Yuri Soria-Galvarro R.

El fantasma de Víctor Hugo Viscarra surge ahora que me sirvo un singani. Parece que el tiempo no pasa Víctor, estás igual que aquella noche en el Boca y Sapo, charlamos poco esa vez, pero me diste un par de tus libros y ellos me han seguido hablando.

—¿Cómo van las cosas Víctor Hugo?

La existencia o la cotidianidad son tan sólo una figura donde no se reflejan ni se vislumbran esperanzas ni ilusiones: o se vive, o se muere.

—¿Y cómo es la muerte?

Para una persona que ha caminado de la mano del infortunio y de la muerte, amén del alcohol, puede significar muchas cosas, entre ellas retroceder en el tiempo, y sin proponérselo, abrir cicatrices que parecían cerradas para siempre, aunque la palabra no siempre tenga su real significado en el diccionario.

Me quedo por unos instantes, pensando en lo que dijo Víctor Hugo, sus palabras siempre consiguen dejarme ese sabor amargo, inquietante, hablan por los marginales de La Paz, por sus vidas descarnadas, violentas, olvidadas. Me hubiese gustado conocerte más Victor Hugo, hablar sobre esos seres sin esperanza que acompañaron tu deambular y tu literatura, me hubiese gustado decirte esto, o al menos comunicárselo a tu fantasma, pero ya ha regresado de donde haya venido y estoy de nuevo solo mirando por la ventana.

El regreso, en cierto modo siempre volvemos. Como este retorno a Cochabamba, a las calles estrechas aprendidas de niño, la infructuosa búsqueda de la heladería en calle España (que ya no existe), indagar en la memoria sobre el olor a sándwich griego, el regreso al monumental y delirante mercado de La Cancha, a redescubrir las cholitas que venden silpanchos o api de madrugada y sumarse a los alegres de siempre que beben cerveza en El Prado. El regreso y la perversa sensación de que alguien me debe algo: los años perdidos, la vida que no viví. Pero si volviera, si el regreso fuera posible y me instalara otra vez en la llajta, no pasaría mucho tiempo en que me dolería el sur, el verde rabioso, el olor del mar y la lluvia infatigable en la memoria, no pasaría mucho tiempo en que me obsesionaría con la idea de que alguien me debe algo. Así son los regresos, todos los regresos, una vez que vuelves, la urgencia no calma, añoras el próximo regreso.

Por ello me asombran los que huyen, me agobian aquellos que no quieren volver, como Lorena que viene de Chile, que viaja sola por muchos meses y me confesó que es alcohólica, que intenta huir del miedo, de la oscuridad al final del camino que a veces se ve con tanta claridad. Lorena pertenece a la estirpe de los condenados, porta una tristeza endémica que disimula con vino, cerveza, vodka o lo que sea que esté a mano, ella huye y jamás regresará.

La noche en La Paz es más luminosa, el aire se palpa más liviano, frío y milenario. ¿Acaso el que regresa no está huyendo igualmente? ¿Acaso siempre será todo una trampa circular y por ello despertaremos un día, viejos, con la confusa sensación de que alguien nos privó de algo? ¿Acaso siempre ha sido todo igual? Pero algunas cosas cambian, los países cambian, los pueblos cambian, como esta Bolivia en la que se respira dignidad y en la mirada del indio aflora el orgullo, ya no el resentimiento que es la forma más dura de orgullo, sino un orgullo parecido a la esperanza. Quizás las cosas tarden, quizás Bolivia es el país de la desesperanza, quizás la rueda de la historia la condena a la tercera división, amén que ya fue un imperio, quizás la maldición del inca está cesando y permitirá que este pueblo deje de sufrir.

Mañana temprano emprendo otra vez el regreso, adiós Victor Hugo bebo a tu salud y a la de tu bella ciudad mineral, donde los contrastes cuelgan de los cerros como cuadros en una pared. Adiós Chuquiago, cuna de imperios y desesperanza, ojalá encuentres el camino. Y Ojalá Lorena encuentres consuelo en el país del desconsuelo, descubras lo que te falta y puedas también algún día volver.