Por Gabriel Canihuante
La mujer estaba sentada en la sala de su casa, mirando por una ventana desde donde podía observar un bello jardín, allí había rosas de diferentes colores, malvas blancas y rosadas, coronas del inca intensamente rojas y pálidos hibiscos, otras plantas verdes sin flores y algunos frondosos árboles como un chirimoyo.
Permanecía en silencio, se sentía quietud en su rostro y parecía estar sola, pero de pronto comenzó a hablar sin dejar de mirar a su apreciado jardín.
– Pedro tenía veintiséis años cuando conquistó mi corazón. Yo vivía con mi papá, mis hermanas, primas y tías. Tenía diecisiete recién cumplidos y era, según todos me decían, la muchacha más bonita de mi pueblo, Las Campanas, donde trabajaba como costurera para las mujeres de los gringos que trabajaban en la minera. Todas mis amigas y también mis parientes me repetían siempre que Pedro estaba enamorado de mí y que tendría que ser muy tonta para no aprovechar esta oportunidad. Él era el mejor hombre que yo podría tener en ese pequeño pueblo. Parecía una sentencia.
Me acuerdo que llegó un día con su mamá, a quien le estaba terminando de coser un vestido que usaría en su aniversario de bodas, y me quedó mirando sin decir nada. Eso me molestaba mucho porque casi siempre era así con los hombres. Me miraban como si fuera un mueble que les gusta pero al cual no se le puede decir algo. Ese día, en un momento en que su madre hablaba con una de mis tías, él me preguntó si me gustaban las flores. Le respondí que sí pero que de todas las flores que conocía no había ninguna que fuese mi preferida. Sabía de una muy especial, añadí, de la cual había oído hablar desde niña pero que nunca había visto: la garra de león, una flor del desierto que se da en lugares muy inhóspitos.
Dos semanas después Pedro pasó por mi casa y prometió que me traería esa flor. Estaba a punto de iniciar una de sus exploraciones. Era minero independiente y su trabajo era salir por los cerros a buscar nuevos yacimientos. Partía con uno o dos exploradores más y con un par de mulas muy cargadas de vituallas y de algunas herramientas. Durante varios días y a veces durante semanas o meses se adentraban hacia la cordillera en busca de minerales.
Ese viaje fue uno de los más largos que hizo en ese tiempo porque la gente del pueblo empezó a creer que había ocurrido una desgracia, algún accidente o quién sabe, un ataque de bandidos que a veces asaltaban a los mineros en busca de oro o de otras pertenencias. Una tarde de sábado se estaba organizando un grupo para partir en la madrugada siguiente a buscarlos cuando llegó un jinete a todo galope anunciando que venían a duras penas montados sobre las mulas, muertos de hambre y sin agua. Yo no los vi llegar pero supe que en realidad se veían mal, sucios, sin afeitar, quemados por el sol de los cerros y más delgados que nunca. No pregunté qué les había pasado, pero la gente decía que Pedro se había vuelto loco buscando una flor. Nadie entendía nada, nadie excepto yo, claro.
Al día siguiente al salir de la misa lo encontré en la plaza. Ahora lucía afeitado y su pelo recién cortado. Lo delgado no le sentaba mal pues era alto y musculoso. El tostado del sol le hacía verse como un marinero. Tenía entre las manos una caja de regalo que me entregó después de un breve saludo. El nerviosismo no le daba tregua y luego de decirme atropelladamente: “Toma, te traje esto, es lo que te prometí”, salió disparado dejándome sola en medio de la plaza.
Cuando llegué a la casa ya tenía nueva compañía, mis primas y hermanas (todas menores que yo) se morían de curiosidad por saber qué me había traído Pedro. Mi papá, por suerte, había salido porque no estaba dispuesto a aceptar que su hija predilecta tuviese amoríos con cualquier hombre. Pero las tías, firmes partidarias de que yo iniciase un romance con él, se habían sentado a mi alrededor para presenciar ese acto central de día domingo. Habían dejado sus labores en la cocina por estar allí en ese momento crucial; parecía que esa caja traía una garantía de matrimonio y a juzgar por el entusiasmo eso pondría a toda la familia en una categoría social más elevada, algo que a mi no solo no me importaba sino que provocaba repulsión.
Abrí el lazo de la fina cinta que rodeaba la caja, un cuadrado de cartón color café oscuro. Había puesto la caja en una mesa de centro y todas las mujeres miraban expectantes. Dentro había otra caja del mismo color pero sin lazo. Se sintieron algunas risitas y murmullos hasta que alguien dijo: “Ya, abre la otra”. La saqué y la abrí y para sorpresa general me encontré ahora con una caja aún más pequeña, siempre del mismo material y color. Pero también había una tarjeta blanca en que pude leer en voz alta para que todas escucharan: “Ahora es sólo entre tú y yo. El contenido de esta caja es secreto, quiero que la abras cuando estés sola. Pedro.”
