundió los tomacorrientes y los chispazos espantaron a los técnicos y al personal apostado en los alrededores.

Oscar, por su parte, arribó al lugar al enterarse del incidente. Dio instrucciones de expulsar a Moise amenazándolo de posibles acciones legales en su contra y que los daños al androide le serían descontados de su indemnización.

En ese preciso instante, el robot, giró su cabeza. Sus fotorreceptores enfocaron a Moise ampliando la imagen del hombre y que grabó a su vez en video de alta resolución y procesó también el audio. No logró identificar el sinnúmero de epítetos que el humano le propinaba en una mezcla de español y creolé. De inmediato hurgó en sus archivos, pero no encontró información del sujeto en sus bancos de memoria. Enseguida ejecutó una rutina de comandos que configuraron el hardware al interior de su endoesqueleto, entre ellos un codificador de Light Fidelity que lo enlazó con la red informática de la compañía descargando mediante ondas de luz la ficha de este empleado.

Ya de vuelta en su departamento allá en “la petit Haiti”, así llamaban a Quilicura por la cantidad de haitianos, Moise se encontraba sentado en el balcón de su ventana. Desde ahí podía observar la panorámica de la Cordillera de Los Andes en lontananza. Cerró los ojos y se remontó treinta y dos años en el pasado, cuando arribó a Chile luego del terremoto del 2010 en Puerto Príncipe, tragedia en la que perdió a su familia. Sus ojos se anegaron y las lágrimas no se hicieron esperar, deslizándose por sus prietas mejillas. Recordó también que la desdicha se vino con él en el avión porque acá no fueron días felices. Tenía veintisiete años aquel 2018 cuando pisó territorio chileno y amargamente descubrió que la principal barrera para un haitiano en Chile no era la lengua, sino más bien el color de su piel, a partir de ello, el idioma se tornó también en un obstáculo.

Igual que la mayoría de sus congéneres solo tuvo opción de postular a puestos abocados principalmente al área de los servicios domésticos, de la construcción y del aseo, y que se habían consolidado como un modelo de esclavitud contemporánea en un país que sufría de miedo a la pobreza. Esos oficios menores le valieron el rechazo de los locales debido a que reunía esos elementos que lo marginaban: ser negro y pobre. Con el transcurrir del tiempo le llegó al fin la oportunidad que estaba esperando, trabajar en un taller mecánico de barrio y en el oficio que él conocía: la vulcanización de neumáticos. Habilidad que había heredado de su padre. Desempeñó tan bien su labor que recibió una oferta de empleo de una importante empresa de transporte de pasajeros que recorría todo el país. Fue en ella que pasó sus últimos años y a pesar de su continuidad y del arduo trabajo, el trato no cambió mucho y tampoco la segregación.

La rabia, la frustración y la amargura, acumulados en años, mutaron en ira y hostilidad hacia las máquinas. Insensibles, una y otra vez le fueron quitando oportunidades a él y a los suyos y, en este caso, Moise determinó que ese androide, esa “máquina de mierda” que ahora ocupaba su puesto, era el culpable de sus males y él tenía que hacer algo al respecto. Un impulso nacido de lo más adentro de su ser lo llevó a tomar esa drástica decisión.

-¡¡Destruiré ese maldito artefacto!! -profirió golpeando la baranda del balcón- ¡y así recuperaré mi empleo! -agregó. Se le notaba seguro de ello y la rabia, agudizada por la impotencia, lo indujo a volver a la empresa esa misma noche.

Sabía cómo ingresar a la planta y estaba familiarizado con los turnos de los guardias y sus rondas. Solo dos de ellos deambulaban por los alrededores. Cruzó raudo el patio de estacionamiento. Se asemejaba a una pantera al asecho valiéndose de la penumbra y serpenteando entre los buses aparcados en sus andenes, hasta que arribó al módulo de vulcanización. Ese era su espacio y donde él era “amo y señor”. Ahí estaba el RK101, en una posición similar a la de Bleschmann, es decir, con los muslos y piernas dobladas. Tenía el número cinco en su tórax, claro porque era el quinto androide que se sumaba a las labores de la compañía. Lo consideró un intruso, un invasor. No pudo contener su rabia y por ello, su primera reacción fue la de coger una llave inglesa cuyo peso lo consideró apropiado para destrozarle el cráneo. La alzó con ambas manos por encima de su cabeza tomando el impulso necesario para descargar su furia sobre la carcasa plástica que hacía las veces de mollera. Sería fácil hacer añicos el procesador neuronal e inutilizarlo, sin embargo, algo en su interior lo detuvo.

