Por Miguel de Loyola

La novela de Antonio Avaria nos conduce a una primavera en Florencia, la ciudad cuna del Renacimiento. A través de la mirada sorprendida de Gonzalo, protagonista y narrador de la historia, recorremos los misterios artísticos de la ciudad junto al personaje, algunos de sus más célebres palacios y monumentos. Centros de atracción de los turistas de todos los tiempos. El Palazzo Vecchio, la iglesia San Marcos, el Ponte Vecchio, esculturas inmortales, Bacco, la Plaza de la Independencia, la estatua de Cellini, etc.

Esta recreación de la ciudad resulta excepcionalmente interesante por la manera de mirar del protagonista, quien no acusa la impresión de los hallazgos con la sorpresa propia de la ignorancia. Se mueve a través de ellos como si ya los dominara en su más amplio significado, a partir de un sustrato cultural que regula su mirada.

Tratando de acotar el estilo, se caracteriza por el poder sinóptico, la frase entrecortada buscando revelar algo que trasciende el plano literal, por eso el lector debe releer, dado que lo acotado deja la impresión de algo trunco. El modo especial de adjetivización también llama la atención al lector, como asimismo el uso del vocabulario. “Los ojos todavía acuosos”, “lavándola a chisguetazos”, “barbas luengas”, “a mojarropa podía dejar un estropicio”, “sus ramalazos bastaban para dispersarnos”, “hieden a tumba”, “los dientes visibles cerrados a martillo”, “lo dejé bebiendo en la noche florentina”, “ojos hambrientos”, “el instinto antípoda”, “sonrisa bobalicona”, “pato seguro en su barro”, “ojos glaucos”, etc. En fin, el estilo es cuidado, lacónico, poético a fin de cuentas.

Gonzalo nos lleva por un periplo tendiente a revelar los pasos significativos de su vida inmersa en un mundo ajeno, que si bien al parecer conoce y domina, no le resulta tampoco el sitio ideal para un chileno exiliado durante la dictadura de Pinochet. Su amistad con el ruso George en la Pensione Berba, revela la condición cosmopolita que alienta el espíritu del protagonista para relacionarse con otros mundos. El encuentro con los chilenos en la catedral de el Duomo, sirve para acotar el pasado del protagonista y el incierto futuro que continuará en su deambular por Europa camino a: ¿Lisboa?, no lo sabemos. En ese sentido, contiene un misterio no revelado, sin padecer de ostracismo, revela una búsqueda cifrada, que se pierde por los laberintos de una narración reticulada, cargada de sorpresas y recuerdos. El protagonista avanza en sus relaciones intertextuales, dejando espacios abiertos, pero señalando también personajes concretos claves de la política chilena de los ochenta, lo cuales mirados ahora a la distancia, recuperan el frescor de un presente inmediato, acaso por la forma de hilar los asuntos, sin condenar, ni mezclarse el escritor con el protagonista.. La intertextualidad literaria ofrece también una conexión interesante, novedosa, en tanto denota ese traspaso de una generación a otra, implícito en toda cultura. Las referencias a Neruda, el Poeta, parecen inevitables en un chileno de su generación, por eso aparecen como fogonazos de luz en medio de la incipiente oscuridad por donde camina el personaje.

Después entramos a un relato intercalado, donde cambia el narrador, la historia de Rolf, también de Gregory, que viene en parte a completar el crucigrama de la vida del protagonista. A través de los tres, nos adentramos en la vida íntima de alemanes y alemanas, un paso detallado hacia la vida interior y cotidiana, gracias a las anécdotas que focalizan lugares y situaciones concretas de su modo de vivir. Aparece Munich, el mar del norte, Cuxhaven, Baviera, etc.

Finalmente, pasamos a la última parte de la novela, muy bien denominada como “Epílogo del destierro”, donde Gonzalo recupera la voz del relato, pero ya está viejo, han pasado veinte años o más. Pero todavía recuerda a Stephanie y nos describe su encuentro estelar con ella en una escena pormenorizada de sentimientos y circunstancias.

El regreso a la Pensione Berna con Stephanie, conecta el final con la primera parte. Vuelve a aparecer el ruso George. La partida hacia Roma del protagonista, la despedida en el vagón del tren con la amada y el adiós definitivo, porque nos enteramos que no va a Roma. Se cambiará de tren en Pisa para seguir al norte, hacia lo desconocido.

Es evidente que no estamos frente a una novela para iniciados, para lectores ávidos de entretención y moralejas. Estamos frente a un Cielo de mala muerte que incursiona en un mundo más complejo, cargado de interrogantes, de puertas que se abren y no se cierran.

La relación de esta obra con el Ulises de James Joyce resulta inevitable, tanto en el lenguaje entrecortado, como en la exposición narrativa de los acontecimientos, que se cruzan sin tiempo, cayendo de golpe, lanzados por un bombardero que se sabe avanzando en su carrera hacia la muerte.