por Rodrigo Barra Villalón

Pasó todo el día atenta. Cada vez que el chico se movía, ella se inquietaba. Verlo tan frágil le partía el alma. Hizo cuanto pudo para estabilizarlo, pero seguía en estado crítico. El proyectil le había perforado un pulmón y rebotado. Costaba aceptar que a tan corta edad muriera por una bala loca.

Mercedes miraba el reloj de tanto en tanto y su angustia progresaba. El turno en urgencia pediátrica estaba por terminar, no quería dejarlo, manteniendo su esperanza de ver en él un ápice de mejoría. De improviso el monitor comenzó a dar alarmas y el pulso de la criatura se debilitó. Hizo todas las maniobras de reanimación, instruyó a las enfermeras y paramédicos. Pero el masaje cardíaco, desfibrilador y cuanto aparato, no sirvieron de nada. A las 22:54 tuvo que firmar el acta de muerte del niño.

El pequeño le recordaba a su hijo de tres años.

Se mostró impávida frente al equipo médico. Cambió su ropa por la de calle y entregó el turno a su compañera.

—¿Estás bien, Mercedes?

—Sí, no hay problema. Nos vemos mañana —contestó.

Caminó al departamento, le vendría bien despejarse, tomar aire. En realidad, pensó cuánto daría para que el trayecto fuese más largo. ¿Cómo enfrentar lo ocurrido? La noche estaba fría, pero no importaba. El vacío, como tantas otras veces, la volvía a inundar.

Caminaba y las sombras de los árboles ya no le asustaban. Había perdido el miedo a un asalto, a veces, hasta lo deseaba.

Cuando Patricio abrió la puerta saludándola como si nada, todo volvió a transformarse en insoportable. Pasó de largo sin siquiera dirigirle una mirada, aunque notó dos puestos en la mesa y una vela negra iluminando unas copas enfrentadas.
Camarones y palta era la cena preparada por el vago.

Como lo venía haciendo el último tiempo, desde su pieza, Mercedes ordenaría pizza o sushi, aún no estaba clara…

Desde que su marido perdió el trabajo, de alguna manera fue progresando su inexplicable gusto por el sofá.

—Me despidieron —anunció aquel día.

Había llegado temprano y puso sobre la mesa una cajita de bombones. También llevaba una botella de Amaretto y se ofreció a prepararle un trago.

—Se veía venir —respondió Mercedes—. Tomaré más turnos en Urgencias. Nos las arreglaremos. Despacharemos a la nana, que por lo demás me tiene harta, y tú te haces cargo de Patito.

Patricio asintió y sirvió dos copas. Comieron los chocolates y hablaron de qué podría hacer él desde el departamento en lugar de optar por repartos o fletes mientras encontraba algo. También surgió la idea de cocinar los fines de semana y vender pasteles o empanadas en el condominio.

Esa noche tuvieron buen sexo.

Al día siguiente, él fue al centro a dejar unos currículos. Mercedes conversó en la dirección del hospital para aumentar sus horas y también habló con la niñera. Por la tarde, Patricio le describió lo llena que estaba la notaría. Después, se echó en el sofá.

Muchas veces ella llegaba tarde y lo encontraba revisando la sección de empleos en los diarios, quedaban marcadas para visitar al día siguiente, pero siempre había una razón para que no se concretasen. Por lo general, el niño ya dormía y no alcanzaba a jugar con él.

—¿Cómo estuvo Patito hoy? —le preguntó.

—Con algo de fiebre, pero tranquilo después de darle la medicina que indicaste.

—Me gustaría estar más con él —dijo Mercedes.

—Ya saldrá algo bueno, ten paciencia.

—Pero ha pasado tanto tiempo…

—No está fácil encontrar un trabajo que acomode. ¿Me ayudas con el botón de un peluche que voló a la alfombra mientras jugábamos? Ya sabes, mi motricidad fina.
—Para enhebrar una aguja, hay que sostenerla fija y aproximar el hilo con cuidado —le mostró—. Así actuamos casi todas las mujeres. Los hombres, lo hacen al revés y por eso no les resulta.

Mientras ella cosía, Patricio le relató la historia de un libro de mitología europea que fue del padre de Mercedes y había encontrado por casualidad en una caja rezagada de la mudanza.

—¿Nos vamos a la cama? —propuso Mercedes.

