Patricio J. Gómez Garcés (Ciudad de México, 1995). Escritor, editor, traductor y exlocutor de radio egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha colaborado con cuentos, poemas, ensayos y reseñas en La Pluma del Ganso, Punto en Línea, Literal Magazine, Letras de Chile, Shandy, Penumbria y Pez Banana, entre otras revistas electrónicas e impresas. Obtuvo el XIV Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo en 2013. Escribió el guion de los cortometrajes animados Ex Libris y Nené and Her Yellow Boots, seleccionados para la muestra nacional de Shorts México 2017 y 2020, respectivamente.

VIERNES DE HORÓSCOPO

Pedro Juárez crispó los puños, furioso. Podía soportar cualquier cosa menos eso: un crítico de cocina diciéndole que el de escritor de horóscopos no era un oficio verdadero.

−Te reto, Juárez, a escribir algo con valor. Anda, de regalo de cumpleaños. Ya no te pido que sea poético. Vamos, ni literario. Escribe algo decente para mañana. Mínimo bien escrito. O me encargo de que ya cierren tu columnita –la palabra se suspendió en su énfasis−. Acuérdate que Gregorio y yo somos amigos. Y tu columna ya no sostiene nada. Vamos, ni a sí misma.

Sebastián Arróyave se congeló en su sonrisa; miró a su alrededor con gesto de comediante de cantina, contando mentalmente esos cinco segundos que suele tomar la transformación de un chiste críptico en abierta carcajada. Cuando nada pasó, se dio la vuelta con exagerado dramatismo, obligando a su gabardina a alzarse mientras salía por la puerta.

Claro que el director editorial y Arróyave eran amigos, y ante tremendos colosos del periodismo, Juárez tenía poca fuerza. Se miró la mano derecha, obligándola a ensancharse. Ese par de vejetes podían tenerlo todo de su lado: el prestigio, la fama, el respeto, sin duda; pero les faltaba aquello que se asomaba constantemente por el hombro de Juárez, demonio de malos consejos: el destino astral.

Aquella noche, cuando llegó a casa, dispuso todo su arsenal sobre el desayunador: su computadora, las cartas astrales, y un manido ejemplar de Semiótica del hado de un tal Jeremías Bacanalia. Se propuso escribir un gran horóscopo. Acaso su último, porque la amenaza de Arróyave, por estocada que hubiera sido, ni siquiera figuraba en el top diez de amenazas: Gregorio lo terminaría despidiendo. Y pronto. Lo mejor, concluyó, era divertirse con el último horóscopo de su carrera. Y vengarse, de paso.

La magia de los horóscopos es que no hay verdaderos presagios ni alineaciones astrales, solo manipulación y relación factual. El modo en que una persona vive su día a día puede cambiar decididamente cuando le dicen que todas las puertas del mundo le estarán cerradas o abiertas. Ahora, ¿cómo decirle a Arróyave que su cumpleaños está condenado? Hacerlo sufrir antes de tiempo. De verdad sufrir. Pasarlo mal. Pensó en la gabardina negra y su falso ondear por la oficina.

−Mañana lloverá, Sebastián −y escribió el parte meteorológico, basado en el movimiento de Arcturus, estrella exiliada del sistema solar.

Estuvo hasta la madrugada escribiendo, llenando cuartillas enteras con malos presagios para Tauro; no se censuró a la hora de agregar gatos negros, males de ojo y largas caminatas bajo los arcos de las escaleras.

−Feliz cumpleaños.

Al despertar, Pedro Juárez encendió la televisión. Grises nubarrones llenaban el cielo recién amanecido. Los noticieros hablaban de una improvisada huelga de electricistas, quienes, en un arrebato de rabia inconforme, decidieron subirse a todos los postes de luz de la ciudad y dejar sus escaleras en mitad de cada acera, performance de puños alzados. El Periférico presentaba el mayor embotellamiento en años porque todos los metros dejaron de funcionar repentinamente. En el Centro Histórico, un corresponsal con el rostro empanizado en pánico señalaba los tejados detrás de él: lo que de lejos parecían estorninos en reposo, de cerca se revelaron gatos negros, lamiendo sus patas al frío de la mañana, estirándose con monárquica satisfacción y vigilando la ciudad, peludas gárgolas.

Juárez sonrió ante la imaginación de Sebastián Arróyave atrapado bajo la lluvia, con la gabardina hecha jirones, guarecido bajo una escalera, gatos negros al acecho en cada esquina. Ahora no habría forma de que lo corrieran. El último horóscopo de su vida había resultado ser el más exacto. Qué bonita la venganza, pensó, y se preparó para salir.

Apenas puso el pie izquierdo en la calle, comenzó a llover. El pavimento fue moteándose de gotas, las cunetas siguieron el onomatopéyico curso de un río. Al menos quince gatos negros como los de la tele bajaron de sus almenas y buscaron refugio en el porche y luego en las piernas de Pedro Juárez. El astrólogo echó a andar protegiendo su cabeza con un pedazo de periódico, los gatos negros enroscados a sus pies, ronroneando. Se detuvo a unos pasos de la avenida principal: un camión de carga se había volcado justo en el medio, y las portezuelas abiertas escupieron sobre la calle toda su mercancía: sal. Montañas y montañas de sal. Nervioso, Juárez cambió de acera, intentando no tropezar con los gatos que se rascaban viejísimas comezones en sus pantorrillas. Se detuvo de súbito. Era imposible cruzar la banqueta sin pasar por debajo de una escalera, o a través de la calle sin pisar el agua salada que borboteaba de cunetas y coladeras.

Corrió hacia la avenida opuesta, sorteando agua, gatos, escaleras, sal. Se detuvo en el paso cebra y extendió el brazo. Los gatos, negados al patetismo de perseguirlo a trote, estaban de vuelta con toda su parsimonia, maullando por las piernas pródigas que los protegerían. Se detuvo un taxi frente a él. Juárez abrió la portezuela trasera y, después de algunos instantes de forcejear con los animales y prometerles que volvería, que no podían ir con él porque aquí mi amigo taxista fíjense que es alérgico, pero volveré y con sendas latas de atún para todos, se subió. Reclinó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y soltó aire. El taxista preguntó la dirección y, cuando Juárez abrió los ojos para hablar, notó las cuarteaduras imposibles en el retrovisor.

Apartando la vista para no ser parte de las siete veces mala suerte que ese espejo le deparaba al taxista, dio la dirección de su oficina. No podía esperar a verle la cara a Sebastián y preguntar “¿día difícil?” y, medio segundo después, la carcajada universal.

Sonó su teléfono.

−Juárez, ven a la oficina−ordenó la voz de Gregorio del otro lado.

−Ya voy en camino, jefe. La ciudad está hecha un caos.

−Acá igual. Necesito manos. Ya. Nació la hija de Domínguez y…−Juárez sonrió, su horóscopo auguraba un buen día para Acuario −necesito que alguien escriba una esquela a nombre de todo el equipo.

−Yo la hago, jefe −hizo una pausa cuando vio que no era solo lluvia lo que golpeaba el parabrisas, sino mierda de pájaro. Parvada de mierda de pájaros en parvada. −¿Por-por qué a nombre del equipo? ¿Quién se murió?

−Sebastián Arróyave –contestó Gregorio en un hilo de voz−. Le dio un infarto apenas salió ayer de la oficina.

Patricio J. Gómez Garcés