Nadine Gordimer

La escritora, que obtuvo el gran reconocimiento literario en 1991, muere en Johanesburgo.

Menuda y discreta pero dama de hierro de fuerte carácter, severa de rostro y a la vez muy coqueta con sus fulares de colores, elegante a sus 84 años cuando vino a Barcelona invitada por el Pen Club (vestigios de una belleza que lució siempre en algunas cubiertas de sus libros como si fuese una actriz), la premio Nobel de literatura de 1991 Nadine Gordimer (fallecida ayer a los 90 años en Johanesburgo) exhibía aún una vitalidad que parecía no haber menguado ni un ápice desde su combativa resistencia durante los años enrarecidos de Soweto, y seguía involucrada como el primer día en la inacabable tarea de defender la bendita libertad de expresión y el compromiso del escritor con la denuncia de cualquier censura y de cualquier connivencia con los poderes espurios o los gobiernos totalitarios.

A estos conceptos dedicó sus ensayos A writer’s freedom (1975), Relevance and commitment (1979) y el clásico The essential gesture (1984), reunidos en The Essential Gesture. Writing, Politics & Places (1988), un volumen indispensable en la bibliografía de Nadine Gordimer, el más importante de su dimensión solidaria, activista y comprometida, en el que expuso con meridiana claridad precisamente algo muy semejante a unos estatutos del compromiso literario, caballo de batalla de una obra como la suya, nacida de la sospecha de que el escritor que se construye una torre de marfil desentendiéndose de la sociedad en la que escribe pierde sin remedio buena parte de las virtudes que lo legitiman.

El enfrentamiento cultural y racial, auspiciado por el apartheid que ensombreció su país desde su infancia, explica que su toma de conciencia resultara precoz, y que su idea de literatura comprometida, cuando no de novela política, recorra su obra entera, hasta el punto de sentir la imperiosa urgencia de decir, con voz alta y clara y en forma de advertencia clarividente, que “la responsabilidad es aquello que espera fuera del Edén de la creatividad. El acto creativo jamás es puro”. Escribid, escribid, malditos, cread ficciones hasta reventar, pero sabed que cuando atraveséis la membrana de vuestra ficción estará aguardándoos, lo queráis o no, la responsabilidad: desde esta convicción escribió relatos y excelentes novelas escoradas sin remedio hacia el compromiso, como La hija de Burger (1979), su buque insignia, basada en conflictos políticos del activismo anti-aparheid que la dama de Johannesburgo vivió a pie de calle y no desde un confortable escritorio, Historia de mi hijo (1990) o la última de enjundia, escrita ya desde la atalaya de la senectud, Atrapa la vida (2005).

Su narrativa, enfrentada a cualquier barroquismo y obsesionada con soltar todo lastre que impida una prosa pulcra y escueta, destaca por el diseño de sus protagonistas como trasuntos de personas humanas, y más de una vez reivindicó que el lector tenía que reconocer a sus personajes por su talante, sin que el narrador tuviera que caer en la convención de anotar quienes combaten en el esgrima verbal de sus diálogos. Necesitaba penetrar en la intimidad de sus personajes, escribió antológicos monólogos, combinó la narrativa con la crónica y el ensayo político disfrazado de ficción, y alcanzó el virtuosismo en el arte de la verosimilitud: nada jamás parece falso en sus páginas, demasiada sangre caliente mezclada con la tinta negra del manuscrito. Joyce, Camus, Proust o Tolstoi arroparon su escritura.

Quiso conocer los desafueros del franquismo y el proceso de la transición española, leyó a García Lorca y a través de su poesía se asomó al drama español. A una mujer tan sensible en todo aquello que atañe a cuestiones humanitarias, a la concordia entre pueblos, le entusiasmaba cada prueba irrefutable de que el arte, o el intento de alcanzarlo, supera tarde o temprano los obstáculos que el Estado o la historia social le imponen. No soportaba la censura. Le fascinaba el surrealismo, aunque nada tenga que ver con él su obra literaria. Disparaba a bocajarro su solidaridad cada vez que surgía cualquier cuestión que atañera a las minorías, no en vano su vida entera giró alrededor de la idea de diferencia. Sonreía feliz junto a su editora, Ana Mª Moix, en la Librería La Central, cuando se veía a sí misma abrazada por su amigo Günter Grass en la foto que les hizo hace ya unos años Inge Feltrinelli. Vivió procurando que nadie seque por la fuerza la tinta de quien desee escribir para comunicar en negro sobre blanco, y valga la frase aquí en su doble sentido. Le gustaba la idea de darle la vuelta en broma a la frase de Paul Valéry: “La literatura no se hace con palabras sino con ideas”.

Fuente: El Pais