Por Rocío Silva Santisteban

Arrastramos estos cuerpos, con sus caídas de células, uñas y pelos y pocas veces nos preguntamos en medio de la vorágine realmente qué significa. ¿Tenemos un cuerpo o somos un cuerpo?, ¿acaso alguna vez esta pregunta no ha saltado de las brumas del inconsciente como una lengua de fuego a ulcerar nuestra razón? ¿Esta no es acaso la pregunta tautológica que se han planteado muchos y que marca toda entrada al análisis de lo corporal, ya sea desde la literatura, la psicología o la sociología? Es imprescindible comenzar con ella porque al inicio es necesario precisar de qué se trata esto que llamamos cuerpo.

¿Acaso es posible establecer una distinción entre el cuerpo y el yo?, ¿acaso es posible identificarse plenamente? Ni soy idéntica a mi cuerpo, ni puedo decir que le soy ajena. Ambas posiciones son imposibles. Es el juego de interrelaciones entre unas y otras lo que constituye el eje entre cuerpo y persona.

La experiencia del cuerpo propio, experiencia que se da a partir de un sentir (percepción), es la de una fusión o indistinción entre cuerpo y yo, los que no pueden ser encarados respectivamente ni como un predicado ni como un sujeto el uno del otro (Aisenson 20). El lazo que une al ser con su cuerpo tampoco se puede definir como una forma de posesión puesto que la propia posesión se define como una prolongación del organismo, lo cual resultaría paradójico, pues el vínculo entre poseedor y poseído jamás alcanza la intensidad del vínculo entre el ser y su cuerpo. “Mi cuerpo es mío en tanto no lo contemplo, en tanto no coloco entre él y yo un intervalo, en tanto no es objeto para mí, sino que soy mi cuerpo” (Marcel 101). Si nuestro cuerpo tiene la capacidad de poseer, no es verdad, en cambio, que pueda ser poseído por nosotros.

Dentro de la literatura el cuerpo no se puede reducir a un elemento de verosimilitud, por el contrario, habla ampliamente de las problemáticas del individuo frente a lo colectivo: es un modo de aprehensión del mundo. Contemplar nuestra carne es contemplar el espacio de otra inscripción distinta del espíritu pero inscripción al fin, porque la materia no sólo es la limitación de nuestra expansión en el universo sino también el locus donde se estructura la significación que nace del lenguaje.

El cuerpo es el lugar de la adoración y de la profanación, espacio de los significantes y de los sentidos, soma y sema, centro desde donde se expande el espíritu o donde se concentra; el cuerpo es una de las puertas del entendimiento. Como lo dice la poeta Blanca Varela en Ejercicios Materiales: “y allí te encuentras/ sola y perdida en tu alma/ sin más obstáculo que tu cuerpo/ sin más puerta que tu cuerpo…”.

Las formas de abordar lo corporal son expresiones de la propia forma cómo del cuerpo emanan simbolizaciones: es desde la óptica de la autoconstrucción del cuerpo como elemento de autorrepresentación que se presenta un enfoque que podría ser novedoso. El concepto autorrepresentación se refiere a un magma no ordenado que se constituye como una suerte de autosignificación (códigos, subcódigos y actualización de los mismos en prácticas concretas). Y si bien las representaciones sociales afectan a la autorrepresentación, la autorrepresentación, como lo sostiene lúcidamente Teresa de Lauretis, también afecta a la construcción social dejando abierta “una posibilidad de protagonismo independiente y de autodeterminación en el nivel subjetivo y hasta individual de las prácticas micropolíticas y cotidianas” (Tecnología de Género, 244).

Resumiendo: la autorrepresentación sería la forma cómo nos percibimos, cómo nos imaginamos, cómo percibimos nuestro cuerpo, nuestra capacidad de ubicarnos frente al mundo, en suma, nuestra forma de concebir nuestra propia identidad personal [1] a partir de las representaciones sociales que produce nuestra cultura, pero, al mismo tiempo, la forma cómo desde nuestras propias percepciones y reflexiones modificamos (perturbamos) las representaciones de lo corporal. En suma se trataría del discurso del cuerpo propio y, en ese sentido, también ideologizado.