Sabía que mis hermanas, primas y tías no saldrían de allí en ese momento y decidí retirarme. Fui a mi cuarto, que por suerte era solo mío, y me encerré con llave en la puerta y con las cortinas corridas de modo que no se veía nada a pesar del mediodía. Esperé unos minutos y entonces abrí la última caja. Por la oscuridad no pude ver bien de que se trataba, pero me pareció que era algo blando, húmedo y con un olor desagradable que no conseguía identificar. Hallé también otra tarjeta blanca. Al acercarme a la ventana que dejaba entrar un haz de luz, pude leer: “Esta es la flor que me pediste. Me volví loco buscándola y al final la encontré. Caminé como nunca lo había hecho en mi vida y si la encontré es porque creo que esta flor es como tú, una flor en el desierto, un hallazgo único, irrepetible. Espero que llegue a tus manos fresca y aromática tal como yo la recogí en la Quebrada Las Perdices. Si así fuera es porque ella es como el amor que hay en mí para ti, puro y lleno de vida”.
Abrí las cortinas y sentí el pecho apretado cuando pude ver la flor muerta. El encierro de los días la había marchitado y en vez de secarse se llenó de hongos. Si ese era el amor de Pedro por mi no era un buen augurio. Como siempre me pasaba en esas situaciones, no pude llorar, la pena ahogó mi tristeza y sin querer sufrir más en ese breve y voluntario claustro, salí al comedor porque además ya era hora del almuerzo.
La mesa estaba servida como correspondía. Mi padre, el único hombre de esa casa, ocupaba la cabecera y a sus costados se desplegaban, por orden de edad y parentesco, tías, hermanas y primas. La cazuela de ave humeaba en los platos, cada comensal tenía un pan amasado y una servilleta de género además de sus cubiertos y vaso. Los adultos tomaban vino y los niños y jóvenes una bebida que preparábamos en casa con un líquido muy dulce y agua: granadina.
“Era una flor de garra de león. Pedro dice que me ama y quiere saber si yo le correspondo”, me limité a decir ahora delante de mi padre y de todas las mujeres. Hubo un silencio general, nadie dijo nada ni hizo ningún ruido, parecía una escena congelada como lo hacen en el cine y en la televisión. Mi padre masticó lo que tenía en su boca, tragó y se limpió con la servilleta y luego de unos segundos me miró con ternura, levantó su copa casi llena de vino y dijo en voz alta: “Salud por la novia”. El alboroto fue general, se reían, me abrazaban, la tía Rita, la hermana mayor de mi padre, se puso a llorar y recordó entonces a mi madre: “Si Helenita estuviese viva estaría llorando igual que yo”.
El sábado siguiente Pedro estuvo esperándome en la plaza durante dos horas y media. Mi prima Carlita, la más alcahueta, me había avisado diez veces ya de esa espera y yo, sin saber por qué, no me decidía a salir. Cuando la sombra se hizo dueña del pueblo y el aire refrescó, salí con mi ropa más bonita, un vestido celeste que yo misma me había hecho. Me sentía como una princesa paseando por su castillo, dueña del mundo.
Le dije a Pedro que la flor era muy bonita, que tenía un olor muy suave y que mi padre nos había dado permiso para ser novios.
Nos casamos dos meses después, cuando cumplí los dieciocho. Durante cuatro décadas viví con Pedro un amor de cuentos: intenso, contradictorio, leal, sublime. Le di un par de hijos que ahora ya son padres. Nunca volvió a traer garra de león a la casa y nunca más se habló de eso, per aún conservo la serie de cajas en que me regaló esa flor del desierto. Allí guardo sus cenizas. Quiso que lo cremáramos. Fue su deseo explícito ante toda la familia cuando supo que tenía cáncer y que no viviría más de seis meses. Han pasado dos años desde su muerte y nunca había contado toda la verdad. Ahora me nació confesarla porque uno de mis nietos me preguntó si conocía alguna flor especial. Le dieron una tarea en el colegio y la profesora les pidió que hablara con los mayores de casa. No tengo valor para decirle todo en su carita de niño y por eso lo estoy grabando. Espero que todo esto tenga sentido para quienes me escuchen, para mí ya lo tuvo, es el sentido de la vida, de vivir sin miedos, sin creer en los malos augurios, sin buscar lo negativo, sin dejarse llevar por el pesimismo y la tristeza.
La abuela sintió un ruido en la puerta y se dio vuelta, era su nieto quien le preguntaba si había hecho la tarea. “Sí, la hice, pero dásela a tu madre para que te ayude”, le respondió entregándole la cita grabada. Salió entonces al jardín a conversar con sus flores como hacía cada tarde mientras las regaba. Sus flores eran las más bellas de Las Campanas, el pequeño pueblo situado en las proximidades del desierto de Atacama, medio a medio entre el Pacífico y la Cordillera de Los Andes, donde vivió toda su vida.
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Gabriel Canihuante es chileno, periodista, y se gana la vida como docente universitario en La Serena. Escribe cuentos entre otras cosas.
Casilla electrónica: canimau(arroba)hotmail.com
* El cuento La flor del minero fue publicado en el libro “La Súplica del Dr. Solís y otros cuentos (La Serena, 2003).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…