Alberto López Sanjurjo, escritor español nacido en León, ha enviado unos relatos a Letras de Chile. Damos a conocer “El viejo que fumaba pepitas de oro”.
El Viejo Que Fumaba Pepitas De Oro
-¿Sabes, Gordo?
– ¿Qué? -contestó, molesto, Big papá-.
-Lamento no haberle pegado un tiro de calibre doce a ese jodido. Ahora es demasiado tarde, me imagino que se ha cruzado la frontera.
-No te preocupes- contestó Big papá bostezando de cansancio. Algún día lograremos dar mulé a ese cabrón, ese maldito fisgón por ley tendrá que reaparecer y pagárnosla.
-En todos casos consiguió embaucarnos y sangrarnos ese hijo de puta. ¿Qué haremos ahora con esa maldita concesión que no vale un pepino? -Le preguntó Tony con despecho.
-Duérmete- masculló Big papá estirándose los brazos fuera de la hamaca. Mañana será otro día. Luego soltó un prolongado pedo murmurando en un duermevela: “feijo, feijo”.
El Viejo los había dejado plantado a bordo del Awali, llevándose la mayor parte de los víveres y de las herramientas de extracción de oro. Les había dejado tan solo un saco de yute de veinte kilos de frijoles probablemente demasiado pesado para llevárselo por las incesantes lluvias. Para variar los gustos, intentaban condimentar esos preciados feculentos con algunos plátanos cocidos y en los mejores días, con carne de iguana o de pescado cuya cabeza cortaban con cuidado por su demasiado alto contenido en mercurio.
La huida del Viejo también le había privado a Tony de su indispensable cinta adhesiva que le permitía pegar su browning en la palma de la mano derecha por temor a que lo sorprendieran dormido otros asaltantes y saqueadores. Pasó días buscando una alternativa y fue al rascarse los dedos del pie micoseados cuando se le ocurrió esa idea descabellada que en seguida puso en práctica pese a las carcajadas sarcásticas de Big papá. Teniendo en una mano el browning, con la otra se puso el calcetín a lo largo del brazo armado en cuya extremidad enrolló y ató una fibra de bejuco. A partir de ese momento pudo esperar pasar la noche atenuando un poco esa angustia paralizante que lo mantenía en vilo hasta las primeras luces del día.
En esa región apartada, nadie se arriesgaba más, ni la fuerza pública; ese territorio olvidado que algunos llamaban “el agujero de oro” o bien “el agujero de la muerte” se había convertido en una tierra de nadie en la que solo las fieras, los aventureros curtidos, los fugitivos, los traficantes de la peor especie y los pocos aldeanos transformados en verdaderos zombis, ebrios de la noche a la mañana, lograban sobrevivir. En medio de aquellos depredadores más proclives al silbido de las balas o de los machetes que al sonido de las palabras, Tony parecía un flamenco rosa escapado de un zoológico. ¿Cómo he podido dejarme embarcar en ese atolladero? Parecía lamentarse Tony, en la espesura húmeda del anochecer a la que se mezclaba el espeso humo de la fogata.
Instalado en Margarita desde hacía más de un decenio, Tony llevada una vida tranquila y quieta de la que él mismo, al correr los años, había trazado los contornos. Ese era su mayor orgullo, su mayor éxito personal y lo saboreaba día tras día al abrir cada mañana, con el mismo apetito de vivir, los postigos de su viejo caserón kreyol, uno de los más antiguos bares que daba a la calle Montmartre o más exactamente a la calle de La montaña plateada. Si ésta figuraba en los mapas de la ciudad o en las guías turísticas, la calle Montmartre pertenecía por su parte a la geografía popular, la verdadera, la del pueblo de Margarita cuya palabra era la memoria, la historia, la leyenda, el soplo fecundo y creador, a veces épico, a veces tragicómico que se remontaba a los tiempos antiguos, aquellos de los océanos y de los helechos, de los hombres-peces y de los corales lunares, de las flechas celestes y de las ceibas copuladoras. Quien nunca ha visto sirenas o Amazonas no puede comprender la sublimación del hombre blanco quién, para defender un bien que tomó por el paraíso, difundió el mal en su entorno. Quién nunca ha visto El Dorado no puede comprender su inextricable caída en los confines de la inhumanidad. Pese a los embrujamientos de los grandes hechiceros vino el tiempo de las cadenas que trazaron los surcos en los que se sembró la caña. Tiempos de paja, tiempo de perros, tiempo para no pisar calle gustaba de concluir Maese Dizu al salir del Montmartre, fonda de Tony, bajo una lluvia torrencial para luego esfumarse por las estrechas calles de la ciudad.