Dentro del ámbito de la creatividad literaria, el cuerpo se presenta, a veces inicialmente, como un primer grito y sólo a partir de este grito, es decir, de la puesta en juego de una corporeidad establecida en el propio nicho de lo literario, la mujer puede apoderarse del espacio simbólico. Considero que cuando las poetas y escritoras se refieren al cuerpo propio representado intentan nombrar lo inicial. Es por esta razón que no es nada casual que, tanto las poetas mexicanas como las chilenas, centroamericanas o peruanas que irrumpimos en la escena literaria de la década del 80, escriba(mos) prioritariamente sobre el cuerpo, ya sea desde el erotismo, desde el escarnio o desde la autocelebración.

Carmen Boullosa, por citar un ejemplo casi tomado al azar, hace una propuesta vehemente ante una pregunta sobre el tema de una antología de escritoras que tocan la cuestión erótica: Nosotras las mujeres tenemos más cuerpo que los hombres: «Nuestra vida está llena de nuestro cuerpo. Desde niñas (mirándonos para jugar en el espejo) hasta adolescentes (mirándonos con asombro en el espejo) o adultas (mirando nuestras caras mirar en el espejo) o viejas (vueltas puro espejo), preocupadas o disfrutando de nuestra apariencia, obligadas a la regla inevitable de nuestras funciones biológicas. Maravillosamente cuerpo hasta la muerte…” (Citada por Valeria Manca, El cuerpo del deseo, 23).

La mirada de Boullosa de alguna manera intuye lo esencial de la corporeidad para la mujer: la construcción del yo en una mujer pasa especialmente sobre la simbolización del cuerpo, pero no se trata sólo de una superficial preocupación por la apariencia: se trata del afán por crear una identidad. Asimismo Carmen Boullosa se refiere, en los paréntesis —y eso también sería analizable en tanto que la mujer siempre escribe desde los márgenes, los paréntesis, las acotaciones— a la génesis de esta construcción: la imagen que nos devuelve el espejo. Es decir que el cuerpo como tal no basta, es necesario ver su reflejo, plantearse una relación especular con él y construir un yo. Este yo proviene de lo que se nos devuelve. Los otros —los verdaderos espejos— marcan desde sus representaciones las pautas de esta construcción que se estructura por y desde el lenguaje.

Analizar las autorrepresentaciones de mujeres escritoras en sus propios escritos, es decir, cómo se representan desde el lenguaje y lo simbólico, permite entrar a uno de los temas calves para entender la gestión cultural de lo corporal: ¿el cuerpo de la mujer y la construcción que hace de él y de sí misma a partir del lenguaje, dota al propio lenguaje y a sus juegos [2] de alguna especifidad singular inscrita más acá de la simbolización de lo femenino? En otras palabras, ¿existe una literatura femenina corporal?

La pregunta está latente en muchos ejercicios de crítica literaria feminista, que parten de la idea que la construcción de lo femenino/masculino es social, con lo que estamos de acuerdo; pero diferimos de que se trate de algo puramente social y construido solamente sobre esquemas axiológicos. El cuerpo como dato biológico, como hecho real, como elemento dado, es la base sobre la cual se construye socialmente al cuerpo, es decir, ese cuerpo discursivo al que hemos hecho referencia líneas arriba. Si bien es cierto que la percepción de lo corporal es aprendida, esta misma percepción parte de lo corporal. En este sentido, algo vinculado fisiológicamente a lo corporal, constituye la base sobre la cual se construye al cuerpo y por tanto al género. Considero que este algo surge del cruce de la percepción del esquema corporal y de la imagen del cuerpo: la perceptividad centrípeta en la mujer y la centrífuga en el hombre.

Estas dos formas de aprehender el mundo marcan una primera entrada a la diferencia en los productos de su creación: el texto está marcado por el género pero también, desde el género, por el cuerpo. El cuerpo deja su huella en el texto, y el texto asimismo en el cuerpo.

