Por Miguel de Loyola

Pocos son los escritores que además de escribir novelas notables, contribuyen con un legado importante de experiencia acerca del arte de escribirlas. Pareciera ser que no siempre se dan juntos -en una misma persona- el escritor con el crítico, salvo raras excepciones. Una de estas es, a mi juicio, Henry James (1843-1916).

Eximio novelista norteamericano nacionalizado inglés,  quien tuvo en su momento la capacidad intelectual suficiente para reflexionar de manera profunda acerca de su oficio.

Y digo ‘profunda’, por cuanto la influencia de sus reflexiones teóricas acerca del arte de la novela, las más vertidas en El arte de la novela y otros ensayos, todavía permanecen vigentes. Una prueba contundente de ello es que no pocos escritores, y algunos de primera línea en nuestra propia realidad literaria,  no sólo denotan dicha influencia en sus obras, sino que la admiten.

La cuestión medular de la novela, a juicio de James, consiste en que ésta debe ser interesante. Asunto que bien puede parecernos de perogrullo. Sin embargo, reflexionando un poco más acerca del asunto, no hay tal. Cuántas novelas pecan de no serlo, a pesar de tratar temas que bien podrían tornarse interesantes si…-y aquí es donde cobra pleno valor y sentido la opinión de Henry James-, fueran  tratadas por el novelista de un modo que resultara interesante. Dicho de otro modo, la clave para James radica básicamente en la forma, en la capacidad estilística del escritor para interesar al lector en el asunto que le está contando, cualquiera que éste sea. De hecho, es bastante decidor que en la gran mayoría de sus obras, la anécdota que sostiene los hilos de la historia contada es por lo regular bastante sencilla. Sin embargo, la narración de James nos envuelve de manera apasionante. Por ejemplo, en Los papeles de Aspern, la anécdota en sí de la historia no reviste mayor trascendencia, pero el lector es atrapado por el interés en ella ya en la primera página. Cuestión que no ocurre con una gran mayoría de novelas de nuestros tiempos, y es necesario internarse varias decenas de páginas inútiles adentro, para recién llegar a interesarse por lo que se nos está contando. En Los papeles de Aspern, vemos desplegada toda la capacidad de seducción del novelista, al punto que la anécdota, bastante simple en sí misma, termina por transformarse en grandiosa. James nos introduce en el interior de un viejo palacio de Venecia habitado por dos seres femeninos aparentemente insignificantes, pero gracias a la maestría con que son proyectados por el novelista, se tornan poco a poco en personajes de un espesor psicológico profundo, plagados de múltiples interrogantes.

James, como pocos escritores, sabe encender la mecha de la intriga en la mente del lector al momento mismo de entrar al relato. Y esa es una prueba fehaciente que denota un oficio notable. Por otra parte, pone en evidencia su apego a la tradición, al valorar como algo fundamental ese aspecto de la novela que es entretención. Se trata, en suma, de un autor que escribe deliberadamente para cautivar al lector. O dicho de un modo más moderno, escribe con el lector en mente, a diferencia, por ejemplo, de la novela experimental que busca proyectar una nueva concepción de arte o una nueva teoría social, sociológica, psicológica, filosófica, etc., olvidándose así casi por completo del lector. Quien es, ni más ni menos, el verdadero destinatario de toda obra de ficción.

Esta deliberada intención de entretener, no es una casualidad que la encontremos presente en todos los clásicos, y acaso por esta misma razón a menudo los lectores volvemos a ellos, en virtud que la novela contemporánea pareciera haberse olvidado de este asunto, aduciendo a teoría ajenas, a uno de los objetivos principales del arte de la ficción, como lo es sin duda su grado de entretención. Henry James, en este aspecto, es un maestro que puede ayudar en mucho a los noveles escritores a depurar su estilo para llegar a escribir historias interesantes, y digo ahora interesantes, puesto que algo que no resulta entretenido, mal puede al lector parecerle interesante.

Muchas obras de James, son verdaderas clases magistrales acerca de los asuntos técnicos que un escritor debe tomar en cuenta, si en verdad quiere llegar alguna vez a plasmar una obra de arte. El cuento Lo real, por ejemplo, pone en evidencia la diferencia sustancial que existe entre el personaje y el hombre real. Asunto que no todos, tanto críticos como noveles escritores, parecen tener claro, y suelen incurrir en el error de interpretar, o tratar a sus personajes como seres de carne y hueso, o viceversa, olvidando o ignorando que, en definitiva, no son otra cosa que seres de ficción y que, sólo mediante los artificios del escritor, pueden éstos adquirir características semejantes al hombre real. Este hecho, desde luego, nuevamente confirma la posición tradicional de James como escritor, en tanto ve a la novela como una mimesis de lo real, muy al estilo clásico. En su obra La lección del maestro, expone con brillante perspicacia la diferencia entre el artista y el hombre real, quien no puede experimentar, por una cuestión singular que sólo es inherente a la condición de escritor, las impresiones de realidad que sólo son características particulares del artista, y de hecho advierte entre líneas que cuando el artista es absorbido por la realidad a secas, deja en ese momento de ser un artista.

Sabemos que James, discípulo de Flaubert, asumió su rol artístico con la misma pasión y devoción que su maestro, y a mi juicio, lo superó en algunos aspectos. Uno de ellos fue, precisamente, la capacidad de seducción que atrae al lector como un imán al comienzo de la mayoría de sus obras, manteniéndolo sumido en el hilo del suspenso hasta la última página. Flaubert, en cambio, presenta a menudo cierta lentitud en sus primeros movimientos, y tal vez la monotonía de los primeros capítulos de Madame Bovary bien podrían servir para ratificar este juicio.