por Rodrigo Barra Villalón

—¡Descerrajada! En cuanto salí del ascensor lo noté. La puerta estaba entreabierta y colgaban del marco unas astillas. El conserje los llamó enseguida.

—¿A qué hora se ausentó? —El policía miró el reloj, luego, al dueño de casa. Era la medianoche del miércoles.

—Antes de las siete, porque fui al cine. Llegué veinte para las diez, lo sé porque pregunté la hora. Subí a mi departamento y encontré este desastre.

—¿Va siempre?

—Siempre, pero me salgo en los créditos. Y esta vez no… el destino.

—¿Fue con alguien?

—No, yo, voy solo, aunque compro dos entradas. Cuando parte la película me siento y levanto el apoyabrazos —continuó don Lalo—. A veces, la gente se equivoca y se instala a mi lado, pero yo les toco el hombro suavecito y susurro «fue al baño», siempre resulta. ¿Sabe usted lo cómodo que es ver una película teniendo mucho espacio?

—¿Falta algo?

—Sí, muchas cosas. Mi Laptop, el televisor, la consola, el gameboy y la tablet. Pero en verdad me da lo mismo que todo se pierda, solo me importa Anastasio.

—¡¿Cómo?!, ¿hay un secuestro en curso? Entonces esto es más serio señor. ¿Por qué no lo dijo antes? Llamaré a la Unidad Especializada.

—Si usted cree que es necesario, hágalo. Anastasio es mi mascota. Estaba allí en la esquina, en su redoma. ¿Sabía que los peces son como los humanos?… según el continente en que viven, son más pequeños o más grandes.

—¡Hombre!, me preocupó, si va a hacer la denuncia debe ser por todo. Pero ¡A quién le importa un pescado!

—A mí… ha sido mi compañero por años. Y por favor no hable así, él está vivo, sigue siendo un pez, puedo sentirlo. Fíjese que Anastasio me espera pacientemente todos los días y sin pedir nada a cambio, solo un poquito de escamas de comida. Cuando meto el dedo en su pecera, me lo muerde suavemente. Es su forma de agradecer. ¿Sabe?

—¡Cómprese otro!, son todos iguales.

—¡Como se le ocurre! Anastasio es especial. Una vez, cuando aún era un pirigüín se me cayó al baño y logré rescatarlo. Me lo regaló mi mujer el mismo día en que la atropellaron. Soy viudo… ¿Sabe?

—¿Hará la denuncia?

—¿Qué me recomienda?

—Señor, usted debe tomar la decisión. Tengo apuro, mi compañero está con el motor de la patrulla en marcha.

—¿Y mi Anastasio?

—Lo siento. Entenderá que hay casos de mayor relevancia.

—Pero él, para mí es relevante.

—Hasta luego señor. —El policía volvió a mirar su reloj.

—Espere, por favor… dígame, qué le dice su experiencia sobre mi caso.

—Mire señor. Nunca se sabe, podría llegarnos algún dato… ya está bien. ¿Cómo es su pescado?

—Pez… véalo por usted mismo. —Don Lalo sacó una foto de su billetera.

—¡Pero vaya!, esta cosa debe medir unos cuarenta centímetros. ¿Hace cuánto enviudó usted?

—Fue el 11 de septiembre… estoy por cumplir los nueve años, fue el mismo día en que pasó lo que pasó… ¿Sabe?, las desgracias nunca vienen solas.

—¿Y la pecera?, ¿cómo era?

—Tiene una gomita azul ajustada al vidrio, se la puse para que no se quiebre. Hace días que él estaba triste. ¿Usted cree que los peces presientan las desgracias?

—Color azul… —el policía hizo como que anotaba.

—Discúlpeme, no le ofrecí un cafecito. ¿Quiere?

—No señor, muchas gracias. Me espera mi compañero.
—Entonces, ¿podrán ayudarme?

—Haremos lo posible. Piense bien si quiere hacer la denuncia… Hasta luego.

—Espero nos veamos.

—Buenas noches señor.

—¡Manuel!, —justo llegaba el conserje—, ¡Que enorme caja de herramientas!

—Ligerito le arreglo la puerta don Lalo —miraba el estropicio—. Puchas la mala suerte, se ve que le mandaron la tremenda patada. ¿Le sacaron algo de valor?

—Mi Anastasio, que estaba tan acostumbrado a conversarle.

—Cuánto lo siento don Lalo.

—Manuel, ¿me presta el teléfono de la recepción?

—¡Me va a decir que también le cortaron el cable! La maldad humana no tiene límites don Lalo.

—No, no es eso Manuel, quiero hablar con la operadora para averiguar cómo devolver la llamada al último número marcado. Quizás el ladrón llamó desde acá a un compinche para coordinarse.

—Sabe qué don Lalo, a la señora del 904 acaban de instalarle un aparatito, los de la compañía, identificador de llamadas dijeron que se llamaba, yo creo que a usted le va a «hacerle» falta uno.

—Puede ser, después me da el dato. ¿Me presta la llave?

—Vaya nomás don Lalo. Mientras yo le pego una «manito e` gato». Esta puerta «nica» me la gana.

—«OK, entonces esta es la secuencia de números y asteriscos que debo marcar». —Estaba en la planta baja, hablando con la operadora.

—Estamos listos don Lalo —anunció el conserje al volver. Se despidieron y luego el residente se dirigió al teléfono. Siguió las indicaciones. Nada. Volvió a marcar un par de veces y permaneció un largo rato escuchando con el auricular al oído.

—¿Aló? —dijo alguien de pronto.

—Hola, ¿quién habla? —preguntó don Lalo.

—¿Con quién quiere hablar?

—Lo que pasa, es que estoy siguiendo la pista a mis cosas y tengo este último teléfono registrado.

—¿Sus cosas? ¿Qué cosas?

—La verdad es que no me importan las cosas… solo Anastasio, mi pez. Estoy dispuesto a pagar un rescate.
Mmm… ¿De cuánto?

—No sé, dígame usted.

—Bueno, un pescao no es cualquier cosa. Cincuenta lucas, por lo menos.

—¿Lo tiene ahí?

—Sí, aquí está. Pero debo asegurarme. Usted entenderá que no es cosa de llegar y entregárselo a cualquiera. A ver, dígame, ¿cómo es su pez?

—Color naranja y la guatita blanca, debe tener ojos tristes a esta hora. Está en una redoma con el borde azul.

—Ah… sí, es el suyo, comprobado. Pero la redoma se quebró y lo tuve que poner en una bolsa de plástico.

—Pero, ¿él está bien?

—Sí, claro. Nada excelente.

Don Lalo recibió las instrucciones precisas para el intercambio y se quedó junto al aparato sentado con las piernas cruzadas esperando el llamado. A un par de cuadras de su departamento, el auricular de un teléfono público oscilaba de un lado al otro. Un vagabundo que pasaba por ahí lo oyó sonar insistentemente y ahora recorría, bolsa plástica en mano, parques y plazas públicas buscando un pez naranja con el vientre blanco en alguna pileta cercana.