por Diego Muñoz Valenzuela
Augusto Monterroso, “Tito” para sus amigos, nació en Honduras, se hizo guatemalteco por adopción y devino en mexicano por obra y gracia de los despiadados regímenes dictatoriales que lo enviaron al exilio, historia tantas veces repetida en nuestro continente. Este año se cumplen 100 años de su nacimiento y es momento de recordarlo y honrar su obra singular y magnífica, donde deja una contribución como maestro en aquel género que en Chile denominamos microcuento, pero que en el vasto mundo hispanoamericano ostenta una serie de nombres como microrrelato, minificción, minicuento, entre otros.
Monterroso, artífice de la brevedad, irónico profundo, diestro en la utilización del humor, limpio de estilo y liberado de cualquier exceso, es autor de la celebérrima minificción “El Dinosaurio”, que en contraste con las siete palabras que ocupa (debemos agregar las dos de título, es decir, nueve), ha generado debates, mesas redondas y congresos.
Una de las múltiples ventajas que permite el género narrativo brevísimo es que resulta posible citar y leer una obra o varias de ellas dentro de una columna como esta. Aquí va el conciso texto titulado El dinosaurio:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
De esta minificción se han dicho muchas cosas, halagos extraordinarios, mentiras inocentes (como aquella que lo distingue equivocadamente como el microcuento más breve, que no lo es). También ha generado una infinita serie de réplicas, secuelas y precuelas que se han antologado y estudiado; el autor de estas letras no está libre de esta clase de pecado. Respecto a este cuento de una línea se han elaborado gruesos tomos para explicar su estructura y significado. Una de las gracias que tiene el conciso género del microcuento.
Él mismo, haciendo gala de su buen humor, opinó al respecto: “El dinosaurio no es en realidad un cuento… sino una novela”. También se cuenta esta anécdota: en la gala de una embajada, dos señoras ricachonas conversan a la hora del cóctel; una de ellas pregunta “¿Ha leído usted El dinosaurio?” y la otra responde con presteza: “Lo estoy leyendo”.
Su libro La oveja negra, una compilación de cuentos breves y brevísimos, parodia de las fábulas de la antigüedad, es un volumen ingenioso, divertido y crítico que ha sido celebrado ampliamente. De este libro tomamos el microcuento que sigue:
El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio
Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.
Un cuento más extenso de Monterroso que podemos recomendar es “Mr. Taylor”, donde relata una delirante epopeya neoliberal a partir de los cazadores de cabezas llevados al nivel industrial de la globalización con venta globalizada de tzantzas. Una ironía cuyo acierto crece con el tiempo y cobra cada vez mayor actualidad y significación.
Vivió en Chile un par de años desde 1954, tras la caída de Jacobo Arbenz, presidente de Guatemala, expulsado por una conspiración más de la derecha, instigada por la CIA. En 1956 regresó a México, donde tuvo su primera experiencia como exiliado; allí permaneció hasta su fallecimiento en 2003.
En Chile conoció buena parte de la intelectualidad de la época: Manuel Rojas, y el costarricense Joaquín Gutiérrez -un par de gigantes cercanos a los dos metros- al lado de quienes su pequeña talla se destacaba más, José Santos González Vera y otros con quienes se juntaba en las famosas tertulias de la Librería Nascimento. A Pablo Neruda ya lo había conocido antes en México, en los 40, cuando el poeta estuvo como cónsul en ese país.
En 1955 su cuento “Mr. Taylor” fue publicado en la portada del suplemento literario dominical del diario El Siglo. Así Neruda se enteró que estaba en Chile. Monterroso no había querido distraerlo con sus problemas, pues era una época en que Chile estaba inundado de exiliados de todo el continente, muchos de los cuales acudían a los buenos oficios del vate.
En 1992 hubo una posibilidad de que volviera a venir a Chile como parte de una delegación de autores extranjeros que concurrió al Congreso Internacional de Escritores Juntémonos en Chile, que convocó la SECH. Lamentablemente no pudo concretarse su visita. En 1999 tuvo un paso fugaz por Chile que no tuvo mayor impacto.
Tras ironizar sobre todo tema, en 2000 ganó el Premio Príncipe de Asturias, punto culminante de su carrera, donde su creatividad y magnífico humor fueron celebrados como merecía. Esta distinción se sumó a otros numerosos e importantes reconocimientos.
De sí mismo le gustaba reírse, por ejemplo, cuando dijo: “algunas noches, agitado, sueño la pesadilla de que Cervantes es mejor escritor que yo; pero llega la mañana, y despierto”.
Interrogado en cierta oportunidad respecto de la función de la literatura, recurrente pregunta a la cual son sometidos los escritores, respondió con certeza: “Ocupar la mente. Manejar el mundo de la imaginación. Alimentar esta necesidad inherente a todo ser humano. Expresar lo que otros no pueden expresar. Hacer ver a otros lo que no han sido capaces de ver, por distracción, por pereza o por miedo. En esta y en todas las épocas. Para la literatura no hay épocas sino seres humanos en conflicto consigo mismos o con los demás”.
En una entrevista afirmó lo siguiente respecto a la calidad de la escritura: “En el presente nunca se sabe quién es buen escritor o quién es malo. Es una ilusión que mucha gente tiene cuando juzga la literatura desde su tiempo. Es el tiempo futuro el que dirá si determinado escritor era bueno o malo. En el momento presente hay mucha dificultad, porque la circunstancia que se está viviendo hace que determinado género de literatura coincida con el gusto del público o con una determinada circunstancia política. El buen escritor sería aquel que conjunte el oficio con un buen conocimiento del ser humano y de las relaciones entre los seres. Entre más permanente o profundo sea este tipo de observación, mayor será su habilidad para transmitirlo. Esto es lo que podría ir conformando la idea de un buen escritor: fuera de las modas, fuera de las circunstancias sociales o políticas y del gusto que existe en ese momento”. Notable prueba de que, a 17 años de su muerte, el valor de su obra se mantiene firme.
Pequeño de altura corporal, enorme en la ironía, gigante en la escritura, Augusto Monterroso, tras cumplirse un siglo desde su nacimiento, se inscribe en la historia de la literatura con letras mayúsculas.
Diego Muñoz Valenzuela
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…