por Humberto González Meneses

“Y lo que experimenté fue más o menos esto: Solitario, hasta entonces, había sido un miembro aislado de un cuerpo que ahora se completaba”.
Miguel Serrano, Ni por mar ni por tierra

Existen varias razones por las que uno podría emprender un viaje. La primera podría ser por placer, o también por trabajo; para algunos vendría a ser lo mismo siempre y cuando escapen por un momento de casa. Pero la segunda forma siempre es la más conflictiva, debido a que nace de una necesidad, de la búsqueda o la huida de algo o alguien en particular. Para la primera razón, el destino está ahí, fijo y concreto, pero para la segunda, el destino es algo que llegará después de un tiempo largo. Porque para esta segunda razón no existe un puerto de llegada; a diferencia de lo que Campbell pueda decir del viaje, hay algo en nuestra época que no da cabida para los héroes, menos para el viaje de uno. Somos totalmente villanos, o por lo menos en alguna parte de nuestra vida lo hemos sido, algunos quizás muchos más que otros, pero villanos, al fin y al cabo.
Yo esperaba que cuando emprendiera mi viaje, me sintiera un poco más cerca de la primera; lo cierto es que, en aquel tiempo, me era más cercana a la segunda razón, pero indudablemente, de alguna manera me parecía cómoda.

Por ese momento yo trabajaba cerca de la ciudad en la que residía, me hospedaba en la casa de mi madre, la que nunca me exigió nada a cambio por permanecer ahí, salvo que me cuidara cada vez que saliera; las madres siempre presuponen lo peor del mundo en contra de sus hijos, o al menos así siempre lo he percibido. Creo que le ayudaba a que su soledad no ganara tanto terreno, ya que pasó mucho tiempo sola en la casona cuando los dos hijos nos fuimos de casa a buscar nuestros rumbos por caminos distantes y diferentes. Ella también ayudaba a llenar parte de mi soledad con la cual venía viajando hace ya un tiempo, como una mochila que no se descargaba con el equipaje.

Juntaba dinero con ahínco desde que llegué nuevamente a la ciudad, para marcharme una vez más de la misma lo más pronto posible. Ahorraba porque ahora quería salir un poco más lejos, y que me diera la oportunidad de estar más tranquilo al llegar al lugar que fuera, y regodearme con los trabajos, hasta encontrar uno que me pareciera adecuado y me diera el tiempo suficiente para poder leer sin buscar tiempos muertos fuera o dentro del trabajo.

Yo andaba medio perdido por ese entonces, intentando, como decía Cortázar en uno de sus cuentos, en “poder no pensar”, pero lo cierto es que me era totalmente imposible, porque cuando uno desea marcharse, y la partida la gatilla una mujer, lo que más se hace es darle vueltas a la sesera. Yo pensaba en Alexandra la mayor parte del tiempo, y en lo mucho que nos faltó vivir en esta ciudad juntos.

La consola de la cómoda guardaba una bicicleta de alambre que alguna vez compró a un artesano en la calle para regalarme dado mi gusto por los modelos antiguos de estas. No se podía deshacer el trabajo, ni menos aun devolvérsela al artesano anónimo. Ahí estaba, inmóvil como el recuerdo de esa tarde en la que la trajo a casa, y la observamos tranquilamente posada sobre el mueble en el que aún permanecía; con menos brillo, por una película de polvo que se le fue adhiriendo con el paso indetenible del tiempo, perdiendo el lustre opaco del galvanizado en su comienzo.

Pero también debo decir que, a cuentas de pensar mucho, abocaba parte de mi mente en la lectura, a modo de distracción; principalmente cuentos y ensayos latinoamericanos por mayoría.

Yo creo que los escritores latinoamericanos tienen experiencia en caminar. Y dado que yo esperaba seguir haciéndolo, en no sé qué determinado momento desde mi llegada, sentí una gran empatía por estos autores, por los que alguna vez, en mi inexperta mirada de juventud adolescente, no entendía. Aún no empezaba a recorrer mi camino para entender sus pisadas, y la nostalgia bucólica que guardaban sus páginas.

Como creo haber mencionado, por ese entonces yo trabajaba muy cercano a la ciudad, a unos treinta minutos de distancia a lo mucho, en un supermercado reponiendo frutas y verduras.

La mayor parte del tiempo dentro del trabajo, cumplía con mis deberes laborales de la mejor forma posible, siendo ordenado y ágil en extremo, manteniendo mi área lo más limpia posible y, ayudando a cualquiera de mis dos compañeras si es que lo requería la ocasión. Nacía natural ser cortés con la gente que concurría al supermercado para abastecerse, pero eso se debía a que buscaba con mi actitud, ganarme tanto a compañeros, jefes y público, y que mi ausencia en el salón de ventas se debiera a que me encontrara en bodega, quizás, haciendo algo tan importante como atender las necesidades de la sala.

La mitad de ello era verdadera; recurría a la bodega para surtir el carro, al que llamábamos lengua, por su extendida parrilla plástica en la que se cargaban los productos frescos y coloridos, que podían estar escaseando en alguna de las góndolas de la sala. Pero la otra mitad de estos viajes los utilizaba para leer. Ingresaba siempre para hacerlo en la cámara de mantención de verduras y frutas; menos frías que las de lácteos y carnes.

Por esa parte del año, el sol traía consigo el calor de un verano que prometía, a todas luces, ser seco, dejando las camisas corporativas en la casa y reemplazándolas por poleras de la misma, pero indudablemente mucho más cómodas y frescas que las algodonadas camisas con cuellos acartonados. Las poleras campeaban el calor que se colaba por las mamparas corredizas de la entrada principal, pero no lo evitaban a cabalidad. Pareciera ser que el aire acondicionado dentro del supermercado siempre estuvo en reparación ese verano, por eso, la cámara de mantención era un lugar agradable para permanecer más tiempo de lo que tomaba el sacar los productos para llenar el carro.

