Por Luis Alberto Tamayo

El allanamiento comenzó cuando todavía estaba oscuro. Yo creo que el Juanano como que adivinaba el peligro, porque vino en la tarde anterior, habló con mi mamá y sacó algo de un paquete que tenía escondido en el entretecho. Siempre que viene el Juanano habla despacio con mi mamá y yo hago como que no me doy cuenta, pero sé que son cosas en contra de los milicos.

Mi mamá no sabe, pero a veces escondo en el entretecho paquetes que me pasa el Juanano y él me dice:

-Déjalo donde tú sabes, y me cierra un ojo.

El Juanano es bueno con todos, hasta con el Mico que aspira neoprén y anda todo el día pidiendo monedas.

Ahora se llevaron a todos los grandes y yo me quedé solo. Se llevaron a la cancha de fútbol a los hombres, y al costado de la línea del tren a las mujeres y a los cabros chicos y a las guaguas. Después los milicos vienen registrando las casas. Rompen todo, tiran todo, andan como locos.

El baño es la única parte de la casa que tiene muros de ladrillo acostado y por eso es más difícil que a uno le llegue una bala loca. Apenas empieza una balacera, mi mamá y mi papá me meten al baño.

El allanamiento empezó como a las cinco de la mañana y mi mamá me metió aquí envuelto en una frazada para que siguiera durmiendo. El baño está en el centro de la casa, rodeado de los tres dormitorios. Adelante está el living comedor y la cocina es de madera y está en el patio.

El Camilo es mi hermano chico, va a cumplir dos años. Despertó con el ruido de los helicópteros. Mi mamá lo mudó y los dos lloraban. Sentíamos balas y vidrios que se rompían. Venían avanzando, rompiéndolo todo. La primera en gritar fue doña Margarita que tiene como ochenta años y que no le tiene miedo a los milicos. Mi mamá se enojó y miraba por la cortina.

-Les van a pegar a los cabros por culpa de esa vieja loca – dijo mi mamá-. Luego mi mamá se vino al baño conmigo, me hizo vestirme. En eso llegaron a echar abajo nuestra puerta. – Ya van, -gritó mi mamá. – salgan todos, gritó un milico. Mi mamá con una toalla tomó la ampolleta del baño y la desatornilló. Quédate callado, y no te muevas, me dijo. Solo escucho el parlante y pasos de gente que marcha. Los deben haber llevado en fila y sin camisa como la otra vez. Los tuvieron en la cancha de fútbol y después se los llevaron en camiones. El Renato Grande no volvió más y tampoco don Ramón del almacén, que se agarró con un milico que le estaba robando plata.

Un milico entró gritando que salieran todos. Disparó y dejó un hoyo en el techo justo sobre la mesa. Otro entró y gritó que salieran todos con las manos en alto. – ¿Cuántos viven aquí? -preguntó el milico. – Somos dos no más dijo mi mamá, mi marido anda trabajando en el sur. Empezaron a revolver la pieza. Yo sentía caer las cosas, rompían todo a patadas. Igual que la otra vez. Destriparon los colchones y buscaron en los cajones. Yo no me movía, quieto detrás de la puerta del baño, entonces entró un milico y apretó el interruptor y como la ampolleta no prendió se fue. Empezaron a golpear el techo y lo rompieron, pero por el lado del dormitorio de mis papás, no por el lado del lavadero donde el Juanano escondió el paquete café. Yo no respiré cuando el milico entró y trató de prender la luz.

Es raro que en las noches no se sientan balas. Al principio sonaban todas iguales, pero después no, después se sabe si son lejos o cerca o si son de cañones. Hay balas que dejan un camino rojo cuando cruzan el cielo.

Mi mamá sospechaba desde hace días que podían dejarse caer. Incluso me quería mandar a dormir donde mi tía Isabel. –“Tú ya eres un peligro para ellos” -me dijo-. Después me preguntó si sabía dónde estaba mi papá. Yo le contesté que estaba trabajando en el sur. Entonces me habló de lo que el Juanano escondía en el entretecho. Lo que escondemos es un poco de futuro, me dijo, ellos no tienen que encontrarlo. Nosotros queremos una vida mejor, días sin muertos y sin miedo.

Yo sentí el primer camión. Se vino callado, con las luces apagadas y entró por el lado de la cancha de fútbol. Los otros camiones cruzaron por arriba de la línea del tren. Ruido. Mucho ruido. Helicópteros.

¡A levantarse, mierda! – gritó un militar por un parlante. Y empezaron a dar golpes a los portones de lata y a disparar. Las balas eran ordenadas, tres, cuatro, una ráfaga corta. Yo tengo una bolsa llena de vainillas del último allanamiento. Esa vez se llevaron a los puros hombres adultos y mi mamá y yo nos quedamos aquí todo el día.

