Por Josefina Muñoz Valenzuela
El contexto
Han pasado 43 años desde el golpe militar y 26 años del período que le siguió y que nombramos de diversas maneras, cada una de las cuales conlleva su interpretación: vuelta a la democracia, transición, posdictadura… La literatura ha narrado esos años de muy diferentes modos y desde ángulos diversos, pero es una mirada importante y necesaria tanto para quienes fueron testigos de esos años como para los jóvenes de hoy.
Antes de la dictadura, la sociedad en general era distinta a la actual, porque aún no se había implantado el nuevo modelo económico y quizás es posible afirmar que un sector importante de nuestra sociedad pensaba que era más valioso el ser que el tener, característica que se ha invertido hoy. En dictadura, un grupo de economistas, los Chicago boys, elaboró de manera silenciosa el modelo económico y social neoliberal, con una sociedad civil excluida, con total violación de los derechos humanos, amparados por la Doctrina de Seguridad Nacional y la influencia de EE.UU. Ese modelo, entre otros aspectos, nos dejó el Plan Laboral, privatizó la salud, la previsión y la educación que hasta ahora padecemos.
Recién en 1984 terminó la censura previa para las publicaciones, pero la de cine se mantuvo hasta 2003; el estado de sitio, estado de guerra interna y toque de queda, recién se levantarían en 1987, aunque subsistieron dos estados de excepción: emergencia y perturbación de la paz interior, lo que permitía exiliar opositores. Después de varias décadas cuatro comisiones concluyeron que los detenidos, desaparecidos, ejecutados, torturados, presos políticos, eran cerca de 40.000 seres humanos, con más de 3000 muertos o desaparecidos, todos atribuibles al Estado Chileno, en particular a la DINA, CNI, Carabineros e Investigaciones. En 1983 comienzan las grandes protestas nacionales que se prolongan hasta el 86 y la censura impide que las publicaciones periódicas informen de ellas y de los detenidos y muertos. En 1985 son degollados tres profesionales comunistas y acribillados los hermanos Vergara Toledo.
En 1986 continuaron sucediendo hechos de gran violencia contra la ciudadanía. En la última protesta, 2 y 3 de julio de 1986, una patrulla militar quemó y abandonó vivos a dos jóvenes, Rodrigo Rojas Denegri y Carmen Gloria Quintana, quien fue la única sobreviviente. En septiembre Pinochet escapa del atentado del FPMR y se desata una gran represión. Como parte de las represalias, son asesinados a balazos el periodista de la revista Análisis, José Carrasco y el profesor y artista Gastón Vidaurrázaga, ambos del MIR; la misma suerte corren el funcionario de la Tesorería Felipe Rivera y el publicista Abraham Muskablit, ambos del PC. Ese mismo mes civiles armados con metralletas asaltaron la editorial Pehuén y poco después agentes de la CNI allanaron la Editorial Terranova del Arzobispado de Santiago. A fines de año son quemados en Valparaíso 15.000 ejemplares del libro de García Márquez, “La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile”. Lo anterior es una muestra muy sintética del ambiente en dictadura, 13 años después del golpe, y en ese contexto se desarrollaban la vida y la creación en nuestro país.
Antologías representativas
En sesiones anteriores hemos escuchado cómo se continuó creando, de manera precaria, publicando hojas sueltas, a veces incluso escritas a mano. En la década del 80 se publicaron varias antologías de cuento, pero elegí dos que me parecen muy representativas desde un punto de vista literario y social, pero especialmente porque la gran mayoría de los escritores incluidos está plenamente vigente.
La primera es Encuento, Bruguera, 1984, con prólogo del escritor Martín Cerda, director de la SECH en esos años, recoge lecturas realizadas al alero del Instituto Chileno Francés de Cultura, donde participaron creadores de varias generaciones, pero con el requisito de que sus obras hubieran sido escritas en la última década, es decir, diez años del golpe. En su contratapa leemos que los cuentos fueron escogidos por los mismos autores y se destacan “los procedimientos técnicos distintos de que se valen para abordar creaciones realizadas en el denso e insoslayable clima de los últimos años en Chile”. Entre otros, están Luis Alberto Acuña, Poli Délano, Fernando Jerez, Antonio Rojas Gómez, Carlos Olivárez, Ana María del Río, Roberto Rivera, Álvaro Cuadra, Antonio Ostornol, Ramón Díaz Eterovic, Diego Muñoz, Carlos Franz.
