Cruzar la calle

Por Diego Muñoz Valenzuela

Me encanta visitar a Roberto cuando está internado. Es un maldito bastardo loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un par de botellas de fuerte bien ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se han atrevido a revisarme. Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de terno oscuro y corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con el subdirector del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie imagina cómo pudo terminar Medicina.

Estaba total, absolutamente chalado. Quizás por eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto de corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar con una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas.

Roberto es de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle. Vive justo enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme terribles historias de maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena tarde de domingo balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las manos. «Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible», dice con el rostro más serio del mundo. «Yo estaba acostumbrado, igual que mis padres. El problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a venir a la casa». Todas estas cosas te las cuenta con la naturalidad del que las estuviera viendo ahora mismo, con una certeza de noticiario de televisión que a veces logra despertarme dudas.

A mí siempre me han gustado los locos, desde que era muy chico. Sobre todo los predicadores locos, como ése que salta todo el día con la Biblia en la mano. «Sécase la yerba. Cáese la flor…» anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes del autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande. Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran ésas, «¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!». Y ahí mismo se agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la ventolera. No sé por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el abuelo estaba tan chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante considerable. Cada vez que venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus conferencias sobre viajes astrales y congresos mixtos de espíritus y extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca como podíamos. El viejo era bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o aparecidos. Pero bastaba pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí mismo. Era bastante divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero requería un poco de estímulo.

A Roberto no lo conocí por loco. Lo vi tocar maravillosamente el saxo una noche de club de jazz. Cuando terminó lo invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy rápido me di cuenta que algo andaba malísimo dentro de su cráneo. Loco como un jabalí con sobredosis de heroína, pero así de simpático. Uno advertía ipso facto que sus ojos miraban a otro mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que los ataques le bajaban cuando se daba cuenta que en realidad vivimos en esa selva que llamamos civilización. Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de viejas gárgolas protectoras de las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de anillos que valen tu presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar las horripilantes creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética. Tipejos capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio de todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso ni pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando anda en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro.

He aprendido a conocerlo bien. Ya sé cuando está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez en sus ojos escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde puedes ver el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido y te dice «ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto, harto». Se queda mirándote con cara de «y tú, que piensas». ¿Qué le voy a decir yo desde mi aspecto de pequeño burgués próspero? Lo invito a tomar café, le compro cigarrillos y charlamos hasta tarde, acaso es fin de semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa del canal donde estaba grabando un programa, que le dijo varias verdades al subdirector de la revista donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño del restorán donde cantaba por las noches.

Cuando parto al manicomio, repleto mis bolsillos de cigarrillos, chocolates y botellas de fuerte. ¿Sabes lo que les gusta el chocolate a los tipos con una teja corrida? Los enloquece. Llévales chocolates alguna vez a los chalados y vas a hacerlos completamente felices. Van a adorarte como si fueses el propio Osiris. Te vas a convertir en una especie de divinidad de los locos. Se alborotarán sólo con percibir tu aroma al poner un pie dentro del manicomio.  La última vez les llevé pisco de 45 grados, de ese amarillo que quema la garganta, y tres o cuatro barras de chocolate con nueces o almendras, no me acuerdo. A mí no me gusta el chocolate. El pisco sí, bastante más de lo conveniente. Los orates me estaban esperando en la puerta del patio. Me recibieron con vítores y llamados a Roberto. «¡Llegó el Gerente! ¡Llegó el Gerente!» gritaban como enajenados. Nadie les saca de la agujereada cabeza que soy el Gerente de la Ford o de la Cocacola por lo menos. No entienden que soy un tipejo más de esos que ofician de engranajes bien vestidos. Pues me levantaron en andas para llevarme a uno de los patios interiores donde estaba Roberto sentado en una silla de playa, a pleno sol, releyendo El Club de los Parricidas de Ambrose Bierce. En el estrado me esperaba de pie Fidel Castro, vestido de riguroso uniforme verde oliva y gorra de combate. Comenzó uno de sus improvisados discursos de bienvenida, donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que de imperialismo, y más de sexo que de rectificaciones al socialismo.

