Hace diez años murió el poeta y académico Sergio Hernández, autor de poemas inolvidables en tanto recogen la esencia humana y la naturaleza de la que también es parte.
En Chillán, Berta López fue su colega en la Universidad durante muchos años y lo recuerda con gran cariño como el creador, amigo y académico con quien compartió gran parte de la vida.
(1931-2010 Chillán)
por Berta López Morales
El 2 de octubre se conmemoraron diez años de la muerte de este entrañable chillanejo, que forma parte de la pléyade de los poetas olvidados, se le puede ubicar en la Generación del 50, que creara Enrique Lafourcade, junto a otros importantes nombres como Enrique Lihn, Jorge Tellier, Armando Uribe, Rolando Cárdenas, Miguel Arteche, entre otros. La poesía de Sergio Hernández, como escribiera en el prólogo de Registro (1965) Pablo Neruda “… es canto que corre, cristal que canta. Proclama sencillas riberas, en que se ensalzan la menta y el orégano. O incursiona entre los muros y nos relata mínimos secretos, gotas del alma, papeles del olvido…Yo alabo a este poeta fraternal que entre provincia y provincia conserva el corazón reluciente de una estrella”. En esta apreciación se encierran muchos de los rasgos de su quehacer poético que se construye desde la vivencia visceral, a veces catártica de un yo que canta “en simple”, a los desheredados de la tierra.
Alone, allá por 1955, cuando conoce sus primeros poemas, que aparecerán posteriormente en Cantos de pan (1959), reconoce que es “indudablemente, un poeta… Se le siente en el acto del ritmo interior”, ritmo que jamás abandono Hernández en la sinceridad de sus sentimientos, en las emociones que despertaba en sus auditores y lectores, que seguían la interioridad desgarrada del poeta en una comunidad espiritual; que oscila entre las preocupaciones de la existencia cotidiana y la indagación metafísica, entre el anhelo de fusión con la naturaleza y el deseo de comunión con el otro: “Yo soy como las plantas o los árboles/ que nunca han sabido quienes son/ y echan flores o espinas/(…)/ es bueno ser planta o árbol/ porque de ellos será el reino de los cielos.
Su poesía si bien por momentos alcanza tonos elegiacos o de celebración es también afirmación del yo, del mundo, de una voluntad creadora, que emerge como refracción o solidaridad con el Universo: “Canto en yo/ porque todo lo que existe se me agolpa, / porque las urbes vienen a mi mano…”. Esta actitud totalizadora preside el acto poético, donde la soledad y el desamparo del hombre ante la inmensidad cósmica, repite la angustia del minuto, siempre fugaz, del amor y la pasión prohibida: “Sólo en este contacto nos unimos/ en esta mordedura nos queremos/ ardemos juntos como un pequeño infierno/ descubriremos el mundo en este rato… / qué desatado furor de carne y fuego/ fugaz como el suicidio de una estrella /magnífico temblor/cósmica entrega”. Arrebatada pasión, que se desata en dolor y sufrimiento, en el tormento de lo perecedero, lo imposible y lo prohibido.
Muchos de sus versos se vuelven expresión sufriente, llagados por el desconsuelo y por la culpa: “Señor/ dime si existes/ te pregunto en la noche/ del desamparo y la amargura/ mientras mis propios demonios/ me clavan a esta cruz invisible/ con los horrendos martillos/ de la culpa”. El amor en la poesía de Hernández no es luminoso, está oscurecido por la culpa, por su autocondena, que busca siempre una absolución divina.
Poesía de interioridades, revelada en un “acuario” (nombre de uno de sus poemas, que bien podría ser junto al “estanque” la poética implícita que vertebra su poesía) donde la realidad exterior ha sido aprisionada sólo para ser revelada en un arcoiris de líquidos matices, en los claro-oscuros, en los destellos de una existencia entre relámpagos, atormentada y prisionera ella misma de la infancia perdida: “Mi infancia es un acuario/ un ebrio país de trompos y palomas/ al que es preciso entrar con traje/ blanco/ en una mañana azul/ de sol volcado…un día/ mi madre y los guijarros/ dieron un seco ruido de infinito/ el tiempo frente a mi empuñó/ las manos/…un trozo de sol/ cayó de entre los labios/ la tarde es un sollozo contenido…”. El acuario es significativo en su poesía, es un símbolo que se repite, como una estación nunca olvidada y que se desea recuperar, pero a la que el curso del tiempo sólo permite furtivas visitas. Es también la matriz que lo devuelve al mundo, es el espacio protector, el encuentro con lo prístino, con el sortilegio y el enigma de su incómodo estar en la tierra, donde habita otra realidad cuya comprensión reclama: “Gentes del mundo/ enorme y ciega tribu/ de gitanos en fuga/ desarticulado archipiélago/ donde el dolor aterriza/ y las alegrías se remontan/ es preciso que unamos nuestras islas/ aunque sea con un mar/ creado por nuestro propio llanto”. Oráculo de nuestro tiempo, el poeta se rebela contra la soledad del hombre contemporáneo, haciéndose eco del filósofo norteamericano Waldo Emerson en el sentido de ser la voz que la sociedad espera para conjurar a sus demonios.