Mi mamá me miró dudando, y luego me hizo un gesto de que me quedara quieto. Tenía miedo de que me hicieran ir a la cancha con los grandes. -Quédate quieto y no salgas por nada del mundo. Eso me dijo, y tomó al Camilo y salió a la calle. Afuera estaba el Mico mirando con sus ojos de medio muerto, como siempre.

Las balas atraviesan las tablas y los pizarreños. Las balas vienen de cualquier parte y dejan un agujero. A lo lejos se escucha el parlante y a veces gritos roncos de los milicos y gritos de mujer. Los milicos pegan culatazos y arrastran del pelo. Yo creo que soy el único que se quedó en toda la población, hasta a don Beca se lo llevaron en su silla de ruedas. Ni al Mico lo dejaron libre como la otra vez porque él tiene los cables pelados y se desespera con los allanamientos y grita y le da el ataque de epilepsia. Al Mico lo pusieron al último en la fila con las manos en la nuca y él déle con bajar las manos y ahí le pegaron y quedó en el suelo. Eso fue la otra vez.

Yo me quedé escondido en el baño. Siempre, apenas empieza una balacera a mí me meten al baño porque queda en el centro de la casa y el único lugar que tiene murallas de ladrillo acostado, entonces una bala que viene de lejos atravesando latas y maderas debe venir cansada y no va a poder cruzar el muro. Aquí me quedé y sin hacer ruido, sin respirar mientras mi mamá le decía a los milicos que por favor no rompieran sus cosas, que ella era sola, que su marido estaba trabajando en el sur.

Entró un milico y se puso a registrar la cocina. Otro le habló y se pusieron a mirar unas fotos que hay pegadas detrás de la puerta. Mi mamá siempre recorta fotos y las pega en la muralla. Tiene una foto del Papa, otra de Travolta y una grande de Rambo. Esto es para que crean que somos huevones, dice. Y parece que le resultó porque los milicos hablaron de las fotos. Después se pusieron a fumar por que sentí prender el fósforo y sentí el olor a humo. Ya estaba el sol cuando salieron de la casa. Lentamente sin hacer ruido caminé agachado hasta la ventana. Miré hacia la calle por el lado de la cortina. Ahí los vi. Eran casi cien. Unos sentados en el suelo, otros formados esperando algo. Otros venían desde las casas y traían cosas. Eran muchos. Gritaban, hacían sonar los tacos. Entonces vi que estaban sacando latas de techo de la casa del Renato. Rompían el techo. Llegó un jeep y frenó seco. Tenía una ametralladora montada arriba. Entonces vi al Juanano sin camisa y con la cara con sangre. Lo traían amarrado y también venía el Quique y el papá de la Marcela. Un grupo entró a la casa de la señora Rosa y sacaron una estufa a la vereda y también la cocina y la empezaron a desarmar con un diablito.

Yo me fui de nuevo al baño. Sabía que podían entrar de nuevo a mi casa y encontrarme. Entonces no les iba a parecer bien que yo no haya salido cuando dijeron por el parlante. Había pasado un rato largo de que se había ido mi mamá cuando dijeron: -Todas las personas deben salir de sus casas llevando su carnet en la mano. Todos, los niños, las mujeres también. Si hay alguna persona enferma deben ayudarla a salir. Salieron todos. Todos, menos yo, que me quedé sin respirar, quieto, como muerto. Un milico entró a la pieza, dio vuelta los colchones y miró hacia el baño. Yo lo miraba a él por la rendija de detrás de la puerta. Él me miró, pero no me vio. Quizá me vio transparente por el frío o el miedo, o las ganas de ser transparente. Ganas de no hacer bulto, de no existir o de existir como fantasma, no tener peso ni cuerpo. Si no tengo cuerpo no me podrá llegar una bala. Como a Jonás que ladraba y les gruñía a los milicos hasta que le dieron una ráfaga y quedó partido en dos en el patio de la vecina.