Maese Dizu, uno de los últimos carreteros del mercado de Margarita era una de las figuras de Montmartre, lugar hacia el que convergían buscadores de oro, pescadores de la Caleta, agentes postales, agentes de la CEGEM, artesanos del barrio, zapateros, lavanderos, expertos en lencería femenina, ferreteros chinos, perfumeros de gran olfato, vendedores rastas de discos y CD, grandes maestros del pollo ahumado, un sinnúmero de fritangueras sin olvidar el círculo de los estudiantes conspiradores.
Para Tony, dicho reconocimiento no se vendía y tampoco se compraba, no tenía precio, al menos fue lo que pensó hasta el día en que Big papá, cuyo verdadero nombre era Federico Van Leep, salvó el umbral del “Montmartre” en compañía del Viejo. Labrado en granito, las barbas breñosas color fuego, Big papá tenía pinta de coloso profético que inspiraba inquietud y temor. Al caminar Big papá, todas las miradas se fijaban en él y se secaban las gargantas. De Montmartre al barrio chino, pasando por la Caleta y los barrios circundantes, el regreso de Big papá a Margarita se festejaba tal un acontecimiento ritual que, para muchos, tenía valor de vaticinación. Encarnaba por sí solo la leyenda del Gran Norte que anunciaba una nueva era de prosperidad o de infortunio. Las historias de Big papá alimentaban durante semanas y semanas las pláticas en los bistrós de Margarita hasta avanzadas horas de la madrugada en los que se analizaban escrupulosamente y disecaban cada una de sus declaraciones. Se deconstruía y reconstruía la sintaxis de sus relatos en busca de un doble sentido o de un sobrentendido y se completaba la toponimia del Gran Norte. Si Big papá había limitado sus desplazamientos, existían fuertes probabilidades de que el negocio fuese importante. En cambio, si los viajes eran numerosos, era más bien de mal agüero. También era necesario comparar la coherencia de los relatos de un día a otro, dado que cada uno desconfiaba de los arranques poéticos de Big papá que podían sembrar la confusión. Al correr los años, se había ampliado el círculo de los exegetas de la leyenda del Gran Norte, multiplicando las teorías y, por lo tanto, las disidencias. Sin embargo, todos concordaban en lo mismo: en algo indiscutible que se mediaba con el rasero de los dólares canadienses gastados las primeras semanas por Big papá. Y ese año, ni una voz disentía, la verdad era la misma en opinión de todos, de una implacable lógica: Big papá había hecho fortuna. Desde entonces, se hacía evidente que el negocio de madera no podía explicar por sí solo la prodigalidad de Big papá ni mucho menos su generosidad habitual. Por mucho que rivalizaran sus convidados en ingenio o elegancia, no había nada que hacer; el secreto permanecía intacto y seguía corriendo el rumor. ¿Se había comprado a tocateja un barco de motor en el antiguo puerto o no? ¿Lo habían visto al volante de un pick up rojo con un televisor en color y una antena parabólica de más de un metro de diámetro en casa de una de sus amantes de Río diamante, o no? ¿Y acaso no lo habían visto los hermanos Lee Ho Wang en el empalme de la sabana Maravi mientras montaba a pelo un caballo tordo? Nadie le conocía esa pasión por los caballos y sin embargo los hermanos Lee fueron tajantes. E incluso habían agregado que era más que probable que ese caballo tordo le perteneciera porque, en aquel momento, Big papá se encontraba no muy lejos de la finca de los Cardoso cuya fama en materia de cría de caballos se extendía hasta los Llanos.