Centrífugo y centrípeta

En uno de sus memorables ensayos (memorable por su extraordinario estilo y porque sus revelaciones/develaciones sobre la mujer rozan la misoginia), el escritor argentino Ernesto Sábato sostiene que la mujer y el hombre poseen dos sensibilidades diferentes de acuerdo con las diferencias de ubicación de sus genitales externos: considera que el hombre es centrífugo (del Latín centrum y fugere, huir. Adj. que aleja del centro); y la mujer centrípeta (del latin centrum y petere, dirigir. Adj. que atrae, dirige, impele hacia el centro). Dice Sábato: “el hombre va de la realidad a lo descabellado, centrífugamente. La mujer de lo descabellado a la realidad, centrípetamente” (Hombres y engranajes, 76).

Se trata sin duda de una interpretación de las tesis esencialistas y biologicistas que pretenden diferenciar no al cuerpo del varón del cuerpo de la mujer, sino a lo masculino y femenino desde la naturaleza, es decir, desde una propuesta que viene de un más allá no metafísico sino natural. No obstante, Sábato no se encuentra tan equivocado cuando sostiene que: «En el hombre el sexo es un apéndice, no sólo desde el punto de vista anatómico sino también fisiológica y psicológicamente: está hacia fuera, hacia el mundo, es centrífugo. En la mujer está hacia adentro, hacia el seno mismo de la especie, hacia el misterio primordial» (131).

Dejando de lado todo el entramado cultural, simbólico e ideológico que marca su discurso falogocéntrico y que se basa en las tradicionales dicotomías masculino-femenino (razón-intuición; abstracción-concreción; logos-natura) encontramos un elemento intuitivo en Sábato que se acerca a los discursos psicoanalíticos sobre las diferencias de percepción entre el cuerpo de un hombre y el cuerpo de una mujer: una percepción centrífuga y una percepción centrípeta, que por supuesto, no tienen tan sólo un origen “natural” sino que emanan del cruce de lo que Paul Shilder llama esquema corporal con lo que Francoise Dolto denomina imagen del cuerpo y que no es algo simplemente dado sino también armado sobre las simbolizaciones y relaciones intersubjetivas.

Algunos psicoanalistas, sobre todo aquellos que investigan la conciencia del cuerpo, sostienen que la imagen del cuerpo está sostenida en tres aspectos: la imagen base, la imagen funcional y la imagen erógena. La última está asociada a determinada imagen del cuerpo: el lugar donde se focaliza el placer. Su representación está referida a círculos, óvalos, cavidades, bolas, palpos, rayas y agujeros, imaginados como dotados de intenciones emisivas activas o receptivo pasivas, de finalidad agradable o desagradable. La imagen del cuerpo es la síntesis, en constante devenir, de estas tres semi-imágenes, enlazadas entre sí por las pulsiones de vida, las cuales se actualizan en la imagen dinámica de cada sujeto.

Para Francoise Dolto, la imagen dinámica genital es, en la mujer, centrípeta, respecto del objeto parcial peniano y, en el hombre, una imagen dinámica centrífuga (La imagen inconsciente del cuerpo, 50). Señalar que la imagen dinámica genital de la mujer es centrípeta en su relación con el pene del hombre es caer nuevamente en las trampas del género y en lo que Thomas Laqueur denomina la “construcción del sexo”. Consideramos que la percepción centrífuga en el hombre y centrípeta en la mujer no está vinculada sólo a la posición en la relación heterosexual, es decir, de esa falsa “natural” relación que se establece alrededor del pene entre hombres y mujeres; sino que lo centrífugo y lo centrípeto está vinculado a todas las simbolizaciones en torno a nuestro cuerpo a partir de un hecho que, parece una verdad de Perogrullo y lo es pero aún a estas alturas de los estudios de género es necesario resaltarla de forma –discúlpenos, lector o lectora- casi grotesca: todas las mujeres, sean homosexuales, bisexuales o heterosexuales, poseen una vagina “dentro del cuerpo” y los hombres, asimismo, un pene que está localizado fuera de él. Así la percepción del cuerpo propio en la mujer es centrípeta, pues absorbe, atrae, acoge hacia su interior. En cambio el hombre es centrífuga porque expele, bota, suelta, arroja [3].