—Voy más tarde, quiero seguir con el libro.

Mercedes notó que Patricio empezó a pasar mucho tiempo en el sofá. Como si el mueble ejerciera un influjo sobre él.

Meses después, ella seguía llegando de madrugada. Echado en el asiento, Patricio sujetaba el mismo libro frente a su cara. Al cabo de los días, Mercedes podía observar que no avanzaba en sus lecturas y el marcador permanecía siempre en la misma página.

Recordó al joven Patricio, aquel idealista chef de su época universitaria que pretendía cambiar Santiago y su gastronomía. ¡La de Latinoamérica inclusive! Cuando iban a la playa, sin importarles la época del año, Patricio se quedaba largo rato mirando la puesta de sol y levantaba los brazos intentando atrapar entre sus dedos los últimos rayos. Mirarlo en ese empeño le aquietaba el corazón. Su energía, su complemento, todo en él la colmaba. Tomar la decisión de casarse le fue fácil.

Ahora, sin embargo, ya no había invitaciones a acostarse y comenzaron a comunicarse con frases cortas. Le costaba imaginar que en el pasado hubiesen hecho el amor en ese mismo sofá, que había empezado a odiar.

—¿Cómo te fue hoy? —le preguntó Patricio sin siquiera levantarse del sofá.

—Bien. ¿Y a ti? —Mercedes lo miró con ironía.

Ella estaba consciente de que las cosas tomaban un giro extraño. Daba gracias por tener trabajo y poder mantener a la familia, pero ya no imaginaba un futuro. Había confiado a una amiga lo de su marido, pero ella no le dio importancia. Sin embargo, Mercedes recordaba que su padre, cuando perdió el empleo a los cuarenta y cinco años, no solo se puso raro y leía y leía un libro, sino que un par de veces incluso lo sorprendió llorando. Casi no salía de casa y jamás volvió a ser el mismo desde que pasó aquello.

Mercedes insistió en que Patricio fuera a ver a una terapeuta amiga. Sospechaba que algo había en su corazón y una terapia, estaba segura, ayudaría. Hasta entonces, pensaba que los incipientes problemas de salud de su marido se debían a la mala suerte y la suya jamás había sido mala. Pero ahora, en el desayuno, lo veía demacrado, enfermo, y la tristeza lo inundaba.

—¿Por qué crees eso? —dijo asombrado Patricio—. Tú solo sabes de la medicina del cuerpo.

—Esto no tiene nada que ver con el cuerpo. Pienso que algo hay en tu alma y está rebotando en tu cabeza.

—¿Y qué me dices de la gripe?, ¿o de la epilepsia? ¿Acaso puedo controlarlas con mi cerebro?

Estaban en el comedor de diario. Patricio usó la misma bolsita de té en ambas tazas, aunque la caja estaba llena.

—Todo está en la cabeza —reiteró Mercedes—. El resfrío también, aunque no lo creas, incluso la epilepsia. Para que te enteres, el cerebro es el órgano más poderoso del cuerpo.

El hombre tomó un cigarrillo entre los labios y se dispuso a encenderlo.

—¡Patricio! ¡Estás fumando!, piensa en Patito.

—¿Y la fiebre? —dijo el marido desafiante, seguro de haberla sorprendido.

Agitó en su mano derecha el fósforo humeante. Mercedes pudo ver como la cabecita incandescente dio un salto fuera del cenicero que Patricio había improvisado con un pocillo y rodó por sobre la mesa hasta caer al suelo, apagándose.

—¿¡Acaso el cáncer empieza en el cerebro!? —exclamó Patricio e hizo una pausa.

—¿No crees que ya es hora de mirarte al espejo?

Él no supo a qué se refería. Pero Mercedes prefirió cerrar el tema y conciliar.

—Solo hazme feliz y anda. ¿Te parece?

Patricio aceptó para dejarla tranquila. Se puso a investigar a la recomendada por su mujer. A quien descalificó de inmediato porque se definía en su Sitio Web como holística. Había dado con su vocación a los sesenta años y seguido unos cursos en la India. Luego puso una consulta y se hizo rica. Nunca pidió la hora. Permaneció echado en el sofá, leyendo, avanzando página a página del libro de mitología europea.

Aquel día contestó el teléfono.
¡Por fin la llamada esperada!
Se quedó conversando largo rato.
Fue al baño, donde dejó al niño.

