Por Camilo Marks
Gentileza de Iván Quezada
José Gai ha logrado una proeza digna de ser aplaudida, tanto por su fidelidad y apego al modelo que escogió, como por resultar airoso frente a colegas que apenas saben hilvanar una historia.
Hay que decirlo sin reservas: Las manos al fuego, de José Gai, es la mejor novela negra que se ha escrito en Chile durante mucho tiempo. Compleja, bizantina, bien construida, ambigua, de real calidad literaria – y, en consecuencia, de un estilo que refleja el tono anárquico, poético, a veces subversivo y paranoico de esta clase de ficciones- , la narración es digna heredera de los clásicos norteamericanos que evoca: Highsmith, Chandler, Hammett, Woolrich. En otras palabras, Gai ha logrado una proeza digna de ser aplaudida, tanto por su fidelidad y apego al modelo que escogió como por resultar airoso frente a colegas que apenas saben hilvanar una historia. Así, en tanto el llamado neopolicial hispanoamericano o, en particular, el chileno, se caracteriza porque sus cultores chapotean en el lugar común, el facilismo, la ramplonería, Gai evita toda concesión, huye del cliché, sorprende constantemente, elabora una trama sutil, colmada de equívocos, exasperante, donde cualquier definición del bien o del mal, cualquiera posibilidad de exponer a los personajes en términos claros – malvados, despiadados, generosos, altruistas- se halla excluida desde la primera hasta la última página del relato.
No es una hazaña menor, sobre todo si consideramos el intrincado argumento, su trasfondo político y el tema de Las manos…, hasta ahora tratado de manera simplista, maniquea. Adrián, el narrador, es un egresado de leyes que trabaja en la oficina de los abogados Ferrer y Gálmez, quienes tramitan casos de derechos humanos como plataforma para escalar posiciones. Dantón Labra, empresario que canaliza dineros del exterior, es secuestrado por la CNI; Ester Alday, la gestora financiera, debe pasar a la clandestinidad, refugiándose en propiedades de la Iglesia. Todo indica que Labra ha sido trasladado a La Serena, de la cual Adrián es oriundo y adonde debe viajar para la investigación y arriesgar su pellejo. Estamos a comienzos de 1983, ante la peor crisis económica de la dictadura y recién se vislumbran señales de oposición al gobierno militar. Adrián tiene motivos de sobra para detestar su ciudad de origen y ahí nada es plácido, pues se libra una soterrada guerra entre los servicios de seguridad, la policía, los tribunales civiles, las fiscalías militares. De modo inevitable, el protagonista se reencuentra con antiguos amigos: un subprefecto de Investigaciones, compañeros de colegio y la mujer más importante de su vida. Montserrat Pons compartió con él la agonía de la Unidad Popular, la militancia en el MIR y una relación tan intensa que aún obsesiona al procurador. Exiliada en Barcelona, se le permite regresar para asistir a su padre moribundo, un acaudalado comerciante. El reparto de caracteres en Las manos… es mucho más amplio: Leonor Alday, hermana de Ester, la secretaria Ana María, Pau Pons, patriarca catalán y derechista inteligentísimo, los agentes Telmer y Rufat, periodistas, actuarios, curas, militantes, delincuentes comunes con propensiones más honorables que numerosos disidentes.
Fiel a sus maestros, Gai deja a muy pocos bien parados, en particular a las damas. En Las manos… hay tantos giros que incesantemente uno se pregunta quién es quién, con qué cara va a salir en el siguiente capítulo, cuál es su verdadera personalidad. Aparte de los guiños al cine, a cierta música, el autor cita a Balzac, Joyce, Mann, sin pedantería, con total naturalidad.
Los defectos de Las manos… son menores, aunque malogran, en parte, un libro que pudo haber sido excelente. De partida, Adrián es irresistible para todas las faldas que se le cruzan. La jerga de los miristas – porotear, compadre, puntos- es, hoy día, conocida sólo por veteranos, muchos en altos puestos gubernamentales. Y la reconstrucción de la caída de Allende y el período que siguió al golpe de Estado sigue siendo una tarea pendiente. Curiosamente, mientras la acción se concentra en la madeja indagatoria, culminando en un final admirable, el texto es vibrante; en cambio, los pasajes que describen el trágico año 1973 son mortecinos, débiles, flojos. Como sea, Las manos… es una obra notable que, parafraseando al héroe, casi nos deja en paz con el difícil género policial.
Las manos al fuego
José Gai
Tajamar Editores, Santiago, 2006, 332 páginas, $10.700.
Novela
José Gai Hernández es periodista de la Universidad de Chile y ha ejercido su profesión en medios escritos, donde también ha trabajado como ilustrador y humorista gráfico. Autor de los libros de textos y dibujos Sabor a gol y Ñoñobáñez: 20 años de fútbol chileno. Las manos al fuego es su primera novela y ya se encuentra corrigiendo una segunda, así como un volumen de cuentos.
En: Revista de Libros de El Mercurio
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.