Roberto se puso de pie para abrazarme y recibirme en «este santuario de lucidez, donde reside toda la esperanza del universo». «Bienvenido al territorio libre» me dijo Fidel indagando mi abrigo con mirada de rayos X, con los ojos dilatados por una sed milenaria e insaciable. Cuando saqué el licor desde las catacumbas de mi abrigo de business man hubo un delirante estallido de júbilo que debe haberse escuchado claramente en la China. Ninguno de los enfermeros se dio por aludido. Seguro que veían un match de box, una película pornográfica, un partido de fútbol lo más cerca posible de una garrafa de vino barato de la peor especie.

Esos fulanos tienen tanto gusto como una rana ebria, me ha dicho más de una vez Descartes en medio de sus sesiones de análisis filosófico. «Cojo, luego existo» es su máxima preferida. Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición apócrifa. Más bien es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar a una locomotora con sus teorías. Yo sé como se llama, que era profesor de filosofía en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz a fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado chalado con la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia. «Lo peor es que no veo alternativa» me dice a veces «veo todo tan corrupto, tan contaminado como un callejón sin salida y sinceramente prefiero estar aquí adentro que revolcarme en la mierda, sabes». Yo tal vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás parezca indiferente, pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la garganta al escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del mundo ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. «Cuando no puedo más le pido a Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer, aunque sea por un instante». Me mira desde el abismo de su alma para confesarme lo terrible que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es fácil imaginarlo aullando y arañando las paredes de un mundo demasiado erizado de espinas.

Roberto, Descartes y yo brindamos con unos vasos de plástico que Fidel sacó de un escondrijo. Todos se unieron a nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto devoraban pedazos de chocolate y abrían paquetes de cigarrillos como dementes. Sandokán propuso otro brindis por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba rebosante de gracia en medio de la trifulca de enajenados que no podía escuchar la maravillosa música que lleva siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa bomba mezclando nuestro pisco con quizás qué licores misteriosos sacados del barretín de Fidel. Hicimos un segundo brindis en pleno crescendo de la batahola. Y los enfermeros, nada, no se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca de la bandeja donde Sandokán ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho anarquista mesando sus barbas a buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par de insultos que el bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un par de tragos que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza.

Recién en ese momento lo vi, solo y silencioso en una esquina. Apenas saltaba con la Biblia sujeta por sus maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba débilmente entre los labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de girasoles amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias, de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a él. Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio, como si presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e incomprensibles. Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada que pudiera comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y de agua. Igual que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir su corazón latiendo como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba entero. Era en ese instante el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía deshacerse entre mis brazos y tuve miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a besarlo en la mejilla hirsuta de barbas rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y me señaló algo que estaba a mi espalda, algo maravilloso que yo no podía ver.

Cuando me di la vuelta encontré a Roberto a punto de soplar su saxo. No volaba una mosca en el patio. El sonido salió limpio, puro, tierno, rebelde, trémulo, bello, terrible, furioso, relampagueante, lleno de amor. Esa música tenía un sabor a divinidad y a demonio que parecía inundarlo todo con su sabor agridulce, con su verdad indescifrable, con su respuesta enigmática. Hay quienes esperan toda una noche a que Roberto se ponga a tocar así el saxo un par de minutos. Pero esa tarde él tocó sin descanso para nosotros. No hubo comerciales, ni tragos ni silencios. Sólo la música de lágrima y viento que parecía surgir más desde uno mismo que del instrumento destellando con los reflejos llameantes de un cuadro de Van Gogh.

No he ido de nuevo a ver a Roberto. Cada mañana, cuando me afeito, veo la cabellera rojiza de Van Gogh mirándome desde el espejo en llamas. Cuando trato de concentrarme escucho la música de saxo viniendo de muy adentro, de una zona en penumbras que apenas me atrevo a vislumbrar. Entonces pienso cada vez con más fuerza en esa idea que me obsesiona. Cruzar la calle. Hacia los girasoles amarillos, hacia las locas mezclas de licores, hacia una danza silenciosa, hacia las certezas y las dudas que me aterran. Hacia ese gigantesco imán o girasol o música que me estremece. Eso. Cruzar la calle.

***

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956)Ha publicado los volúmenes de cuentos Nada ha terminado, Lugares secretos,  Ángeles y verdugos, y Déjalo ser;  y las novelas Todo el amor en sus ojos y Flores para un cyborg. Ha sido incluido en cuarenta antologías y muestras literarias publicadas en Chile y el extranjero. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, italiano, inglés y croata. Distinguido en diversos certámenes literarios, entre ellos el Premio Consejo Nacional del Libro en 1994 y 1996.
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