(Una crónica)

por Sergio Tulio Espinoza Reyes

No falta de qué reírse, decía una vieja
y revolvía el bracero con la pata de la guagua.

PROGRAMA DE CELEBRACIÓN DE LAS GLORIAS NAVALES.
Sábado 21 de mayo de 1960.

1.- 9:00 horas. Santa misa de campaña en adoración a la virgen del Carmen, patrona de Chile.
2.-11:00 horas. Desfile y ceremonia en plaza Sotomayor de Valparaíso.
3.-15:00 horas. Mensaje presidencial.

Todo se fue al carajo. A las seis y dos minutos de la mañana se dejó caer un fuerte terremoto en Concepción, y el sur del país quedó incomunicado. La celebración del 21 de mayo debió quedar en espera. El presidente, entonces Jorge Alessandri Rodríguez, viajó de urgencia al sur con una comitiva para evaluar daños y planificar el socorro.

Al día siguiente volvió a temblar casi a la misma hora, como para que quedara claro, y por si alguien aún tenía alguna duda, volvió a temblar con igual fuerza, cerca de las tres de la tarde.

Mientras se realizaban los ritos funerarios para los muertos del primer terremoto, la tierra había comenzado nuevamente a moverse. Las urnas de los difuntos del día anterior caían de sus improvisados pedestales. Caballeros circunspectos y damas de sombrero con velo perdieron toda compostura y de rodillas- tampoco podía estarse de otra forma- comenzaron a gritar sus pecados y a implorar misericordia. Pero todo recién comenzaba. Minutos más tarde, se produciría lo que los libros señalan como la peor catástrofe sísmica conocida por el hombre, o simplemente, el gran terremoto de Valdivia.

En Santiago el suelo volvió a oscilar suavemente durante interminables diez minutos, como alertando de que algo terrible estaba ocurriendo en algún lugar. Eran las tres de la tarde del 22 de mayo de 1960.

En Temuco nadie podía tenerse en pie, ni en Osorno, ni en Puerto Montt, ni en ningún pueblo vecino. En Valdivia se estaba acabando el mundo.

En medio de un ruido infernal de tableteos, gemidos de perro, relinchos y gritos de mujeres, las casas comenzaron a derrumbarse una a una. El suelo ondulaba y la tierra se partía a lo largo de enormes grietas que formaban andenes que se movían subiendo y bajando. Las casas se sentaban inclinándose como sillas que les faltase una pata, o simplemente se desplomaban. Duros edificios lograban mantener sus fachadas con dignidad y entereza, mientras al interior se derrumbaban en forma inapelable. Cuando se creía que todo había terminado comenzaba nuevamente a temblar. Parecía que la tierra nunca dejaría de moverse.

Aquella noche nadie durmió. Tampoco había donde hacerlo, que no fuese sobre incómodos escombros.

Pero lo peor estaba aún por venir. Kai kai vilú, la serpiente espíritu de las aguas, se preparaba para atacar. Las aguas del río Valdivia subieron y comenzaron a salirse de su cauce. En Toltén y Puerto Saavedra el mar se recogió dejando un fondo lleno de moluscos y peces rezagados. Más de algún pescador quiso aprovechar la ocasión para hacerse de algunos mariscos pensando que el mar volvería con la misma parsimonia con que se había retirado, pero no. Tres veces «ese mar que tranquilo te baña» se abalanzó sobre la tierra arrasando con todo. Tres veces se llevó casas, árboles y todo lo que encontró en su camino. En el puerto de Corral, algunos lanchones de carga fueron lanzados como arietes contra las instalaciones de los altos hornos, orgullo de la industria siderúrgica nacional. Grandes buques anclados en el puerto de Corral fueron llevados por las aguas y varados varios kilómetros al interior del río Valdivia.

En Toltén sólo quedó un bosquecillo de pivotes sobre los cuales habían descansado las casas. Embarcaciones de diferentes tamaños y estilos quedaron depositadas sobre los techos de algunas casas rebeldes, que se resistieron a ser arrancadas de raíz y paseadas de ida y vuelta por el pueblo. Se contaba, como chiste, que un borracho despertó al día siguiente sobre el piso de su casa, que se movía al ritmo de las olas, en medio del océano. Quizá fue cierto.

Olas de diez metros de altura atravesaron el mayor océano del planeta y se abalanzaron sobre las islas y las costas del borde occidental de la cuenca del Pacífico.

Días después, la lluvia, que no pudo cambiar su programa de trabajo a causa del terremoto, como había hecho el entonces presidente de la nación, se dejó caer sobre la tierra martirizada. Lo malo es que ahora no había techos donde guarecerse, sino montones de escombros que sólo servían para hacer más barro y entorpecer el caminar.

Nadie estaba en sus cabales, los mismos que a gritos habían implorado misericordia al cielo, al día siguiente estarían en el pillaje porque había que comer. Algunos presos, que escaparon de la cárcel, terminaron sacando desdichados debajo de los escombros y ayudándolos a bien morir. Los que a cada instante disparaban su arma de servicio para amedrentar a posibles delincuentes, se escondían a rezar y a llorar, porque no sabían de sus familiares, porque se sentían solos y porque tenían miedo.

