Por Ronnie Ramírez García

¡Qué no te la creíai, guatón!, cuando los pacos nos rodearon en la montaña, encapuchados, con sus pasamontañas, apuntando con sus M16. Desde lejos habíamos sentido el ruido de la camioneta y nos dijimos: ¡Al fin llegaron nuestros compañeros!

Claro, el día anterior habían partido a buscar un vehículo para bajarnos a Mina Vieja, volver porque la nieve no nos dejaba avanzar y tú estabai pa’l gato, gordito, con las patas hinchadas de tanto caminar, los ojos rojos por las quemaduras de la tormenta.

No tuvimos otra posibilidad que quedarnos en esa quebrada, a cielo abierto, entre la montaña y el desierto de Atacama mientras te reponías. ¡La gota, viejo! ¡Cómo se te podía ocurrir sufrir de gota, en estos momentos! Pasaron dos días y comenzaste a recuperarte, a echar la talla, aunque todavía tenía que sacarte, sujetándote de mi hombro, casi en andas, calentando agua con yerbita del monte e inventar algo con la poca comida que nos quedaba.

¡Que de garabatos te habías llevado, guatón! Al primer kilómetro me pasaste tu mochila diciendo “no puedo más”, y seguiste muy campante con las manos en los bolsillos. A los tres kilómetros siguientes nos pediste descansar un poquito y, por supuesto, las bromas llovían. ¡Qué vino a hacer aquí este guatón, mejor se hubiera quedado en la casa!

Acuérdate, el viejo se detenía a cada rato y decía:

– ¿Sabís de quién es la culpa de toda esta hueá?, lo mirábamos con cara de pregunta, y nos respondía: ¡De Marx, de Carlos Marx, pues, huevón! Y al poco rato, mientras buscábamos el camino que la nieve se había tragado, volvía con la misma. ¿Y vos sabís de quién es la culpa de que estemos acá?

Y los pacos que nos rodean: ¡Arriba las manos, extremistas! Tú, rapidito las vas subiendo y caminas como en tus mejores días. Un cuarto de hora antes no parabas de quejarte, a duras penas salías a caminar un poco. Y vos que me decís en voz baja: «levanta las manos o éstos van a tirar». Y me di cuenta que era cierto, gordito, y ahí voy, subiéndolas.

Después, todo pasó como en una película muda. Los pacos que nos golpean con las culatas de los fusiles, registraban, preguntaban por armas y, en un dos por tres, estábamos más amarrados que arrollado huaso. Un verde, viejo chico, histérico, con los ojos saltados y aliento alcohólico, nos daba como bombo en fiesta; entre golpe y golpe, gritaba: ¡Éstos eran los que querían matarnos!, y yo diciéndoles: ¡déjenlo, no toquen al guatón que está enfermo! Y, soberbios, continuaban sordos a cualquier demanda.

Solo la montaña fue testigo. Esos dos o tres pacos que destacaban del pelotón, ¡deme permiso, mi comandante, pa’ echarnos a estos extremistas! Y el viejo chico que me pone el revólver en la cabeza, y yo que me voy despidiendo de este compadre; en un segundo pasaron por mi mente mi mujer, mis hijos, mis viejos, y diciendo en mi interior: ¡Lástima, y yo que tenía tantas cosas por hacer todavía! Y el golpe de la culata del fusil en mi nuca, el ruido de un hueso roto, y después nada, nada, sólo el murmullo del arroyo que pasaba cerca. Abro los ojos y el comandante se paseaba preocupado sin saber qué hacer, y de pronto decide formar la tropa, ordena: ¡apunten!, cuenta hasta tres y escuchamos el disparo que se pierde con un eco entre los cerros. Nos miramos y todavía estábamos vivos, gordito.

Entonces fue que nos echaron “amarraditos los dos”, detrás en la camioneta y con buena escolta. El trayecto no era largo y la luna del norte iluminaba los cerros con su blancura fina; podíamos ver a kilómetros en el horizonte. Cuando llegamos a Potrerillos fuimos reconociendo una a una las casas, las calles. En ese rincón del desierto habíamos conocido tanta gente, amado, soñado juntos, no había límites.

Pasó el  tiempo, vinieron los días de cárcel, y de pronto te veo montando una pieza de teatro, haciéndolas de juez venal del siglo XV, con tu panza redonda y unos bigotes de mosquetero; si hasta los guardias se reían pa’ callado. Pucha que te gustaba el fútbol, gordito, no te perdíai pichanga, si la pisabai con tus pantalones cortos, tus piernas regordetas, sosteniendo los noventa y tantos, dele con el toque, tranquilo, con clase. En cambio, nosotros, los de la calle siete, más salvajes, nos desahogábamos dándole duro al esférico, las patadas corrían de lo lindo, entre pichuleos, empujones, narices rotas. Al final, igual terminábamos amigos y contentos. Había que echar afuera tanta rabia, gordito, y tú siempre tan tranquilo, saboreando esa comida estupenda que te enviaba mamá, tu mujer, tocándola siempre, colocando el pase preciso.

Es cierto, por lo demás, que por ese entonces las cosas tenían un color ingrato; habíamos cedido la plaza al baile de los vencidos, ese túnel del cual no veíamos salida.

Un año después, en el patio central de la Peni tuvimos que despedirnos. Te ibas ya y yo me quedaba. Nos miramos en medio de la algarabía que nos rodeaba, sin decirnos nada nos abrazamos, sintiendo tu calor, guatón simpático, bonachón, sabiendo ahora sí, gordito, que nuestros caminos se separaban, quizás por cuánto tiempo.

RONNIE RAMÍREZ GARCÍA

Nació en Santiago, 1944. Hizo estudios de Economía en la Universidad de Chile. Publicó un recuento colectivo de poemas llamado Amor y Rebeldía, en el entonces Taller Literario de la Escuela de Economía. Posteriormente, funda con estudiantes y obreros, el Taller Literario Vanguardia,  que funciona en la sede del Instituto Chile Alemania Democrática de Cultura. Profesor de la anterior Universidad Técnica del Estado, y después ejecutivo en CODELCO Salvador, durante la Unidad Popular, en 1975 debió exiliarse en Bélgica durante 14 años. En el exilio publica de manera artesanal un conjunto de poesía titulado Poemas de Amberes. Vuelve a Chile en 1989 y participa en los Talleres Literarios de Saúl Schkolnik 1990, Gonzalo Contreras, en 1999, y Juan Radrigán, el 2001. Profesor de Administración Pública en la USACH el 2005. Durante el 2006 participa del Taller Escritura Creativa de Letras de Chile, y en la actualidad, en el de Lilian Elphick.