Por su parte, Tony poco se preocupaba por la supuesta fortuna de Big papá. Sabía que tarde o temprano lo pondría al tanto de sus proyectos por muy desatinados que fuesen. Su amistad había resistido a las vicisitudes de la existencia y tanto para uno como para otro, la espesura del billetero no podía de ningún modo compararse con la vida, con la vivencia, como hubiera dicho Manuela, la única mujer a quien Big papá amó de veras.
De origen nicaragüense, se había instalado en México tras huir la dictadura somocista. Había obtenido un puesto de maestra de escuela ayudante en el distrito federal. Fue allá donde encontró a Federico Van Leep quién, en esa época, trabajaba en Monterrey por cuenta de la United Steel Corporation. El destino de ellos se había cruzado en la avenida Bolívar que ese atardecer del mes de octubre, estaba inmersa en un ensordecedor jaleo de bocinazos, petardeos, camiones y buses, altoparlantes y megáfonos discordantes con los que se confundían los pregones de las mercaderas ambulantes, los insultos, las vociferaciones, las invectivas, los chillidos de los automovilistas inmovilizados desde hacía horas, las sirenas de la policía así como los gritos de los manifestantes que agitaban pancartas y distribuían volantes entre las interminables filas de coches y la compacta muchedumbre amontonada a lo largo de las aceras.
Al poner alguien un volante sobre el parabrisas del coche de Federico Van Leep, se le heló la sangre en las venas y, de un salto, salió del coche y le soltó un directo de derecha al primer manifestante que encontró dejándolo sin conocimiento. Ciega de ira, una joven arrancó de las manos de su vecino una pancarta con la efigie de Sandino y la encajó en el parabrisas del Volvo. Noqueado y boquiabierto, Federico Van Leep tuvo que hacer frente al segundo asalto de la tigresa que se le encaró en medio de un grupo de manifestantes que se hacía cada vez más amenazador, y asestándole ella una mirada incendiaria, le dijo: ¿Quién te crees, con esa pinta de Afrikáner? La que tan solo unos meses después de su primer encuentro sería su esposa, murió trágicamente cuando al regresar a su país, el bus que la llevaba con sus alumnos a la fiesta del maíz, saltó en una mina. Federico Van Leep que se había comprometido a ir a verla la semana siguiente, nunca pudo reponerse y empezó para él una vida de andanzas y correrías por América que lo llevaron por las casualidades de la vida hasta Montmartre.
Tony consideraba a Big papá como a su propio hermano, pero algo le preocupaba, la presencia de ese a quien toda la gente había terminado por llamar el Viejo porque nadie, en Montmartre, había podido retener su nombre. Desde el regreso de Big papá, siempre estaba donde menos se lo esperaba, esa persona a quien nadie conocía, parecía conocer las calles de Margarita tanto como las nervaduras de su pipa que nunca abandonaba las comisuras de sus labios. El Viejo tenía cara de garduña. En su rostro alargado de mejillas hundidas y de profundas arrugas de una extraña palidez, no se le veía más que la luminosa y audaz mirada que los años hacían aún más intenso, de un brillo casi insolente.