La idea era quedarse quieto, como muerto, llenar el tiempo con algo, esperar, esperar a que, como las veces anteriores, anotaran los nombres de todos, les devolvieran los carnet, se llevaran a unos ochenta en sus camiones y dejaran ir libres a las mujeres y a los niños como a las tres de la tarde. Pero no estaba siendo así. Ahora los milicos venían con palas y chuzos y se dedicaban a picar el suelo y a botar murallas. Me enrollé en la frazada y traté de dormir. Encogido en ese hueco estrecho tras la puerta del baño. Aguanté poco rato. El parlante afuera daba órdenes. De pronto una ráfaga muy cerca y gritos de alegría y risas. Salí agachado hasta la cama de mi mamá y traje otra frazada. Me hice una cama chica en el resumidero de la ducha. Puse abajo las toallas, arriba una frazada y me tapé con otras dos. Me acosté y traté de dormir. Con los ojos cerrados seguía viendo a los hombres sin camisa en la cancha de fútbol. Veía la cara del Juanano aún con sangre. Los militares interrogaban a los hombres y se los llevaban a una carpa que armaron a un costado de la sede parroquial. Ahí les preguntaban y les pegaban, como la otra vez. Esa vez estaba mi papá y le pegaron y le hicieron un corte en la cabeza, se lo iban a llevar en el camión y justo al Mico le dio el ataque de epilepsia y los milicos se asustaron y se preocuparon de él. Le dieron bebida y al final lo tenían de amigo. Esa vez no se llevaron a mi papá. Ahora no está porque se fue al sur, pero el realidad mi mamá no sabe dónde está, ni siquiera sabe si está vivo o preso. No sabe nada, pero se hace la que sabe para que yo esté tranquilo. Los perros de la población del frente ladran. Escucho pasar el tren. Es el que pasa a las una y luego tiene que venir el de carga de las tres. A veces yo jugaba con los cabros a tenderme boca abajo y aguantar pegado a los durmientes que el tren pasara sobre uno. Al que levante la cabeza yo creo que el tren se la corta. Contamos hasta tres y ya nadie puede arrepentirse de quedarse ahí. El que aguantaba que el tren le pasara por arriba sacaba cartel de valiente. El Juanano lo hizo varias veces delante mío. Y yo sabía que podía hacerlo, pero como era muy chico no me dejaban, pero yo sabía que podía. Entonces como a los siete años me tiré solo cuando vi venir el tren. Me habían mandado a comprar huevos al otro lado de la línea. No había nadie para desafiar. Yo puedo, pensé, y me tiré de guata con la cara de lado pegada al palo. Sentí el pitazo del maquinista que de seguro ya me había visto y cerré los ojos y esperé. De pronto el ruido: Taca- taca, y un olor a quemado y el vibrar de los rieles y todos los sonidos se funden y el pelo se mueve y uno aguantando con los pelos parados y la guata vacía y respirando apenas y el tren no pasa, no acaba y uno ahí pensando en el pasto de los lados y está oscuro por entre los ojos semicerrados y quieto, quieto y aguantando y el rumor sigue y sigue y nada . El infierno ahí. Las orejas heladas y de pronto ¡guauuaaa!, pasó, no hay nada, viento helado, luz, el tren de fue y el vibrar de los rieles se hace suave y cosquillea el estómago y no me atrevía a abrir los ojos y ahí estaba el sol y la luz y el zumbido ahora lejano. Y yo ya era grande, mayor, y nadie me había visto aguantarme el tren encima y lo veo irse y era el largo, el tren al que hasta los más grandes le tienen miedo. Y yo lo pasé.

Sentí el ruido de latas y golpes y voces y escucho la voz de la vecina que dice que ella recoge papeles, tiene un carretón y en el carretón le encontraron papeles de propaganda contra los milicos. Y se la llevan. Y sigo ahí y tengo hambre. Me paro, lento, está oscuro como si el tren estuviera sobre mí. Salgo del baño y voy a la cocina, lento, con las piernas duras. El perro del lado me siente y gruñe. No sé si está vivo o lo mataron. Silencio. Todo es silencio. El parlante no habla.

Hay ruido de camiones. Pienso que como la otra vez se están llevando a los hombres y entonces luego volverá mi mamá. Me subo a una silla y pongo un piso arriba y miro por una rendija entre el cielo y la muralla. Miro hacia la cancha y están todos ahí todavía.

Gritos afuera otra vez y vuelvo al baño justo cuando los milicos entran. Siento la voz del Juanano que dice que él no sabe nada, que no entiende qué le preguntan. Y escucho los golpes y estoy quieto y sin respirar como si el tren estuviera pasando sobre mí. El Mico está allí y dice clarito. – Tú siempre escondes cosas aquí, yo te he visto.

Entonces rompen el entretecho completo de arriba del lavadero y no encuentran nada. El Juanano no lo puede creer. Me imagino la cara del Juanano llena de sangre pero contenta porque hace rato que yo saqué el paquete café como pescado comprado en la feria y lo metí en otra parte donde es difícil que lo encuentren, porque esta casa la han allanado cuatro veces y nunca han buscado dónde hay una foto de mi papá dándole la mano al presidente Allende.

Recién como a las ocho se empezaron a ir los milicos. Mi mamá vuelve y me abraza y yo le digo que no pasó nada, que estoy bien y que tengo lista la mamadera del Camilo.

No sé si después le cuento que me puede pasar un tren por arriba y que yo no me muevo.

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Luis Alberto Tamayo nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago.Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X. Testimonio de una adopción.” (2001).

Con fecha 5 de agosto de 2003, el jurado integrado por los escritores Luis Sepúlveda, Pía Barros y Diego Muñoz Valenzuela, acordaron de forma unánime entregar el primer premio del Concurso “Chile: 30 años, Aún creemos en los sueños” al cuento La cara del Juanano, escrito por Luis Alberto Tamayo. El cuento La cara del Juanano fue publicado en la edición de septiembre de 2003 de Le Monde Diplomatique.