Por Miguel de Loyola

La novela se articula a partir de un acontecimiento por sí solo impactante: la muerte del protagonista,  un protagonista sin nombre que cuenta su propia historia después de haber sido sepultado en un viejo cementerio judío, correspondiente a un difunto de ascendencia sefardita,

como es el caso, allí también yacen sus padres y los amigos de sus padres, a pesar de confesar no tener ya ningún compromiso religioso. Una vez sepultado por sus parientes, la voz del muerto comienza a narrar la historia de sus pasos por el mundo, fundamentalmente, los fracasos vividos: tres matrimonios destruidos y sus nefastas consecuencias, que pueden entenderse tal vez como causa de la pérdida de la salud y de la llegada anticipada de la muerte.

Una narración de ágil lectura y con un matiz de frivolidad manejada por la pericia de un escritor experto en el recurso de la ironía, conducen al lector hasta agotar la última página.

Philip Roth recrea en Elegía  la vejez,  concluyendo en una frase que a mí se me antoja para el bronce “La vejez no es una batalla, la vejez es una masacre” Aunque tal vez insinuando que una vida amorosa licenciosa, como es el caso de la llevada por el protagonista hasta los últimos días en que “estaba entero”,  termina siempre mal. Durante el transcurso de los últimos años venía poco a poco sumando achaques y operaciones tras operaciones, sumido en una atmósfera de creciente soledad. Los hijos de su primer matrimonio lo rehuyen, culpándolo de haberlos dejado solos cuando más lo necesitaban. Sólo lo asiste de vez en cuando la compañía de su hija  Nancy, y la de su exitoso y millonario hermano Howiz a quien el muerto nunca ha dejado de envidiar.

Philip Roth se da maña en esta novela para proyectar la conciencia culposa de un hombre genérico,  en un juego de recuerdos de días mejores, cuando el publicista gozaba con la salud propia de la juventud. El relato tiene todas las características de la novela Norteamérica de los últimos tiempos: narrador en primera persona, una historia concisa y precisa, un personaje vacío de espíritu en medio de una sociedad igualmente vacía, un narrador que muestra con frialdad hasta las cosas más sensibles, y por supuesto, el correspondiente toque de escenas eróticas más bien cercanas a la pornografía.