La sobriedad de su porte que conservaba cierta elegancia en desuso que se asociaba probablemente a la blancura ondulante de su cabello cuidado con esmero y a su chaleco de terciopelo acanalado en cuyo bolsillo se encontraba un reloj de leontina, inspiraba confianza y cariño. Dominaba con destreza la mundología y sus gamas y parecía tomar tanto placer en frecuentar las terrazas de la Torre de marfil como las barras de Montmartre. Pero ante la benevolencia zalamera y la bonhomía cautelosa del elegante viejo, Tony se quedaba perplejo. Sus dudas se desvanecieron un poco cuando Big papá le explicó que el Viejo le había salvado la vida mientras él yacía como una foca, completamente bolo, en el suelo glacial de una noche polar.
-Imagínate el Viejo, más enjuto de carne que un perro callejero, arrastrando a una morsa inanimada en más de dos kilómetros, con treinta y cinco grados bajo cero, con conchestas de nieve que, en ciertos lugares alcanzaban lo alto de un cocotero como aquéllos que se encuentran en la plaza de Montmartre.
-Y luego, ¿qué pasó, Gordo?
– ¿Cómo qué pasó? ¿Qué crees? Tuvieron que llevarme de emergencia al hospital para quitarme la borrachera y descongelarme. A la semana, casi pisaba tierra firme. Digo casi porque allá dejé tres dedos del pie, dos a la derecha y uno a la izquierda. Pero bueno, ya ves, no me molesta tanto, es de acostumbrarse uno, a veces hay que rectificar el tiro sino pierdes el equilibrio- dijo pateando Big papá. Ya ves, sin él, todavía estuviera chupando hielo. Solo al pensarlo se me congelan los huesos.
– Y ¿qué crees que estaba haciendo el Viejo allá? -Preguntó Tony en tono dubitativo.
– Por negocios -contestó Big papá, algo de prospección según me confirmaron los habitantes del lugar porque al salir del hospital, imagínate que quise saber quien me había salvado la vida. Volví pues al laburo y al pasar los cuatro o cinco meses, sí, así fue, ahora recuerdo que estaba por irme a Margarita cuando se apareció el Viejo con la pipa en boca y una maleta en la mano. Se me acercó, me dio la mano y me dijo: “sé que usted va a Margarita. Si no le molesta mi compañía, sería de mucho agrado viajar con usted”.
– Pero ¿por qué aceptaste que te acompañara a Margarita? Ni lo conocías.
– ¡Déjame en paz y deja ya de chingar! ¡Duérmete! Ya te he dicho que ajustaremos cuentas con él en su debido momento.
Y en un gesto de irritación, al querer probablemente enjugarse el sudor que le empapaba la frente a no ser que quisiera aplastar un mosquito sediento pegado de la nuca, Tony se asestó en el tímpano un durísimo golpe con el browning.
-¡Estoy hasta la verga de ese infierno! ¡Pu-ta mier-da! – chilló él, con la voz llena de sollozos que desgarró el pesado silencio de la selva.
Millones de luciérnagas centelleaban en la noche oscura, confundiéndose a veces con las llamas incandescentes de la fogata, dando la ilusión de un cielo estrellado. Luego Tony se adormiló contemplando un cielo inasequible. “Sin ningún compromiso, solo para ver… había añadido el Viejo”. Y se habían embarcado, al alba, el tercer domingo del mes de junio.
Margarita estaba envuelta en una espesa bruma que cubría la desembocadura del Oyaré. Tony y Big papá maniobraban las remas mientras que el Viejo, impasible, fumaba pipa en la popa del Awali. Su arqueada silueta parecía acompañar el movimiento de los remeros. Al dejar a babor el archipiélago de los Caimanes que apenas se oteaba, como si ese santuario de la filibustería, antiguo refugio de bucaneros, se hubiera quedado al abrigo del tiempo, Big papá puso en marcha el motor cuyo ruido ensordecedor tuvieron que soportar una decena de horas hasta el Salto San Martin y de allí, cinco largas horas de navegación aún más agotadoras les esperaban, a lo largo de los afluentes erosionados y de los arraizados manglares.