Patricio encendió un cigarrillo, apartando su mirada del espejo del baño, luego tiene un aspecto retorcido cuando está sentado al borde de la cama, con el cigarro en la mano y mirando cada tanto por la puerta semiabierta, no sabe qué decir. Qué hacer.

Ella dirá que le da igual creerme o no, pero es la verdad, puede creer lo que quiera. Por ende, está claro que no miento. Cuando digo la verdad se vuelve loca intentando no creerme. Por lo tanto, creo que la he descubierto.

Se mira en el espejo de la habitación y le habla a Mercedes.

No sé muy bien qué decirte y ya no me creo nada de ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que te doy todo lo que tengo para darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. Te convertí en la razón por la cual hago lo que hago. Intenté construir una casa para que vivas en ella y he ansiado que sea un sitio agradable.

Va a la cocina por un vaso de agua.

Enciende otro cigarrillo y tira el fosforo en el lavaplatos donde se junta con otros que estaban desde la mañana, también una esponja, platos sucios y cosas de esas.

Vuelve a la habitación y a dirigirse a su reflejo.

Mi corazón la ha pasado mal, muy mal por ti, pero ya es hora de que no me deje arrastrar por tus cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mí, tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tienes demasiadas necesidades que te las tapan.

Patricio mira la puerta y piensa que ella, sin estar físicamente allí, ya lo sabe. Sabe la verdad. Cambia de postura en la cama. Lleva unos pantalones cortos y cruza las piernas. Son los mismos de cuando iban a la playa en cualquier época del año e intentaban atrapar los últimos rayos del sol con las manos.

Mira el espejo.

No importa en realidad lo que has visto o has creído ver. Esa ya no es la cuestión. Pero quiero que sepas, Mercedes, que ahora me siento como si tú me lo dieras todo y yo ya no te doy nada.

La ve a ella: tiene el pelo crespo por la humedad y el sol, está echada en la toalla con la barbilla apoyada en las manos, parece fantaseando con lo que harán luego de ver el ocaso. Tendrán sexo en el sofá de la casa de playa de sus padres.

Después te cocinaré algo que acabo de aprender —le dice—. Hablaremos del hijo que queremos. Será hombre y se llamará como yo, y también hablaremos de cómo seguir adelante. Avanzaremos. Todo es brillante, me dice ella. Mira qué brillante es todo Patricio. ¡Cómo puedes decir que sientes todo eso, cuando fuera todo es tan brillante!

Tira el cigarrillo por la ventana y le da la espalda al espejo con resabios de tabaco en su boca y de que algo es del todo cierto.

Sale de la habitación y se va al sofá, interrumpiendo su trayecto para abrirle la puerta a Mercedes, a quien saluda como si nada. ¡Para qué seguir dándole más vueltas a lo mismo!, quedarse en el pasado. La vida continúa y debemos dejar atrás lo sucedido. ¡Solo existe el presente!

Puso dos puestos en la mesa. Preparó unos camarones con palta, como no encontró otra, usó la vela negra que sobró del velorio.

Entró a su habitación sin decir una palabra. Patricio la miraba, hay algo en ella que no consigue cicatrizar cuando lo mira. Mercedes tiene un cuerpo hermoso. Y ella es su mañana. Pero ya no logra soñar con tomar los últimos rayos del sol con las manos.

Dice su nombre.

En su pieza, Mercedes se desnuda frente al espejo y recuerda la cara del niño muerto por la bala loca. Echa de menos a Patito, sabe que nunca volverá.

Al principio, solo fue ver a Patricio tirado en el sofá cuando llegaba. Ahora sentía que él y el mueble eran como un solo cuerpo frío, de cuero, desvencijados.

«¡Lárgate, cafiche, asesino!». —Es lo que querría gritarle.

Pero debía aceptar que los accidentes pasan. ¿Y qué tal si el vago no lo hubiese dejado en la tina jugando cuando le entró ese llamado para contratarlo como chef ejecutivo? ¡Chef ejecutivo! De qué sirve eso ahora.

«Vago de mierda… Podríamos haber vendido pasteles, empanadas…».

El sonido del timbre la sacó de su embarazo. Su pizza estaba en la puerta. Ni siquiera recordaba o importaban los ingredientes con que la había ordenado.