por Eduardo Contreras Villablanca/ Letras de Chile
Esta novela fantástica y distópica de Simón Ergas, evoca la atmósfera y los recursos de El proceso, de Kafka. El autor nos zambulle en una historia onírica, que a ratos toma tintes de pesadilla, en el entorno de una sequía brutal, en la que los peces gordos hasta han propuesto prohibir llorar, ya que “no podemos permitir que los cuerpos pierdan toda esa agua”.
El personaje central es el “suedor” A. Prieto. En este mundo de Ergas, las personas “integradas” se han transformado en “sujetos de deuda”, de ahí deriva el vocativo “seudor”, con el que la maquinaria burocrática de la Oficina del Agua, designa a las personas que arriesgan hasta sus vidas al intentar un trámite en las dantescas infraestructuras de quienes detentan el poder, en busca de una mínima ración extra de líquido en las cañerías de sus edificios.
Puertas giratorias que pueden destruir a un ciudadano, grandes peces con piernas que forman parte del entramado burocrático, combates del “seudor” A. Prieto, lápiz en mano, contra monstruos de papel de formularios, la desertificación y la desesperanza, van configurando una atmósfera surrealista en la que el poder controla el bien más preciado, alejándolo cada vez más de la población que resiste como puede la letal escasez de agua.
El absurdo es tan tangible y robusto en estas páginas, que no se puede evitar la reflexión sobre la destrucción del planeta que estamos presenciando, y que por los días en que escribo estas líneas se hace más palpable a la vista de las dificultades para llegar a acuerdos en la COP26. Mientras los líderes de las principales potencias vacilan entre privilegiar el crecimiento económico de corto plazo, o la supervivencia de las próximas generaciones, resulta agobiante vivir con el “seudor” A. Prieto los empeños en los que se ha volcado, motivado por las presiones de su madre, una vieja luchadora contra el despojo del agua en su valle.
La relación de A. Prieto con su madre (que no está “integrada”), plantea a una disyuntiva a lo largo de la obra, ya que el protagonista es también un burócrata hecho y derecho (de la Oficina de Correos), y se ha empeñado en demostrarle a ella, que el agua se puede lograr desde la burocracia, y usando las armas de las colas, formularios y lápices. No develaremos quien podría llevar la razón en esta historia.
Este contraste con la madre, que se puede interpretar como el cambio generacional desde quienes conocieron un mundo distinto, hacia quienes prácticamente nacieron bajo el imperio de la Oficina del Agua, se puede apreciar en este fragmento: “Su madre siempre intentó cambiar algunas cosas. Mientras no lo lograra, cualquiera podía terminar como su papá – tata: abandonado y seco. Para ser justo con ella, creyó por breves segundos que la sed global del futuro, importaba más que dotar de agua en este instante a su sistema personal”.
Esta novela, se une a las de otros autores chilenos contemporáneos que desde distintos géneros han estado tratando el tema de la depredación de los recursos naturales y el daño irreparable al medio ambiente a manos de grupos de poder, entre otras: La música de la soledad, de Ramón Díaz Eterovic, En busca del agua perdida de Helios Murialdo, y Entre lutos y desiertos, de Gonzalo Hernández.
Una buena novela, eso sí, poco aconsejable para quienes estén pasando por periodos de bajones anímicos. La mirada al futuro, como la de buena parte de la literatura fantástica actual, no deja mucho margen al optimismo.
Es asombroso descubrir cómo se articulan las ideas y pasiones en torno a la poesía habiendo tanta distancia geográfica -nunca…