-No se van a decepcionar, señores, esas tierras adónde vamos están repletas de oro –dijo el Viejo. Basta con agacharse uno, excavar la superficie de la tierra y ya está: a sus pies estará la fortuna.
-Y si resulta tan sencillo – le contestó secamente Tony – ¿Cómo puede ser que ya no seas millonario?
– Porque a mi edad, joven, uno piensa en los tormentos y las ansias de la muerte. Uno aspira más que nada a una sola y única cosa: retirarse apaciblemente, lejos de la agitación de los hombres y del trajín de la vida, lejos de individuos de tu especie que ya no tienen ni respeto ni la menor consideración para con los ancianos. Podría ser tu padre, Tony. ¡Piénsalo bien! ¿Te atreverías a dirigirte a tu padre de esa forma? No, no le creo. Pues, deja de desconfiar de mí como si fuera la peste en persona o la encarnación del demonio. ¿Crees tú que Big papá estuviera a tu lado si yo no fuera más que un estafador? ¿Crees tú que Big papá estuviese a tu lado si yo no fuese más que un mero esquilador?
Pues ¡deja de atormentarte y piensa mejor en lo que nos espera! A ustedes les cedo la tierra que les tocará remover sin demasiados esfuerzos. En lo que a mí me corresponde, solo pido la contrapartida de mi avanzada edad, con qué poder vivir hasta que Dios decida llamarme a su lado. Ahora, te voy a contestar, joven y guárdate para ti esas palabras como si fueran las del profeta en persona. Cuando esas tierras les pertenezcan, será preciso que aprendas a ser paciente. Por lo contrario, morirás descuartizado y en el mejor de los casos, decapitado sin que te dé tiempo de percatarte de donde haya venido el peligro. Darán tus cojones a los chanchos del monte para que se los coman y tu cadáver desmembrado lo desmenuzarán las hormigas rojas. Nunca se te olvides que poseerás un tesoro infinito del que podrás gozar solamente una vez, dos veces o a lo mejor tres veces cada quince o veinte años.
A todas luces, a Tony le costaba mucho entender el sentido de esas palabras misteriosas y dio la vuelta hacia Big papá, quien asintió:
-Dos o tres veces, Tony, de allí no más. Y de proseguir el Viejo:
– Si se te ocurre irrespetar esas precauciones a rajatablas, sentirán en ti los efluvios auríferos o, a lo mejor, cruzarán el brillo exaltado de tu mirada y no te soltarán nunca más, estarán al acecho día y noche, vigilando constantemente tus desplazamientos, espiando el menor de tus gestos. Y cuando pienses que estarás solo para gozar de tu preciado bien, sin esfuerzo alguno, se adueñarán de tus tierras y tú, estarás por debajo de ellas, hecho humus.
Volvieron a Margarita a los cuatro días. El Viejo no había mentido. Era un santo. Cada palazo que daba para delimitar un sitio daba indefectiblemente con pepitas de oro, que se encontraban a unos cincuenta centímetros por debajo de la tierra. Tony se había guardado, celosamente, algunos gramos en el fondo de los bolsillos pese a las prohibiciones del Viejo. No había podido resistir, probablemente había querido probarse a sí mismo que pronto le esperaba la fortuna, una inmensa fortuna y solo le faltaba esperar.
Tony estaba transfigurado, la cara rebosante de alegría, dando gracias a la bondad del Viejo que acababa de abrir su vida sobre un mundo nuevo que todavía le resultaba imposible imaginar. Marco Antonio Orellano, hijo de campesinos andaluces, el Tony de Montmartre, estaba por acceder a ese diminuto rincón de paraíso reservado a los pudientes. Su excitación era tal que Big papá tuvo que hacerle entrar en razón, recordándole su promesa. La serenidad de Big papá no era más que aparente porque en su mente ya trotaba esa obsesión que lo habitaba desde siempre y que había pensado compartir, algún día, con Manuela. Big papá soñaba con ser propietario de una plantación de caña azucarera y destilería incluida. Dicho de otro modo, soñaba con ser dueño de un ingenio y poseer su propia marca de ron que comercializaría por el mundo.