El poema “Vuelo”, antologado y traducido al alemán muestra al poeta, en un despliegue testimonial frente al mundo: “Quien no se haya tendido/ Bajo un bosque de pinos/ Frente al mar/ Y entregado a la tierra/ Jamás sabrá nada de sí mismo…”. En este juego ascendente y descendente, espiritual y material la voz lírica busca elevarse más allá de la realidad inmediata, desmaterializarse: “Y errados serán sus pasos/ Por bares y tabernas/ Porque nunca verá el sigiloso tránsito/ De las constelaciones/ que se desplazan fulgurantes/ Por los cielos altísimos (…) Como todo es Dios/ Yo soy Dios / Y esta noche gobierno las galaxias/ (…) / Ahora los pinos han dejado de rezar/ Y entonan solemnes cantos gregorianos”. Todos los sentidos son convocados por esta voz única, que desde “uno de los polos de la pequeña tierra” se deifica junto a la magnificencia del Universo, trascendencia anhelada, arrobamiento místico que se contradice con otros momentos poéticos como en su “Último deseo” “Antes de dejar de respirar/ antes de retirarme definitivamente/ de este juego/ no pongan ni siquiera un Cristo/ entre mis manos/ pon tu sonrisa y tu mirada/ y que eso sea el paraíso”. Juego permanente que se debate entre el espiritualidad y el deseo carnal, sacrilegio en que se funden la redención y el ser amado.
En su libro Últimas señales (1979), los poemas “Documento psiquiátrico”, “El resucitado”, “Tocando fondo”, “De nuevo quiero escribir”, “Oración” expresan la voz testimonial de un ángel caído, que lanza rebeldes gritos ante su soledad, clama por el amor no compartido, amor imposible, culposo: “los besos que di/ y no me devolvieron…/ por el absurdo que ha significado toda mi ternura…”; para comprobar con profundo dolor que: “…lancé mi red de amor/ a los abismos/ para sólo pescar/ el desconsuelo”. En “Carta a Dios” reclama al Supremo desde la tierra, que no es más que un: “espectro creado/ por tus manos/ y olvidado por tu memoria (…) Yo soy la voz que clama/ y reclama en el desierto, / en este mundo en que nos/ martirizamos (…) yo soy el que ha pecado/ y seguirá pecando mientras viva/ de carne soy/ y busco yo la carne florecida. /Es por amor que muero/ y por andar amando me condenan…” La rebeldía de esta voz nos recuerda a escritores como Guide, Mann, Genet. Es el clamor que se repite ante la conciencia del amor prohibido, contradictorio y por lo mismo trágico, que transforma su sentir íntimo, su existencia en un absurdo: “Ahora no espero a nadie (…)/ y para acompañarme/ saco un pez luminoso/ de mi acuario”.
Esta voz testimonial que susurra más allá del lenguaje figurado y se autocensura ocultando su sentido último, desencadena en el poeta profundas depresiones acompañadas de sicoanálisis, que podemos constatar en algunos versos de “Documento siquiátrico” verdadera catarsis: “Lloro por los días que perdí/ y que pasaron esquinando mi vida/ lloro por los días en que no anduve/ como otros/ con las bellas muchachas/ en las cálidas tardes de verano (…)lloro justamente por mi inconfortable ternura/ celeste anzuelo/ con el que también he recogido/ hermosas perlas/ adheridas al fondo del fango/ y del abismo”. La fidelidad de este decir poético, labrado en la soledad de la provincia, comunica siempre más de lo que dice, sin convertirse en demandas ni querellas, solo sus estanques interiores dejan escapar con verdaderos fulgores la simple verdad de una existencia, que sublima en la poesía el dolor del alma. Cual una profecía escribe: “No dejarán mis ojos/ otros ojos/ que vean el mundo/ por los míos/ Yo apenas dejaré estas palabras/ estos balbuceos/ para que cuando ya no esté/ alguno de los que tanto quise/ levante la copa de la mañana/ en mi recuerdo”.
Libros del autor:
Cantos de pan (1959) agotado, Registro (1965) Nascimento, Últimas señales (1979) Nascimento, Quebrantos y testimonios (1993) Ediciones Casa de Chile, México, Adivinanzas para niños (1998) Ediciones Universitarias. Universidad Católica del Norte, Sol de Invierno. Antología (2002) Ediciones Universidad del Bío Bío.
Algunos premios:
Premio FECH 1954
Premio Municipal de Extensión Cultural Artística 1968 (Chillán)
Premio “Luís Tello” de la Sociedad de Escritores de Valparaíso
La Academia Chilena de la Lengua lo distinguió como Miembro Correspondiente en 1983.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…