El desquicio pasó a ser universal. Enormes aviones estadounidenses de transporte militar, destinados a la destrucción de infaltables enemigos inventados, calaron en aeropuertos chilenos y al abrirse sus panzas, en lugar de salir tanques y soldados armados hasta los dientes, bajaron toneladas de carpas, frazadas, leche, y medicinas. De todas partes empezó a llegar auxilio. En Santiago se movilizaron las organizaciones de beneficencia. Los estudiantes salieron a pedir ayuda casa por casa. Una estudiante que hacía la colecta, al ser entrevistada, contó que un modesto transeúnte, no teniendo nada para darle, se quitó la chaqueta en plena calle y se la entregó. La chica esperó llegar a casa para romper en llanto. Lo publicó un diario de la tarde.

Como ya llevaba más de una semana temblando intermitentemente, una reunión de machis y loncos, como nunca se había visto, tuvo lugar. Había que hacer algo. El huinca había talado los bosques, embancado los ríos, llevado las ovejas de la tierra al exterminio. Los pillanes estaban enfurecidos. Varios volcanes entraron en actividad. «Hierve el sur» decía un diario santiaguino. Los sacrificios de caballos y corderos eran insuficientes para aplacar la cólera divina, era necesario un sacrificio mayor, un sacrificio humano. Algo se supo de un niño. Ante asunto tan delicado y espeluznante la prensa fue acallada.

Pero no se mueva nadie, porque todavía falta. Esta parte es la mejor, porque aquí ganó el hombre.

Cuando se volvía a la normalidad y comenzaba la limpieza y la reconstrucción, los lugareños empezaron a darse cuenta de que varios lagos subían de nivel en forma alarmante.

En la región de Los lagos, una serie de lagunas y lagos intercomunicados, que incluyen los lagos Calafquén y Panguipulli, se disponen de forma tal que van trasladando el agua en forma escalonada desde las alturas andinas hasta el lago Riñihue, el más bajo. Desde allí el agua desciende por el río San Pedro hasta desembocar en el río Valdivia. El nivel del lago Riñihue había subido veinte metros porque su salida estaba bloqueada. Tres cerros se habían derrumbado y hacían tacos en el río San Pedro, desagüe natural del lago. De acuerdo a cálculos de la época, cuando se produjese el desborde, cuatro mil ochocientos millones de metros cúbicos de agua se despeñarían recuperando sus cauces naturales y una ola de entre 8 a15 metros arrasaría la ciudad de Valdivia y el puerto de Corral. Fue entonces que se llevó a cabo lo que la prensa llamó la «epopeya del riñihuazo».

Sí, señor, eso es lo que fue, una epopeya tecno-laboral. Con unos pocos buldóceres, que el barro se empeñaba en inmovilizar, con ingeniería, con mediciones, con cálculos, con análisis, trabajando noche y día bajo la lluvia, mojados hasta la intimidad y con barro hasta en el sueño, medio millar de hormigas furiosas, entre soldados y obreros, hombro con hombro palearon y palearon, al borde de los torrentes, colgados de los cerros, sin descansar. Durante dos meses, metro a metro, fueron torciendo con paciencia y diplomacia la voluntad del agua para que fuese esculpiendo su propia salida, sin estampidas de pánico. Sin par hazaña.

El agua fue bajando lenta y controladamente. Con tranquilidad inundó la ciudad de Valdivia. El río penetró por las calles. Sólo en bote se podía transitar. Se habló de construir una nueva Venecia.

Al cabo de algún tiempo, el agua abandonó las calles y fluyó hacia el océano lentamente hasta que, a vuelta del invierno, lo que había de Valdivia, quedó al descubierto. La «perla del sur» se había salvado.

A medida que la angustia del luto fue absorbida por la cotidianeidad, y el aspecto de las ciudades arrasadas fue mejorando, estos sucesos se fueron olvidando, ignorando que tres siglos antes había ocurrido exactamente lo mismo, sólo que en aquel tiempo no había cómo controlar el riñihuazo y el rio se llevó todo.

– Ahora bien: Sepan que el país puede estar tranquilo, porque otro terremoto de magnitud 9,5 no tendremos hasta quizá unos cien años más.

-Entonces: ¡venga otro trago y un pie de cueca, pues!

En este país nunca falta de qué reírse.

16 abril 2014

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Sergio Tulio Espinoza 1940, es geólogo doctorado en ciencias en la Universidad de Paris. Trabajó por más de cuarenta años en el norte de Chile en compañías mineras y como académico en la Universidad Católica del Norte.

Desde 2014 participa en el taller literario La trastienda Alejandra Basualto en forma intermitente.

Es autor de la novela de ciencia ficción Atomón (2016 ed. Nlibros); Colgado de la Luna cuentos y relatos nortinos (2017 ed. Nlibros), y coautor de la antología de cuentos: Reflejos (2017 ed. La Trastienda). Ha ganado premios en concursos de cuentos. (Concurso Líneas de vida en 2015 y Vitamayor en 2015 y 2017).