Editorial Zuramérica, 159 páginas
Por Antonio Rojas Gómez
Los diez cuentos de este volumen nos retrotraen al tiempo de la dictadura. La sombra de Pinochet planea sobre ellos y les presta un tinte sombrío. La misma sombra que oscurece el presente del país, incluidas las pandemias de salud y la social que se desató en octubre de 2019. Porque estos cuentos no nos hablan solo de los chilenos de hace cuarenta y cinco años, nos hablan de los chilenos de hoy. Y lo hacen a través de la voz de un narrador que utiliza de preferencia la primera persona, pero que conserva idéntica tonalidad las dos o tres veces que opta por la tercera. Son cuentos viscerales, escritos con pasión. Pero la pasión está mediada por el talento y el oficio del autor, que sabe lo que hace y lo hace bien.
El cuento inicial, que da título al volumen, es, a mi juicio, el más logrado. Nos traslada a una protesta épica de los estudiantes de la Universidad de Chile, en el momento más duro de la represión. Brillan en él dos muchachos, un alumno gordinflón y otro esquizofrénico, delgado y larguirucho, que asiste a un curso de cálculo avanzado en calidad de oyente, con el beneplácito del profesor y de sus compañeros. Son como Laurel y Hardy, dice el narrador, un estudiante más. Son los únicos identificables en la foto de portada del periódico que replica la protesta a lo largo del país. Se convierten, entonces, en héroes anónimos. Y desaparecen. Y surge el rumor, que se esparce como gas venenoso por la universidad. ¿No serían infiltrados? ¿Se trataría de lobos con pieles de ovejas? La duda alcanza incluso al propio narrador. El cuento tiene un final excelente. Como tienen que ser los finales de los cuentos de excepción, que no se olvidan.
El narrador, si bien no está identificado, se repite en todas las demás historias. Es siempre un hombre joven que ve, con desencanto, cómo las circunstancias políticas le escamotean la vida y destrozan sus sueños. Lo encontramos en relaciones amorosas, incluso en un cuento muy sutil en que un personaje descollante, exitoso, simpático, líder nato, experimenta por él una atracción gay. El cuento se titula Déjalo ser y está tratado con respetuosa sutileza.
También lo vemos convertido en padre de familia, orgulloso, esforzado, hasta que lo alcanza la cesantía y, como ya tiene cuarenta años, es demasiado añoso para encontrar un nuevo trabajo. Su situación se resuelve, sin embargo, de una manera impensada y hasta risueña. Mirando los pollitos es el título de esta historia que nos muestra, de una manera distinta, lo mismo que el resto de los cuentos: un mundo en el cual parece no haber cabida para la humanidad.
Se puede hablar de cada uno de los cuentos y encontrar el sello que lo distingue de los demás. Pero el libro como un todo nos ofrece una mirada única, inequívoca, en la que cada relato se ensambla a la perfección con el que lo antecede y el que lo continúa. El conjunto conforma una sólida manifestación de vida, la vida chilena de los años 70 del siglo pasado, que se prolonga en los años 20 del siglo actual, como si el tiempo transcurrido y los dolores sufridos no hubiesen servido de nada. Después de treinta años se titula, precisamente, el cuento que cierra el volumen. Los amigos vuelven a reunirse hoy. Y recuerdan que “en los albores de los setenta todos teníamos el espíritu lleno de sueños, que nuestros ojos miraban hacia un mundo que no existía, y queríamos construir ciudades resplandecientes ladrillo a ladrillo”. (Pág. 142). Es la tarea que todavía espera a los jóvenes chilenos. Como dijimos al principio, no hay mucha diferencia entre los muchachos de antes y los de ahora.
Estos cuentos, escritos con rara maestría, representan a mi juicio lo mejor de la literatura de Diego Muñoz Valenzuela, sin desmerecer sus novelas de ciencia ficción ni sus microrrelatos, a los que dedica hoy sus mejores esfuerzos. Resultaría satisfactorio que, en un paréntesis creativo, retomara también el cuento tradicional.
Es asombroso descubrir cómo se articulan las ideas y pasiones en torno a la poesía habiendo tanta distancia geográfica -nunca…