La segunda, Contando el cuento, Sinfronteras, 1986, de Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz Valenzuela, incluye a la “joven narrativa”, también Generación del 80, presentada en septiembre de 1986, acto al que fui generosamente invitada a participar. Se mantienen Cuadra, del Río, Díaz Eterovic, Ostornol, Rivera, Franz, D. Muñoz; se agregan Pía Barros, Jorge Calvo, Gregory Cohen, Sonia González, Juan Mihovilovic, Luis Alberto Tamayo, José Paredes, Leandro Urbina y otros.
La literatura es un espacio productivo que permite reunir el contexto presente con aquellos pasados y futuros, con lo más lejano y lo más cercano, con lo absolutamente personal e íntimo y lo social y colectivo, porque no se agota en lo puramente referencial a lo exterior, sino que comprende los procesos subjetivos e interpretativos. Creo que contar (y escuchar) historias es el mejor camino para conocer y apropiarse de la vida propia y de las ajenas, esas que permiten también la nuestra, porque le dan nuevos sentidos. Contar fue, quizás, lo que (re)unió a la horda desvalida, antes del fuego, antes de que las piedras, los palos, los huesos, se convirtieran en herramientas y armas; contar permitió también recordar y entender acontecimientos felices o tristes, épicos y banales, pero todos importantes para la conservación de sus vidas. Como afirmó Beckett, “las palabras son lo único que tenemos”.
Las identidades de los individuos y de las sociedades se construyen siempre en un contexto, en el que se mezclan aspectos objetivos y subjetivos; de ellos surgen la elaboración y la interpretación de lo que soy, de lo que somos, de lo que son otros. Sin duda, nuestras experiencias y emociones tienen un sello personalísimo, pero se espejean en el colectivo en que se vive. Así, la literatura de un período que fundamentalmente se describe como vivir en dictadura, recoge personajes heridos y dañados, por diferentes razones, pero donde ni víctimas ni victimarios están a salvo. Y aquí quiero leerles un cuento de Pía Barros que no aparece en la antología, pero sí en su libro “Miedos transitorios” del mismo año 86 y que ejemplifica de manera magistral en dos líneas que efectivamente nadie estuvo ni está a salvo.
Golpe, Pía Barros
Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe? Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio. El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.
Ramón Díaz y Diego Muñoz señalaban que la Generación del 80 estaba muy ligada a su circunstancia, huérfana de maestros porque sus referentes anteriores habían partido al exilio, siempre en situación de acoso y a contrapelo de la historia oficial que se imponía por la fuerza. En una mirada diagonal a los cuentos, se observa que el lenguaje intenta recuperar su poder de revelación y liberarse de quienes lo han transformado en instrumento de encubrimiento. Los cuentos de este período, también otros géneros, permiten entender mejor la existencia y necesidad de un lector que no es cualquiera sino ese que Benedetti llama lector cómplice, porque las situaciones narradas requieren de un lector capaz de decodificar, de leer entre líneas, de atar cabos, para así construir el sentido real sumando a lo escrito aquello que no está dicho.
En el lanzamiento de Contando el cuento afirmaba que muchas de las narraciones se situaban en un tiempo ya vivido, de manera de entregar un acontecer paralelo, subterráneo, contradictorio con la versión oficial. Entre los temas abordados están la muerte, el dolor, el temor, la desaparición, la cobardía, el exilio, la pérdida, la espera inútil, la indiferencia, el desencanto, pero también la generosidad y el amor. Hay un cuento desgarrador, El hijo de Marcial de A. Ostornol, en que un hombre, desesperado, en peligro de secuestro y muerte, cuya pareja no ha regresado, va a pedirle a un antiguo amor que se haga cargo de su único hijo para salvarlo. Y ella lo acepta. Ahí termina el cuento, pero sus lectores cómplices sabemos que es solo el comienzo de todo lo que vendrá, con muchos desenlaces que podemos imaginar.
Aquí quiero leer otro microcuento, que es emblemático de una preocupación y obsesión permanente para quienes teníamos hijos en ese período. Hijos que no podían escuchar todas las conversaciones ni conocer nombres, porque eso conllevaba peligros reales para ellos y para otros.
Padre nuestro que estás en los cielos, Leandro Urbina
Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza.