–¡No soy un asesino! -exclamó, aunque el androide no estaba vivo, era una máquina que imitaba a un humano, no tenía emociones y tampoco alma. No podría llamarlo un crimen, más bien sería un acto de sabotaje a la compañía y aunque estuvo tentado de ello, recapacitó- ¡No! -prorrumpió dejando caer la herramienta-, sería demasiado evidente -agregó-. Tengo algo mejor para ti. Ya lo verás. Pero “tiene que parecer un accidente…” ¡Sí!, nadie puede saber que fui yo el responsable -asintió con la cabeza validando sus propios dichos. Lo miró con desaire. Aparentemente no estaba operativo aun o quizás lo tenían en el modo de Stan by lo supuso al ver la luz amarilla que titilaba en su frente y era la única señal de que estaba funcionando. Acercó su rostro para quedar cara a cara con el autómata. Tuvo la impresión de estar hablándole a un automóvil de lujo porque eso le costó a la compañía incorporarlo en su línea de producción-. Me quistaste mi puesto, pero no por mucho tiempo. Te lo aseguro -profirió con sorna.

Le echó un ojo a la desmontadora hidráulica de neumáticos y una maquiavélica idea se urdió en su cabeza. Él sabía que su motor era lo suficientemente poderoso como para partir en dos a este engendro cibernético. La cuestión era cómo hacer para que el autómata se metiera en ella y poder así concretar su acto malicioso, sin que despertara sospechas. Estaba en esa disyuntiva y no se percató de que el androide lo estaba enfocando con sus lentes y seguía cada uno de sus movimientos. Lo había grabado desde el momento en que arribó al área de vulcanización. Analizó el audio de manera virtual e interpretó cada palabra pronunciada por Moise, tanto en el incidente de las horas previas, como en aquello que el humano estaba realizando ahora. En millonésimas de segundo emitió un diagnóstico: “empleado peligroso”. De inmediato su visor frontal, esa luz que parpadeaba, ahora se tornó fija y cambió del amarillo a un púrpura intenso. Los dispositivos hidráulicos que movían sus piernas se activaron y el androide se irguió en actitud amenazante. Otro protocolo interior lo motivó a ejecutar una rutina de revisión de sus sistemas. Como si estuviese verificando con qué contaba. Movió sus brazos, sus piernas, su cabeza y su torso. Tenía absoluta autonomía y completo control de sí mismo.

-¡Máquinas de mierda! ¡Empleado peligroso! ¡Destruiré ese maldito artefacto! -repitió por su altavoz. El tono se escuchó agudo, como si viniera saliendo del auricular de un teléfono de disco- ¡Empleado peligroso! ¡Destruiré ese maldito artefacto! ¡Tiene que parecer un accidente!

Las cosas no habían salido como Moise las había planeado.

Se quedó paralizado e indefenso.

Él sabía que el androide no estaba influenciado por temas éticos y menos sentimentales. Era solo una máquina, sin embargo, ignoraba que el instinto más básico movió al robot a defender su existencia, porque era consciente de ella y la lógica de su razonamiento lo llevó concluir que era necesario eliminar todo tipo de amenazas sin importar de dónde provinieran.

El robot avanzó hacia él.

Eran ochocientos kilos de aleación, plástico y cables que ganaron velocidad y cuyos pasos hicieron el suficiente estruendo como para que Moise se estremeciera aterrado.

El autómata pasó junto a él y se alejó de la planta perdiéndose en las sombras de la noche dejando al hombre sumido en estertores y aún sin entender por qué seguía vivo.

“Androide fuera de control sería el responsable de la seguidilla de destrozos en la capital”. Titular del periódico que dejó perplejo a Moise en días posteriores. Se enteró de que su escape finalizó abruptamente al ser embestido por un carro del Metro. Aunque lo más impactante para él fue la fotografía de portada. En ella se podía observar al robot extendiendo su brazo hacia los curiosos, como si implorara auxilio.

¡Touché! -fue su único comentario.