La Plaga

por Rodrigo Barra

Apenas fue un rasguño en el espejo del conductor. Fuera de eso, el Mercedes Benz estaba intacto. Pero el automovilista y el repartidor naturalmente se trenzaron a gritos, insultándose. El motociclista, imagino, se distrajo cuando vio a la rubia despampanante de copiloto en aquel auto.

Todo ocurrió en un túnel de las mal llamadas «carreteras urbanas» de Santiago. Era la hora punta y estaba atestado de vehículos.

Se cruzaron en medio de la pista deteniendo el tránsito. El dueño del auto se bajó enfurecido.

—¿Qué te crees, roto de mierda? —encaró al otro.

—Se me fue la moto. ¡Imbécil!

El automovilista retrocedió hasta su carro y de la guantera sacó un arma. Le descargó tres balas. Era una Beretta calibre 9 mm, modelo 92FS.

El joven murió de forma instantánea.

Yo estaba en el auto de atrás, y a través del parabrisas vi todo como en el cine. Me acordé de algo que leí algún día: en EE. UU. la mayoría de los homicidios tendrían raíz en los altercados «tribales», aquellos en que la población se insulta por su origen social o el color de su piel. También recordé cuando en mi época de colegio, en un pool de San Diego, vi a dos jóvenes pelearse por una mesa hasta que uno abandonó el salón. Al rato, volvió con sus compinches y le asestó una puñalada a su oponente. Justo al caer al suelo, la bola ocho del occiso entraba en la tronera… la muerte para mí no es nada nuevo.

La gente se agrupó alrededor del cadáver mientras el asesino se encerró en su Mercedes.

De pronto, vi abrirse la puerta del automóvil y salir a la blonda dando un portazo. Vestía una falda escueta y ajustada, avanzó hacia la salida del túnel por entre la gente y los vehículos detenidos.

Segundos más tarde, el vidrio del conductor se tiñó de rojo y una sustancia gelatinosa comenzó a deslizarse hacia abajo. El disparo no se oyó. Por dios qué magnífica aislación acústica la de esos autos.

Las siguientes dos horas, mientras la policía hacía su trabajo, me integré al grupo de los curiosos. Al final, retiraron ambos cadáveres. Un periodista me preguntó si había visto algo y dije que no. Odio meterme en líos.

Atribulado me fui a la oficina y le conté lo sucedido a mi jefe, pero no me creyó. Nadie, en realidad. Soy contador en una empresa de exterminio de plagas y pienso que están acostumbrados a las historias raras.

Hasta que salió en el noticiario durante el almuerzo y todos me preguntaron. Había jalea de postre que desde luego dejé a un lado.

Volví a mi cubículo y recordé al tipo que se ahorcó en un puente del río Mapocho justo cuando iba pasando. Llegaron los carabineros y cerraron las calles. Aquella vez estuve más de dos horas observando.

Miraba el computador sin verlo y por el rabillo del ojo distinguí pasar un bulto afuera de la ventana. Más tarde oí un golpe seco. Un hombre que limpiaba los vidrios se había caído desde el piso treceavo, destripándose contra un auto estacionado. No lo podían creer, la gente se apiñó abajo como un enjambre.

—¡Tome, facture! —me dijo—, lanzando un informe sobre el escritorio. No me soporta, ni yo a ella. Estuvo en un convento y fue novicia. Lo sé por el junior. Había que cobrarle a la clínica en donde exterminamos una colonia de ratones y encontramos el cuerpo de un electricista disecado en el entretecho. Por supuesto, todo quedó para callado, lo que más nos rogaron de la administración fue que no se supiera nada de la plaga.

Pasadas las seis de la tarde, como siempre, los empleados esperábamos delante del ascensor, pero estaba averiado. Tuvimos que bajar por las escalas. A la misma secretaria que me lanzó los papeles, se le quebró un taco y rodó por los escalones. No se veía nada de bien cuando se la llevaban. Igual fui a la Posta Central a preguntar por su estado, conociendo el desenlace.

Se me hizo tarde, aunque no tenía apuro pues vivo solo.

Tomé una ducha y me vestí casual. Después de beber una cerveza negra y zamparme un sándwich, me puse unos mocasines y salí a dar una vuelta en el Metro. Hice el trasbordo en la Estación Tobalaba y seguí por la Línea 4. Quería visitar el Hospital Sótero de Río, que siempre me ha resultado atrayente.

Recorría sus pasillos embaldosados de negro y blanco con una absurda nostalgia.

De pronto, me asomé por la ventana del pensionado y vi dormir plácidamente a una mujer que recién había parido. Hasta que se prendieron las balizas rojas y escuché alarmas. Continué caminando, cruzándome con los doctores que corrían hacia allá. Vi la hora, debía regresar a mi casa. ¡No le di de comer al gato! De un tiempo a esta parte siempre lo olvido. ¿Serán los años…?

Regresé a la estación del Metro. En el camino vi un asalto. La víctima era un hombre de mediana estatura rodeado por cuatro matones. Le quitaron la chaqueta, los zapatos y le hicieron unos tajos en el abdomen. ¿Había necesidad de tanto?…

¡Estos humanos!

Acepto que no es lindo el espectáculo de ver intestinos derramados en la calle. Pero… ¿Nunca se han puesto a pensar cómo sería la sobrepoblación del mundo si, por mi maldición, yo no fuera el ángel exterminador?