Por Luisge Martín
En 1981, a mis diecinueve años de edad, Julio Cortázar vino a Madrid a presentar Queremos tanto a Glenda, y yo, que por aquella época sentía hacia él una devoción poco razonable, enfermiza, le perseguí por la ciudad con el mismo fanatismo con el que las groupies perseguían a las estrellas del rock.
Quería entrevistarle para un fancine cultural que editábamos -con multicopista- en el colegio en el que yo había estudiado. Cortázar, sin embargo, me esquivó con maestría. Burlaba siempre mi vigilancia de la puerta del hotel Suecia, donde estaba alojado, saliendo por la puerta trasera.
Despechado, escribí un artículo en el fancine denunciando candorosamente que el autor argentino, tan crítico con el imperialismo americano y con los poderosos de la Tierra, sólo disponía de tiempo, sin embargo, para atender a los poderosos del periodismo. Cuando estuvo editado, le envié una copia a Cortázar para desahogarme. Pocos días después me llegó una carta de respuesta, manuscrita, invitándome a ir a París para hacerle esa entrevista. Me acuerdo de que pasé toda la tarde sujetando la carta en la mano, hipnotizado. Releía al azar alguna página de Rayuela o algún cuento y volvía a leer luego las palabras que había escrito para mí: viajar a París para entrevistarle.
Eran aún los tiempos del correo postal. Le escribí esa misma noche proponiéndole una cita en el restaurante Polidor, en el que se desarrollaba el arranque de 62 / Modelo para armar, pero él me respondió, muchos días después, que jamás había vuelto a ese restaurante desde que una noche le ocurrieron cosas que se contaban, literaturizadas, en la novela. Me habló de una enfermedad y de transfusiones vampíricas de sangre y fijó la fecha del encuentro para principios de diciembre, en su casa.
Viajé a París con un compañero del fancine al que le acababa de abandonar su novia y que había intentado suicidarse cortándose las venas con una cuchilla mal afilada, para que pudieran rescatarle a tiempo. Yo, por mi parte, no tenía novia, ni mucho menos novio, que era lo que de verdad deseaba. De modo que hicimos los dos el viaje -en ese legendario Puerta del Sol que salía de Madrid a las seis de la tarde y llegaba a la estación de Austerlitz a las ocho de la mañana- hablando de la soledad, del desamor y de la belleza sublime que hay a veces en el mundo. El estado de ánimo perfecto para llegar a París por primera vez.
Nunca he vuelto a París en diciembre. No sé si es habitual que nieve, pero aquel año nevó. Hacía un frío que abría estrías en la carne. Cargando con las maletas, fuimos hasta el Barrio Latino y buscamos una pensión en la que hospedarnos. Aquella pensión, de muy mala muerte, es tal vez el lugar más lúgubre en el que yo haya dormido jamás. El suelo, de loseta sintética, estaba ondulado como un campo de dunas, y la luz de la bombilla pelada era amarilla y mortecina. Había dos camas estrechas, un armario desvencijado y un tragaluz desde el que, de puntillas, podían verse los tejados de París. Aquella desolación era perfecta: ningún escenógrafo podría haber representado mejor el paisaje melancólico y ensoñador que buscábamos a esa edad.
Telefoneamos a Cortázar varias veces, mientras visitábamos la ciudad, pero no conseguimos hablar con él. Le dejamos un recado en el contestador recitándole el número de teléfono de la pensión y rogándole que nos llamara allí entre las siete y las nueve de la noche, cuando haríamos una pausa para descansar. A esa hora, puntuales, regresamos a la pensión y le explicamos al patrón que estábamos esperando una llamada crucial. En las habitaciones, por supuesto, no había teléfonos, de modo que cuando Cortázar llamara él debería subir hasta la tercera planta para avisarnos y nosotros deberíamos bajar a la carrera por la escalera tortuosa para atender sin demora al novelista.
Cortázar telefoneó a las nueve menos cuarto, cuando a las penas de amor, a la hostilidad del mundo y a la fugacidad de la belleza estábamos empezando a añadir la sospecha de una burla. Con amabilidad exagerada, se disculpó por la tardanza y nos citó para el día siguiente en su casa. Esa noche, después de hablar con él, salí solo a pasear por el Boulevard Saint-Germain, el espinazo de tantos libros y de tantas fantasías. Supongo que me sentí Oliveira, el protagonista de Rayuela, y caminé como él en busca de algún rumbo que me calmara, de algún azar o de algún destino. Vi mendigos pidiendo en las aceras y jóvenes haciendo tertulia acalorada en cafés humeantes. Vi mercadillos de baratijas, bisuterías. Entré en un drugstore, que por aquella época era, para alguien provinciano como yo, un coliseo o un serrallo. Escuché a músicos callejeros, miré sin vergüenza a algún chico guapo, espié las sombras que podían adivinarse en las ventanas. Me dejé deslumbrar, en fin, por la tristeza de todo aquello, y ya entonces tuve la certeza de que entre la pena y la nada, como Faulkner, elegiría siempre la pena.
La mañana siguiente la dedicamos a visitar como turistas literarios algunos de los lugares que aparecían en los libros de Cortázar. El Jardin des Plantes en el que los axolotl devoraban inmóvilmente el alma de alguien. La Rue Vaugirard, por la que paseaban la Maga y tantos otros personajes. El dédalo del metro, donde se apostaba la vida como en una ruleta el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo o donde Johnny -Charlie Parker- traspasaba sin darse cuenta los límites del tiempo. A mediodía comimos en ese restaurante Polidor al que Cortázar no quería volver, y, con el estómago lleno de añoranzas más que de alimentos, pues nuestro presupuesto era exiguo, enfilamos hacia la Rue Martel, cerca de la Gare de l’Est. Hacia la casa en la que vivía Cortázar.
Han pasado más de veinticinco años y los recuerdos son sólo líneas de agua, dibujos hechos con aire, pero sé que desde el apartamento de ese hombre gigantón que escribió algunos de los mejores cuentos del siglo XX se veían también, como desde el tragaluz de nuestra pensión lóbrega, los tejados de París. Mansardas tal vez más lujosas, balcones soleados, chimeneas humeantes. No había que ponerse de puntillas para mirar, pero lo que al fin se divisaba tenía el mismo colorido taciturno, la misma pesadumbre. París, desde allí, era también una ciudad desconsolada.
Luego nos sentamos a hablar. De lo hermoso que es vivir, del desconsuelo.
En: Babelia
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.