Por Cristian Cottet

En un libro viajó hasta América la palabra de Dios (La Biblia), en un libro aprendimos de niños a leer y escribir (El Silabario), en un libro se ordenan aquellos que tenemos teléfonos (la Guía), y en un libro descubrimos también que Dios no existe, que el teléfono puede estar intervenido y que cada cierto tiempo se declara la muerte del libro.

Cada vez que se habla o escribe de la situación del libro en Chile se recurre a dos frases o cantinelas que, de tanto repetirlas parecieran ciertas: primero, “En Chile no se lee”, y segundo, “El IVA tiene aplastado al libro y lo encarece económicamente”. Quedarnos en esa superficie discursiva sólo nos asegura, como escritores o lectores, seguir en la huella de quienes sólo piensan en la caja registradora y el “libro de caja” a la hora de hablar del tema.

Pero el libro no aparece como un capricho “bien educado” de las clases instruidas, si no que nace y llega a nuestro territorio americano como una necesidad imperiosa de dominación o liberación política. Empleándolo se divulgan ideas y proyectos de sociedad y futuro, pero para que esto llegue a buen fin se hace requerimiento el que sean leídos por cada vez más seres humanos. Este es justamente uno de los requerimientos principales, en lo que se refiere al libro, que tenemos en Chile. Si aceptamos como cierta una de las consignas enunciadas, ¿por qué se lee poco en nuestro país? ¿Por el IVA? No, no es el impuesto el que restringe y limita las posibilidades de leer, sino otras causas que van desde la escasa cantidad de librerías o “puntos de venta”, los bajos tirajes a la hora de “editar” y la segmentación del mercado, que prioriza por los sectores de mayores recursos como “proyecto de lectores” viables.

¿Cuántas librerías existen en Puerto Montt, en Antofagasta o en Santiago? Sólo en Santiago, ciudad que va aceleradamente a los seis millones de habitantes, escasamente superan las cincuenta (sin considerar aquellas dedicadas al libro usado). Y esto siendo generosos en las cuentas. De esas librerías la mayoría son controladas por dos o tres empresas y su instalación a duras penas sobrepasa el centro de la ciudad y el sector oriente, o sea, el sector más pudiente. Comunas como La Reina, Macul, Pudahuel, El Bosque, San Miguel o San Joaquín, no cuentan con ese privilegio. La Florida, Puente Alto o Maipú, las comunas más pobladas de Chile, con más de medio millón de habitantes cada una, mantienen el mínimo que permite la vida de mall.

Aceptémoslo, el alcance o acceso a los libros no es sólo una cuestión de orden económico o de “cultura”. La relación entre el “sujeto” y el “objeto” es más complicado y afecto a interpretaciones casi infinitas. Estar cerca del objeto, tener acceso material  a éste, hace y despliega el deseo de posesión. Si no se tiene acceso material a los libros, sino se encuentra uno con ellos de manera cotidiana, si se les conoce sólo por su exposición de vitrina, no sirve de mucho debatir acerca de los impuestos o de la piratería.

¿Qué sucede con la cantidad de libros impresos por título, o el “tiraje”? Un círculo vicioso gobierna este aspecto. Ante la eventualidad de escasas librerías, además de la segmentación económica e ideológica que los propietarios de las cadenas pueden ejercer, el editor chileno ha ido poco a poco disminuyendo el número de ejemplares que imprime cada vez que planifica publicar un libro. Si existió un día en que los libros se editaban de cinco mil o tres mil ejemplares, esta cantidad bajó a mil, estabilizándose en esa cantidad en los años ochenta, para disminuir aún más en los noventa, llegando a quinientos o menos a comienzos del siglo XXI. Entonces a la escasez de librerías se suma el pobre tiraje que arriesgan los editores, cuestión que ahora se profundiza con la impresión digital.