Pero Tony y Big papá le había prometido al Viejo ser pacientes, cumplir su palabra, guardar silencio, no hacer nada que pudiera despertar la curiosidad o dejar que transluciera la menor sospecha. Todo había de ser como antes. Tony regresaría a Montmartre y Big papá a Canadá, dentro de unos meses. Solo al regresar Big papá, un año más tarde, el tercer día de junio, tomarían los tres la ruta del oro. Una vez arreglado el pago de la concesión, el Viejo les desvelaría el lugar de los filones que había descubierto porque si, a todas luces, las tierras del Viejo estaban repletas de oro, mejor valía no perder años y años intentando remover cien hectáreas de selva. Mientras tanto, el Viejo iría a instalarse en la periferia de Margarita, no muy lejos de Nido de víboras. Allá, en el lugar que ya anunciaba él como el inicio de una jubilación merecida, ocuparía sus días pescando a orillas del Kimbo, leyendo novelas de aventura y quizás escribiendo sus memorias. Lo esperaban largos meses de una vida dulce y azucarada gracias a un anticipo sobre la venta de su concesión que Big papá pronto le pagaría. En cuanto a Tony, reembolsaría su parte a Big papá en el plazo de un año, una vez vendido el Montmartre.
Al día siguiente, Tony había recobrado todos sus sentidos. Todavía se sentía agotado, sin saber muy bien si acababa de salir de un sueño o de una pesadilla. Sus miembros estaban entumecidos y una ligera migraña le ocasionaba algo parecido a vértigos. Pero muy pronto, intensos y punzantes dolores de estómago lo inmovilizaron. Luego llegaron los temblores con fuertes fiebres. En poco tiempo, se habían hundido sus mejillas, su tez era amarilla y un estertor vesicular entrecortado de agudos silbidos no dejaba augurar nada bueno. Esa lenta agonía se prolongó varias semanas sin que ningún remedio pudiese parar lo que ya parecía un desenlace fatal.
Big papá le administró todo tipo de cocciones a base de plantas. Lo bañó a menudo en las aguas cristalinas de las caletas, le puso gigantescas sanguijuelas durante varios días, embadurnó su cuerpo de lodo compacto, le quemó la planta de los pies y las asilas e hizo que inhalara vapores de crótalo desecado. Nada, nada se podía hacer. Tony estaba sumido en un profundo sueño que amenazaba con ser eterno. Decidió pues llevarlo consigo a bordo de una balsa que había hecho a lo largo de esas interminables semanas. Amarró con cuidado el cuerpo inerte de Tony con bejucos y hundiendo en el río un largo y solido tallo de bambú, se alejó lentamente la balsa de la ribera.
La vida seguía su curso y como de costumbre, Margarita aplastaba por el calor húmedo y tórrido. A esa hora de la tarde, solo algunos transeúntes, llevando cámaras fotográficas en banderola, se atrevían a desafiar la claridad y las quemaduras mortíferas del sol. Desde lo alto de la calle Montmartre, se miraba las llanuras áridas de la sabana Maravi, barridas por polvorientas y turbulentos vientos. Más al sur, se extendían hasta el horizonte los macizos del Sinawapu cuya majestad y belleza emanaba de su fuerza sugestiva, evocadora de un mundo interior, misterioso y cautivador en el que se entrelazaban el movimiento de los espíritus y las formas de lo vivo, hieráticas, diáfanas, inasequibles ínfimas y colosales en una perpetua eclosión cuyo surgimiento vaporoso se alzaba con el despuntar del alba. En las riberas arenosas del Kimbo que exhalaban olores de mangos caraña y de bayas silvestres, el Viejo caminaba lentamente, una pala en la mano. Y luego se detuvo, a la sombra de un amaranto.
