José María Arguedas, fotografiado por José Gushiken.
De los archivos de Fernando Silva Santisteban
Warma Kuyay (Amor de niño)
José María Arguedas (Perú)
Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita que has venido,
buscando la arena por Dios, por los suelos.
-¡Justina! ¡Ay, Justina!
En un terso lago canta la gaviota,
memoria me deja de gratos recuerdos.
-¡Justina, te pareces a las torcazas de Sausiyok!
-¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
-¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
-¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
-¡Sonso, niño, sonso!-habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Natacha… soltaron la risa, gritaron carcajadas.
-¿Sonso niño?
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del “Chawala”. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruidos largos e intensos; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y el las noches claras conversaban siempre dando la espalda al cerro.
-¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”, nos moriríamos todos!
En medio del Wiltron, Justina empezó otro canto.
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.
-Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como rostro enamorado. Un paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del Wiltron.
-¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral: el Kutu se quedó solo en el patio.
-¡A ése le quiere!
Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán entró al patio tras de ellos.
-¡Niño Ernesto! –llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corría hacia él.
-Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del Wiltron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froylán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenía dos casas: Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y teníamos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado: estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
-¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
-¡Don Froylán la ha abusado, niño Ernesto!
-¡Mentira, Kutu, mentira!
-¡Ayer no más le ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
-¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
-¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froylán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
-¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al “Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
-¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
-¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra en el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
-Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
-¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
-¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuado seas “abugau” ya estarán grandes.
-¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
-No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los berrecitos, pero a los hombres no los quieres.
-¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen haciendas son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
-¡Endio no puede, niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Con Froylán la había forzado.
-¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas salió de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
-¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.
-¡Verdad! Así quieren los mistis.
-¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
-Como no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Waylara se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
-¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! –le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Wiltron, a los alfalfales, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al principio yo le acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres… cien zurriagazos; las crías se torcían en el suelo, se tumbaban de espalda, lloraban; Y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
-¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles, rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
-¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, re rodillas me humillé ante ella.
-Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome por largo rato.
“Zarinacha” me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
-¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse con ellos.
-Kutu, vete de aquí –le dije-. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros ríen de ti, porque eres mula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
-¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
-¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírame al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sandondo, Chacralla… ¡Era cobarde!
Yo solo me quedé junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Y no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ojos roncos y peleara a látigos en los carnavales Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso de sol. Hay que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
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El Kutu en un extremo y yo en otro. Quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal en los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.
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Arguedas, José María. Agua. Lima: Compañía de Impresores y Publicidad, 1935.
También en:
Latchman, Ricardo. Antología del cuento hispanoamericano. Santiago: Zig-Zag, segunda edición, 1962.
Arguedas, José María. Amor Mundo. Montevideo: Arca, 1967.
José María Arguedas (Perú, 1911-1969)
Escritor y antropólogo peruano. Su labor como novelista, como traductor y difusor de la literatura quechua, y como antropólogo y etnólogo, hacen de él una de las figuras claves entre quienes han tratado, en el siglo XX, de incorporar la cultura indígena a la gran corriente de la literatura peruana escrita en español desde sus centros urbanos. En ese proceso sigue y supera a su compatriota Ciro Alegría. La cuestión fundamental que plantean estas obras, pero en especial la de Arguedas, es la de un país dividido en dos culturas —la andina de origen quechua, la urbana de raíces europeas— que deben integrarse en una relación armónica de carácter mestizo. Los grandes dilemas, angustias y esperanzas que ese proyecto plantea son el núcleo de su visión. Nacido en Andahuaylas, en el corazón de la zona andina más pobre y olvidada del país, estuvo en contacto desde la cuna con los ambientes y personajes que incorporaría a su obra. La muerte de su madre y las frecuentes ausencias de su padre abogado, le obligaron a buscar refugio entre los siervos campesinos de la zona, cuya lengua, creencias y valores adquirió como suyos. Como estudiante universitario en San Marcos, empezó su difícil tarea de adaptarse a la vida en Lima sin renunciar a su tradición indígena, viviendo en carne propia la experiencia de todo trasplantado andino que debe aculturarse y asimilarse a otro ritmo de vida. En los tres cuentos de la primera edición de Agua (1935), en su primera novela Yawar fiesta (1941) y en la recopilación de Diamantes y pedernales (1954), se aprecia el esfuerzo del autor por ofrecer una versión lo más auténtica posible de la vida andina desde un ángulo interiorizado y sin los convencionalismos de la anterior literatura indigenista de denuncia. En esas obras Arguedas reivindica la validez del modo de ser del indio, sin caer en un racismo al revés. Relacionar ese esfuerzo con los planteamientos marxistas de José Carlos Mariátegui y con la novelística políticamente comprometida de Ciro Alegría ofrece interesantes paralelos y divergencias. La obra madura de Arguedas comprende al menos tres novelas: Los ríos profundos (1956), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971); la última es la novela-diario truncada por su muerte. De todas ellas, la obra que expresa con mayor lirismo y hondura el mundo mítico de los indígenas, su cósmica unidad con la naturaleza y la persistencia de sus tradiciones mágicas, es Los ríos profundos. Su mérito es presentar todos los matices de un Perú andino en intenso proceso de mestizaje. En Todas las sangres, ese gran mural que presenta las principales fuerzas que luchan entre sí, pugnando por sobrevivir o imponerse, recoge el relato de la destrucción de un universo, y los primeros balbuceos de la construcción de otro nuevo. Otros relatos como El sexto (1961), La agonía de Rasu Ñiti (1962) y Amor mundo (1967) complementan esa visión. El proceso de adaptación a la vida en Lima nunca fue del todo completado por Arguedas, cuyos traumas acarreados desde la infancia lo debilitaron psíquicamente para culminar la lucha que se había propuesto, no sólo en el plano cultural sino también en el político. Esto y la aguda crisis nacional que el país empezó a sufrir a partir de 1968, lo empujaron al suicidio, que no hizo sino convertirlo en una figura mítica para muchos intelectuales y movimientos empeñados en la misma tarea política.
Datos del autor en: El poder de la palabra
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…