Hasta mediados de los noventa la tecnología que se ocupaba para imprimir los libros era sólo la imprenta offset o tipográfica (último testigo de una época de oro), pero a partir del ingreso de nuevas tecnologías electrónicas y computacionales, la cantidad de ejemplares por título volvió a bajar. La impresión digital o de toner impuso como requisito económico tirajes bajos, permitiendo mayor cantidad de títulos publicados, pero menos cantidad de ejemplares por cada uno. Argumentos sobran: se evita bodegaje, no se acumulan ejemplares sin vender, el riesgo es escaso ya que se puede imprimir por este medio hasta ¡un ejemplar! por el mismo costo unitario que doscientos. Nuevo golpe a la posibilidad de lectura y a la democratización del conocimiento. Existe en Chile ejemplos donde un título puede llegar a tener dos, tres, cinco ediciones pero cada no supera los cien, doscientos o trescientos ejemplares. Esto, como supondrán, eleva el prestigio de la editorial y del escritor, pero irrevocablemente disminuye las posibilidades de una lectura masiva. Esto explica, en parte, el porqué no se indica en los libros la cantidad de ejemplares impresos, cuestión que no se debate ni se lleva al tapete de las «“esas»”donde el libro pareciera ser un objeto exclusivamente económico y no un soporte y trasmisor cultural.

¿Para quién se publica un libro? Esta pregunta quizás sea la que debiera articular el debate acerca del libro y la lectura, por lo menos en Chile. ¿Se publica para cien, doscientos o quinientos lectores? ¿Se publica sólo para aquellos que pueden y desean cancelar diez mil o quince mil pesos por un libro? En definitiva, ¿se publica en Chile sólo para un estrecho segmento poblacional instalado en el sector nororiente de Santiago (la capital)? Ante la escasez de libreros y la dudosa eficiencia de los editores para enfrentar este tipo de preguntas (no lo olvide, quien escribe también es editor), pareciera quedar el escritor como agente posible de instalar estos y otros temas a la hora del debate.

En este terreno, no hace mucho apareció en el debate un nuevo concepto: la bibliodiversidad. Parece chiste, pero es verdad: mientras lo más progresista de la sociedad se rebela contra la tiránica fragmentación social, son los editores chilenos quienes ahora apelan a ella para  justificas el tiraje mínimo, que, por supuesto, es sólo beneficio para aquellos que poseen la tecnología y los recursos políticos para nadar en esas aguas. El sistema de escasez de libros funciona así: primero se institucionaliza un puñadito de autores que son nombrados en “la” revista temática; luego se define un ámbito social y geográfico de despliegue del modelo y se implementa la tecnología adecuada; finalmente se levanta una “explicación” aparentemente progresista, que para el caso es la bibliodiversidad.

Pero olvidan quienes levantan esta bandera que la mentada bibliodiversidad apela un diálogo endógenamente limitado, un diálogo entre pares que se referencian entre sí, mientras la posibilidad de un diálogo que involucre a diversos sectores de la sociedad es abortado, descalificado a priori y sin posibilidad del encuentro que reste energías a la fragmentación social. La bibliodiversidad puede explicar los tirajes bajos ya que las comunidades en sociedades como la nuestra pueden no sobrepasar las cien personas o lectores, pero ¿es eso lo que queremos para el libro?

Mientras los editores sigamos, nótese el cambio de articulación verbal, con tirajes menores, mientras el Estado no reasigne recursos a otros ámbitos (como la implementación pública y privada de nuevos “puntos de venta”), mientras el libro no sea valorado como artículo de uso masivo y no de unas exquisitas cofradías, mientras estos aspectos no se discutan públicamente no saldremos del atolladero en que se encuentra el libro, viejo amigo del encuentro social, de la mancomunión y del cambio social. Entonces, trabajar por estos y muchos otros elementos que hacen “la lectura” es una responsabilidad de progreso y de construcción de un país mejor en cuanto a la solidaridad, la responsabilidad y el apego a un sentido de comunidad nacional que parece perdido.

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Cristian Cottet (Santiago de Chile, 1955), es escritor, poeta y antropólogo. Ha publicado los libros de poesía: Amor y rebeldía (1981); Urbanidades (1985); Manifiesto un terrible descontento con ayer (1986); Has recuperado nada (1990); Libro de hechos inevitables (1996); Interpretaciones y testimonios (2002).El año 2005 publica el ensayo-testimonio Carlos Sánchez: La razón de estar gay.

Es director de Mosquito Editores.