Al partir a la bodega siempre me equipaba de un polerón negro con bolsillo de canguro y cuello largo, que guardaba detrás del mostrador, la que era accesible solo para nosotros; quiero decir para mis dos compañeras y yo. Me ponía el polerón, y partía con la lengua a la cámara con la excusa de retirar productos, que con previa antelación veía que escaseaban en las vitrinas. Cargaba lo necesario para que en otra ocasión del día me diera tiempo nuevamente de volver atrás; y dejando la lengua a la vista, fuera de la cámara, volvía nuevamente al frío interior. A solas y totalmente fresco, de mi bolsillo de canguro sacaba un libro; siempre portaba un libro a la medida del bolsillo del polerón, pasando totalmente desapercibido a la vista de los compañeros, jefes u otros ojos.

Uno espera que la gente busque tiempos muertos para revisar sus teléfonos, respondiendo mensajes desesperadamente, de amigos o familiares, pero yo, en esas burbujas de tiempos libres que me autogestionaba en el trabajo, leía. Me sentaba en una de las tantas cajas de plástico vacías que había dentro de la cámara, poniéndolas de forma vertical para que el largo de mis piernas quedase en completa comodidad ante cualquier interrupción. Eso, me daría tiempo de sobra para agilizar mis movimientos, y simular como que me encontraba aun haciendo algo dentro de la cámara. Leía tranquilamente porque nadie molestaba en esa cámara. Leía, y aunque sin lugar a dudas entendía lo que contaban las páginas, seguía pensando en Alexandra.

Quizás Cortázar me jugaba una mala pasada. Quizás él tampoco llegó a poder pensar en nada, porque es más fácil poder pensar en dos, en tres, y hasta cuatro cosas a la vez; pero como buen escritor que era, me hacía creer que lo que decía un personaje podía llegar, dentro de toda la ficción, a ser verdad.

Cuando el fresco de la cámara pasaba la tibieza del polerón, y empezaba a extrañar el calor de la sala, volvía nuevamente con la lengua que antes había cargado de productos.

Pensaba también, mientras reponía las vitrinas, en la correspondencia de Kafka, que se mencionaba en uno de los ensayos que estaba leyendo, y en cómo llegó a retener por más de un año a Felice Bauer; solo con sus cartas, eso me impresionaba. Me preguntaba cómo yo no pude retener a Alexandra con las mías.

Era curioso, escribía bastante cuando Alexandra y yo aún vivíamos juntos; más bien, le escribía a ella. Inventaba tontas historias con situaciones que en la más pobre imaginación no podrían llegar a ser creíbles; al menos recreadas. Quizás en ese momento en que estuve con ella llegué a poder pensar en nada. Y por eso los escritos (cuentos mayormente) en ese entonces, no retrataba nada en la imaginación, porque no pensaba en nada en lo que pudieran llegar a decir los personajes para contar que fuera sustancial para enganchar a un lector como Cortázar lo había hecho conmigo, por ejemplo.

Comprendí también que por eso Kafka mantenía a su epistolar amada a distancia. Porque entre mayor hubiera sido la cercanía con ella, menor es la luz que podría haber poseído de su linterna nocturna para poder escribir; ella de seguro la hubiera apagado, o, siendo más amable, hubiera disminuido la candelaria, haciendo que el judío autor tuviera que fruncir el ceño, calibrando la mirada para abastecerse de la escasa luz que le permitía su amada en la oscuridad de la noche.

Había viajado por mucho, evitando inconsolablemente encontrar un lugar que me ayudara a no poder pensar en nada, especialmente en ella. Pero estando en la ciudad del punto de partida de mi largo viaje, me daba cuenta que se piensa en nada cuando se está acompañado, que se retiene, pero a la vez se mantiene a distancia para poder seguir escribiendo; como lo había hecho Kafka.

Trabajaba porque deseaba escapar, comprar un billete de viaje, y con él encontrar un lugar en el que la mente no pensara en nada. Lo cierto es que lo pensaba todo, porque tenía para decirlo todo. No podía, pensaba, escapar del recuerdo de Alexandra. Pero mientras lo intentaba no me daba cuenta de que las palabras ahora me atragantaban; porque había sido mucho lo vivido y muy poco lo contado. Buscaba un lugar que había obviado mucho tiempo, y tuve que dar muchas vueltas para morderme la cola; porque ser escritor es eso, viajar con mochila de fantasmas; y que cada vez que sea necesario reencontrar un nuevo lugar, uno puede, o tiene la posibilidad de inventárselo a la medida, solo para volver a vivir un poco más, o intentarlo por lo menos.

Los autores, incluso después de muertos, mantienen una relación con sus lectores. Cada una es diferente, porque se lee de manera diferente. Uno saca lo justo y necesario para la situación; al menos llama la atención algo del texto que se relacione con el momento vivido. Hemingway, por ejemplo, dice que la única forma de acabar con el amor y a la vez el recuerdo de una mujer ida, es ficcionalizar su figura para dejarla atrás. Ahora pensaba yo seguir su consejo, sacar partido de la experiencia de Kafka a base de su epistolar aventura y, de la broma que Cortázar me jugó por un considerable tiempo, y que ese fuera mi billete de viaje a un nuevo puerto en la mitad de mi vagabunda vida.

10 de diciembre de 2019, San Francisco de Limache