Se trata de sentimientos y conductas referidos a una percepción siempre subjetiva del propio cuerpo. El hombre percibe la realidad centrífugamente pues al estar los genitales al descubierto —los ve, los toca, los palpa— toda su sensibilidad se vuelca hacia fuera del cuerpo; y la mujer, centrípetamente, porque encontrándose la vagina dentro del cuerpo y el clítoris por lo menos oculto, su forma de sostenerse en la realidad también es interna, hacia su propio interior (física y psíquicamente)[4].

Sábato de esta manera relaciona intuitivamente el mundo de lo público con la exterioridad de los genitales del hombre y el mundo de lo privado con la interioridad de los genitales femeninos. Esta relación “intuitiva” forma parte de lo que Cornelius Castoriadis ha denominado las significaciones sociales imaginarias, es decir, «las significaciones que determinan aquello que es real en una sociedad y aquello que no lo es, lo que tiene un sentido y lo que carece de sentido» (Castoriadis, Los dominios del hombre, 1994).

Para Sábato la relación entre adentro y afuera está vinculada con lo femenino y lo masculino, se trata obviamente de la tradicional tesis falogocéntrica sobre las diferencias. Pero al margen de sus contenidos políticos e ideológicos —referidos al biopoder que denuncia Foucault y la crítica feminista— es posible resemantizar este discurso y plantear la posibilidad de una imagen del cuerpo femenino hacia la interioridad del ser, no sólo de la materialidad de la carne, es decir, no sólo del soma sino sobre todo del sema en tanto unidad de sentido.

Esta idea permite pensar que para la mujer el universo empieza en la piel y se extiende hacia el centro del cuerpo: el cuerpo es el límite del infinito pero hacia adentro. El cuerpo de la mujer hacia adentro, incluyendo fluidos y sensaciones inenarrables, constituye un punto de quiebre del organizado sistema simbólico falogocéntrico y permite una entrada a eso que forma parte también del mundo y que no está catalogado como tal en los esquemas tradicionales del logos occidental. Pretendo explícitamente retomar y resignificar la relación y el sentido entre un adentro y un afuera corporal con la percepción propia del cuerpo según seamos mujeres o varones, o más precisamente, según tengamos pene o vagina[5].

No me refiero a elementos naturales ni pretendo naturalizar lo cultural, pero entendamos que —como sostiene Castoriadis— en la dimensión propiamente imaginaria la existencia es significación, por lo tanto, la construcción del cuerpo de la mujer o del varón, en el devenir y la cotidianidad [6] proviene de esta sensación de “lo que está afuera” y “lo que está adentro”. Así lo que está adentro del cuerpo de la mujer es lo que está fuera del sistema falogocéntrico.

¿Existe una diferencia de sensibilidades —en la acepción del sentir— basada tan sólo en la localización genital? Baste precisar aquí que no se trata sólo de la localización de los genitales, sino de lo que hemos venido llamando esquema corporal e imagen del cuerpo. La imagen del cuerpo, como simbolización, se concentra en el propio esquema corporal pero se desarrolla a partir de la construcción intelectual que realizamos sobre nuestro cuerpo y su relación con el mundo, por tanto, la forma que tiene la mujer de relacionarse con el mundo “centrípetamente” está vinculada indiscutiblemente con esa imagen dinámica genital de su propio cuerpo vivido, pero sobre todo de la estructura de su experiencia humana que proviene de la vivencia de su cuerpo en el entramado social y simbólico de la realidad.

En la medida que el cuerpo es la encarnación simbólica del sujeto, el planteamiento de una percepción centrípeta en la mujer permite resignar lo corporal, hacer a un lado los atavismos que vinculan lo genérico a lo biológico y construir una expresión propia de la mujer y ya no apropiada; dejar atrás la construcción simbólica de la mujer como una falta [7] en el sistema del orden constitutivo de la cultura patriarcal y empezar ya no a minar desde la grietas este orden, si no construir en ese otro lugar (recuperado, liberado, resignado) una cultura que articule su lógica desde el propio cuerpo como una suma de posibilidades inéditas y productivas.

