Por Antonio Gil
Muy buenas tardes y muchas gracias por la invitación y por la presencia de todos en este parque que tiene tantos nombres que al fin no tiene ninguno. Japonés, Gran Bretaña, Balmaceda, de la fuerza aérea.
Ahora y solo intentado acercar una rama, una sola, a la fogata que hoy nos congrega vamos a recordar al ensayista argentino, José Pablo Feinmann, quien, a mi juicio, con intensa claridad alguna vez afirmó:
“La verdad se construye: la verdad es siempre una versión de la verdad que colisionará con otras. Porque, en realidad… la realidad no existe. Existe un campo trazado por miles de interpretaciones, cada una de las cuales parte de un hecho verificable, pero lo insertará en un sistema interpretativo autónomo y diferenciado. Hay, así, una batalla cultural que es la batalla por las interpretaciones del mundo».
Como bien sabemos, existe un género literario llamado historiografía, el que se ubica latitudinalmente entre la literatura fantástica y la narrativa de terror.
Sólo esto explicaría, por ejemplo, que en 1955 en este suburbio recóndito de la Tierra se entregara el premio nacional de literatura al historiógrafo Francisco Antonio Encina y su desacreditada y racista obra de ficción centrada en el pasado de Chile. Vamos a darle una vuelta al reloj de arena, viejo instrumento que nos complicará un poco las cosas en medio del devenir que imaginamos salpicado de estampas de Brugel, el Viejo.
La literatura histórica, eterna subsidiaria del supuesto rigor imaginario y sobrevaluado de la historiografía, en verdad se funde y se confunde con la narración literaria de sucesos del ayer, nombre que resuena a radioteatro de la radio del Pacífico, y donde evidentemente aplica aquello de que “donde no existe la verdad es necesario inventarla”./p>
Ahora y en un escalofriante, aunque breve arranque de auto referencia debo confesar mi más oculta pretensión: la metafísica. Cometido en el que yerro, la mayoría de las veces, por ser siempre mucho más ancho que profundo. Por aventurar desde la lírica a algo que llamo la ciencia fricción, ya que a diferencia de la ciencia ficción lo que busca es provocar una chispa, frotando lo posible con lo imposible en medio de la oscuridad.
Si, porque se equivoca quien imagina páginas en blanco. Lo que hay es una sombra triple, una oscuridad trinitaria: La primera es la oscuridad del propio ser y su escoria intentando encontrar el sendero hacia alguna cuerda de resonancia colectiva.
La segunda es el cono de sombras que proyecta la certeza de la inutilidad total de este empeño. Porque, de verdad, a nadie le importa.
Y la tercera es esa noche honda, espesa, que sentimos al aproximamos, sin llegar, al centro del único tema que a nuestro entender importa a la escritura… que es el Tiempo. El Tiempo y su horror embriagante, como un interminable salto en benji.
El tiempo como el único misterio que vale la pena a la literatura indagar en vano.
Bien, solo para revolver un poco la argamasa, digamos que el historiógrafo, no el historiador, enfrenta un desafío imaginativo similar al del autor de literatura. Pero debe responder ante sus odiosos pares un conjunto, una avalancha de preguntas ante las cuales el escritor histórico no debe comparecer, ni puede, ni quiere.
Y esa es quizá la única diferencia concreta. Y su evidente ventaja comparativa.
Refiriéndose al estilo histórico, el engolado Juan Revilla nos aconsejó en su hora «sin dejar de ser didáctico, esto es, grave, severo y elevado, puede ser vivo y animado en la narración, enérgico y nervioso en el retrato de los personajes y en las máximas y juicios de carácter moral sobre los hechos, profundo en las consideraciones filosóficas y galano y pintoresco en las descripciones. El lenguaje, sin perder tampoco las condiciones didácticas, puede ser florido y hasta poético, y siempre elegante, correcto y armonioso. Las imágenes y figuras poéticas pueden admitirse con tal de que no se abuse de ellas.
¿Cómo es posible que un noble romano, como Catilina, planee hacerse con el poder a costa de todo y de todos, eliminando incluso a una parte importante del senado? ¿Cuándo se ha visto que los generales romanos se dejaran sobornar por el enemigo, como pasó con Yugurta?
Esto, que perfectamente podría ser el comienzo de una novela histórica, es más, que se podría usar como opertura de una gran sinfonía clásica, es el inicio de un texto del historiógrafo Salustio quien lo escribió el ciento once antes de Cristo.
Ocurre que, en el mundo clásico, tanto en Grecia como en Roma se consideró a la historia y su relato como un género literario, cosa que evidentemente dista muchísimo del concepto que hoy se tiene de ella.
Queda ahora entonces el campo abierto para la novela histórica como género distinto y distante de la historiografía. Y por tanto como linde y frontera de la misma.
Como su principal parámetro y fantasma.
Nos preguntamos, solo por preguntar, ¿qué pasa entonces con novelas, como, por ejemplo, una de mi autoría llamada Apache, donde nada, ni una sola sílaba son producto de la imaginación? ¿Dónde todo es estricta, maniaca y, ridículamente apegado a lo que ocurrió, desde los números de patente de los autos, los números de serie de las pistolas, sus marcas y calibres hasta los diversos alias usados por los protagonistas?
Se trata entonces, de un asunto de inserción y de intención. La modalidad en que el texto ha sido gestionado hace que su estrategia y su arquitectura interna carezcan por completo de relevancia, importando solo el hecho que voluntariamente ha buscado instalarse en el campo de la ficción. De la literatura. De la novela, donde orbita con mayor o menor fortuna. Poniendo entonces a la historiografía también a rotar en un espacio convencional, de casillero pre definido.
Eso queda ahí, abierto. No sé como seguir su desarrollo. Debo confesar que me resulta imposible hablar de mi escritura, y que ella está ahí, precisamente para hablar por ella misma, y que, si alguien puede desentrañarla, o re contextualizarla, o encontrarle una intención que se me escapa, son Antonia y Fernando, quienes por fortuna me acompañan en esta mesa.
Sin embargo, quiero aprovechar esta ocasión para descargar mi espíritu, revelando el nombre de mis padres.
Tras una detallada, y pasmada lectura juvenil de Alejo Carpentier, años en que me enamoré perdidamente de su El arpa y la sombra, inicié una lectura y relectura infinita, comenzando y terminando, cientos de veces, una y otra vez, el Maladrón de Miguel Ángel Asturias, texto que no le cupo en la carpeta NUEVA NOVELA HISTÓRICA a Menton Seymour, pero que en lo personal me señaló el camino, al ser mordido por esa araña que convertía en ojos cada gota de sudor, entre las arenas movedizas y los pantanos de una jungla por la que, me temo, todavía avanzo a tientas en busca del mar.
Ponencia del escritor Antonio Gil en la charla “Literatura e Historia en la narrativa de postdictadura”, dentro del ciclo Literatura e Historia, realizada el martes 13 de septiembre en el Café Literario Parque Balmaceda.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…