-¿Dónde está tu padre? -preguntó.
-Está en el cielo -susurró él.
-¿Cómo? ¿Ha muerto? -preguntó asombrado el capitán.
-No -dijo el niño-. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros.
El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.
Muchos de los cuentos de “Contando el cuento” tienen una estructura dual que el lector cómplice debe completar: en Estanvito de Pía Barros, el personaje ama las flores y los niños, pero también trabaja con ‘problemas’ que dejan caer ‘goterones rojos sobre el pasto’; en Toples de José Paredes, una mujer comienza a desnudarse, pero no es un espectáculo de cabaret sino una sesión de tortura; en Auschwitz de Diego Muñoz, un vagón de metro se transforma en una cámara de gas que mata a sus pasajeros.
Las guerras, las dictaduras, los totalitarismos de cualquier tipo, despojan a las sociedades de muchas cosas, pero también les dejan muchas otras, con el agravante de que son más difíciles de descubrir porque el paso del tiempo las ha naturalizado. La escritora bielorrusa y premio Nobel 2015 Svetlana Alexiévich dice: “El imperio rojo ya no existe, pero el hombre rojo quedó”. Y esa es la tragedia para las generaciones que vivieron y viven estos períodos, ya que fueron despojadas de aspectos básicos y centrales para la vida, como tener conciencia de que forman parte de una sociedad que necesitan; también, de la centralidad de la democracia, la confianza, la capacidad de disentir, el respeto por la vida y las ideas de otros.
Esa carga quizás no es para siempre, pero se mantendrá por muchas generaciones sin duda: el individualismo a ultranza, la incapacidad para entender que lo humano se construye en un colectivo que hacemos y nos hace. Por eso conservar las memorias no solo desde lo documental sino también desde la literatura es una de las tareas más importantes para el conjunto de la sociedad, no solo para quienes vivieron o viven en sociedades que solo quieren olvidar, también para los que recuerdan porque vivieron las experiencias desde un lado o desde otro, los que recuerdan lo que les contaron, los que tienen una única versión, los que no saben nada.
Y a propósito de la memoria, es sorprendente revisar Internet buscando bajo literatura y dictadura, memoria. En Argentina la dictadura duró siete años y diecisiete en Chile, pero la cantidad de artículos sobre estos temas desde las más variadas disciplinas es kilométrica allá y muy escasa acá, lo que desnuda una deuda social considerable y el temor a hurgar en la memoria, tarea absolutamente necesaria y pendiente para la historia, la literatura y los estudios literarios.
Para finalizar, dos cosas, la primera, una lúcida cita de Martín Cerda, de una entrevista realizada en los años 80, cuando era presidente de la SECH: “La función del escritor consiste hoy no solo en denunciar las deficiencias e injusticias de la sociedad en la que vive, sino, sobre todo, en proyectar los rasgos esenciales de cómo será mañana, ideando o imaginando ese perfil utópico de la vida, personal y colectiva, sin el cual el hombre no sería hombre. Esta tarea creativa es, entre otras, la que más importa subrayar en el Chile actual donde es preciso volver a pensar e imaginar lo que somos y lo que queremos llegar a ser”. Creo que esta es una tarea aún pendiente.
Y leerles otro microcuento que obtuvo Mención Honrosa en el Concurso Santiago en 100 palabras 2009, que condensa la vida de una mujer que trabaja vendiendo en la calle, como tantos otros, sin cambios significativos a través de los años.
Dos pares en mil, Álvaro Venegas
La señora vende calcetas en la calle. Dos pares en mil. Lleva 25 años en lo mismo. Desde que comenzó han nacido sus cuatro hijos. Ha tenido dos maridos y un conviviente. Ha visto pasar millones de transeúntes y presenciado cientos de lanzazos. Se ha resfriado 54 veces y la han operado en tres ocasiones. Ha visto en el poder a un dictador y a cuatro presidentes. Ha soportado 35 temporales y 13 inundaciones. Ha asistido a 246 misas y a 16 funerales. Se le han perdido tres gatos y un perro. Pero no siempre fue así. Antes vendió peinetas.
Ponencia de la escritora Josefina Muñoz Valenzuela en la charla “Novela y Cuentos en Dictadura”, dentro del ciclo Literatura e Historia, realizada el martes 11 de octubre en el Café Literario Parque Balmaceda.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…