Citas

[1]Lo que algunos llamarían la conciencia de sí y otros el self, términos que preferimos no utilizar.

[2]”Nuestros claros y simples juegos de lenguaje no son estudios preparatorios para una futura reglamentación del lenguaje… Los juegos del lenguaje están más bien ahí como objetos de comparación que deben arrojar luz sobre las condiciones de nuestro lenguaje por vía de semejanza y desemejanza”. (Wittgenstein, 1988:131)

[3] Es interesante señalar acá las diferencias que se usan para señalar el orgasmo en el lenguaje sexual popular peruano. Cuando una mujer llega al orgasmo “se viene”, cuando un hombre llega al orgasmo “se da”. Por supuesto este lenguaje está mucho más vinculado con los patrones de género que con la percepción del cuerpo propio. Pero venirse implica salir desde adentro y entrar a algo distinto y darse es, por supuesto, entregar el esperma.

[4]Habría que considerar aquí la percepción ambigua del homosexual varón pasivo, que convierte a su cuerpo, desde el ano, en una localización del placer hacia adentro pero al mismo tiempo posee un falo que se entumece hacia fuera. Aunque esta referencia está vinculada a las relaciones intercorporales (que igualmente construyen la imagen del cuerpo) que a la propia autopercepción.

[5] Si bien es cierto que el caso de los hermafroditas sirvió para demostrar en un momento que el género es socialmente aprendido, en relación con lo que estamos tratando, es decir, la percepción del esquema del cuerpo y de la imagen del cuerpo el caso de los hermafroditas es irrelevante en tanto son excepcionales. Aún no existe una categorización cultural completa desde un “tercer sexo”.

[6]Una de las propuestas para analizar las prácticas y las formas de percepción de dichas prácticas es la noción de habitus propuesta por Pierre Bourdieu. En algunos textos Bourdieu asume el habitus como una estructura mental a través de la cual se aprehende el mundo, en otros como un esquema de producción de prácticas pero también como sistema de esquemas de producción y apreciación de esas prácticas. En todo caso hemos preferido el término de Castoriadis porque está relacionado con los elementos significantes y con lo que el propio Bourdieu denominaría capital cultural. (Bourdieu, Cosas Dichas, 1994).

[7] Otras propuestas como la de Julia Kristeva retoman la idea de goce lacaniano (como la ansiedad imposible de ser saciada o el sufrimiento intolerable) para postular que la mujer pertenece al orden de la falta, de lo reprimido, de lo subalterno. La falta sería la forma cómo entra la mujer al orden simbólico de la cultura —que es el orden de lo patriarcal— pero hay que entenderlo también como constitutivo de la cultura. La falta está vinculada a la no posesión de un falo, entendiéndolo no sólo en su acepción metonímica sino sobre todo, metafórica. (Kristeva, Historias de amor, 1987).

En: Kolumna Okupa

Rocío Silva Santisteban

Limeña, nació en 1963. Ha publicado cuatro libros de poesía, Asuntos circunstanciales (1984), Ese oficio no me gusta (1987), Mariposa negra (1993, 1998) y Condenado amor (1995) y uno de relatos Me perturbas (1994 y 2001); ha editado dos libros de crítica: El Combate de los Ángeles (Pontificia Universidad Católica, 1999) y Estudios Culturales. Discursos, poderes, pulsiones (junto con G. Portocarrero, V.Vich y S. López-Maguiña, RED, 2001). Nadie sabe mis cosas: ensayos en torno a la poesía de Blanca Varela (junto con Mariela Dreyfus) se encuentra en prensa en el Fondo Editorial del Congreso (Perú). Textos suyos han aparecido en diversas antologías como Las horas y las hordas, El turno y la transición, ZurDos, Poésie Peruvienne du XXe siécle, Prístina y última piedra, Lavapiés, Escritoras mirando al Sur, entre otras. Como periodista ha publicado en diversos medios de América Latina y es colaboradora permanente de La Insignia. Doctora en Literatura por la Universidad de Boston, actualmente trabaja como directora del diploma de periodismo de la Universidad Jesuita de Lima.