-No se van a decepcionar, señores, esas tierras adónde vamos están repletas de oro. Basta con agacharse, excavar la tierra y ya está: a sus pies estará la fortuna.
A los dos turistas, al inicio algo desconfiados y suspicaces, les costaba creer en el Viejo y solo fue al cabo de varias horas de caminata a lo largo del río, mientras empezaban ellos a impacientarse, cuando sus ojos abiertos de par en par vieron lo que nunca se imaginaran ver: miles de pepitas de oro tan finas como resplandecientes.
Mientras contemplaban su sueño hecho realidad y acariciaban, en la palma de sus manos, la esperanza de ser rico, el Viejo quién se ocupaba excavando el segundo agujero, se paró como para enjugarse la frente. Sacó delicadamente de su bolsillo una petaca llena de polvo de oro y se puso a rellenar la pipa poniéndola maquinalmente en la comisura derecha de la boca. Después, se puso nuevamente a excavar sin nunca perder de vista a los dos turistas a quienes dirigía de vez en cuando una sonrisa cómplice. Luego, agachándose como si escudriñara el fondo del agujero, vertió en él el polvo de oro que caía de la pipa y exclamó, alzando un puñado de tierra con reflejos brillantes: “¡Miren, señores! Es una concesión que hará de ustedes hombres ricos.”
Los dos turistas, transfigurados, se precipitaron hacia el Viejo quien, con gesto veloz y solemne, les cortó de inmediato sus impulsos.
-Pero, ¡ojo, señores! ¡Tengan mucho cuidado! ¡Escuchen lo que he de decirles y sobre todo guárdense esas palabras como si fueran las del profeta en persona! Cuando esas tierras les pertenezcan, será preciso que aprendan a ser pacientes. En caso contrario, morirán descuartizados y en el mejor de los casos, decapitados sin que les dé tiempo de percatarse de dónde haya venido el peligro. Darán sus cojones a los chanchos del monte para que se los coman y sus cadáveres desmembrados los desmenuzarán las hormigas rojas. Nunca se le olviden que poseerán un tesoro infinito del que podrán gozar solamente una vez, dos veces o a lo mejor tres veces cada quince o veinte años…
Extenuado, el viejo deslizó lentamente entre las páginas de su cuaderno escolar un lápiz con mina usada. Luego cerró los ojos, dejándose mecer por el leve balanceo de la abuelita. El cielo rojizo bañaba las riberas del Kimbo, invadidas por millones de ranas enanas cuyo graznido lancinante se mezclaba con los agudos gritos de los monos aulladores. Todo estaba listo. Todo cuanto pensaba útil llevarse se encontraba a bordo del Awali. Incluso para protegerse de las intemperies, el Viejo había levantado una lona verde olivo que cubría más de la mitad de la embarcación.
Al amanecer, lo esperaba un largo viaje, un viaje que lo llevaría mucho más allá de las fronteras. Luego, como para tranquilizarse, palpó los muy espesos forros de su largo chaleco deformado por los fajos de billetes y se puso, tranquilamente, a fumar con pipa, esta todavía incrustada de pepitas de oro.
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Alberto López Sanjurjo nació en León, en 1952. Vivió allí hasta los diecinueve años. Luego, sus padres, finqueros leoneses, lo mandaron a completar sus estudios universitarios a Europa. Allí, se graduó de profesor de letras. Empezó su carrera académica en España y Francia y, por los azares de la vida, impartió clases en varios países de Latinoamérica. También ejerció de periodista y cronista en diversas revistas y semanarios. En la actualidad, está retirado y se dedica al cultivo de su huerta y a las letras.
Desde temprana edad, escribió cuentos para niños y cuentos breves al margen de su actividad docente y periodística.
Acaba de publicar dos novelas: Muñecas rusas, Tomo 1, Enrique Humvol, primer volumen de una larga trama novelesca; y Los Altos Bojes.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…