El roto, de Joaquín Edwards Bello

Por Miguel de Loyola

El roto, novela del escritor Joaquín Edwards Bello  publicada su primera parte en París en 1918, y su edición completa en Santiago en 1920, recrea  las intimidad rutinaria de los habitantes y moradores de un prostíbulo típico, entregando además una vista panorámica y compasiva ( naturalista a juicio de los críticos) por los barios bajos de la ciudad de Santiago a comienzos de siglo.

El prostíbulo denominado La Gloria,  ubicado en el sector sur de la Estación Central, concretamente en la llamada calle Borja,  se transforma en escenario principal por donde circulan los personajes con sus atribuladas vidas.  El relato sin duda es también una denuncia radiográfica de las diferencias sociales existentes entre los distintos componentes de  la sociedad chilena de la época descrita. Ricos y pobres son contrastados y puestos en la balanza por la pluma naturalista del eximio escritor y cronista chileno, inclinando siempre la balanza de la justicia, al estilo de los clásicos escritores rusos, hacia el pueblo humillado por la vanidad y sempiterna soberbia de los ricos. Conduele la piedad del narrador por esos seres desarrapados capaces de alegrarse y darle vida a la noche, a pesar de sus más hondas amarguras personales. El relato dice relación con La Vida Simplemente, de Oscar Castro, y con al Lugar sin límites, de José Donoso, cuyo escenario donde se mueven los personajes resulta semejante.

Sorprende la variedad de personajes recreados por el autor, partiendo por la dueña del lupanar, doña Rosa,  experta en el negocio más antiguo. Clorinda la tocadora como un ser excepcional dentro del lenocinio,  quien vive bajo el mismo techo pero pasa por dama de prostíbulo. El protagonismo de Fernando como primer emblema nacional de transición corrupta entre poderosos y desposeídos. Ofelia la confidente y amiga, prototipo de la mujer de familia venida a menos, otro arquetipo social chileno. Laura, la tísica proveniente de provincia con todos sus atavismos rurales. Etelvina la mujer come-hombre, gruesa y orgullosa de su gordura. Julia la más bella y vanidosa de la casa de remoliendas. Los hijos de Clorinda: Esmeraldo, el pilluelo chileno de todos los tiempos, y su hermana Violeta, la jovencita pícara sabedora  de muy niña del valor de un cuerpo joven y bello. La cantidad de personajes recreados en la novela impresiona en contraste, por ejemplo, con la novela minimalista de nuestros días, donde los autores apenas consiguen poner en pie a uno. Edwards Bello se da tiempo y maña para recrear completa la sociedad chilena, sin temor a equivocarse, sin temor a emitir juicios de valor y a denunciar las injusticias de las cuales el mismo también fue víctima. Su pluma parece cargada con la ira de quien mira la realidad con el encono del juez  ante tanta injusticia imposible de cambiar.

Es curioso el interés de la narrativa nacional por mostrar el espectro total de la sociedad chilena en la gran mayoría de sus obras. La  tendencia, me atrevo a afirmar,  es una constante en la literatura nacional persistente hasta nuestros días, pasando por todas las generaciones. Salvo en la obra de contados escritores, Coloane, podría ser la gran excepción, casi todos se dan el trabajo de retratar esta variada gama de categorías sociales en un mismo relato, como si se tratara de una obligación moral, de un imperativo del alma por poner de manifiesto las grandes desigualdades y diferencias sociales existentes en nuestra sociedad, haciéndola responsable de todos los achaques o patologías padecidas por quienes integran cada una de las capas de esta sociedad mal llamada clasista. Edwards Bello, como tantos otros autores,  aventura juicios lapidarios que alcanzan el calibre del libelo, pero no sabemos si el efecto al interior del alma nacional termina siendo positivo, como cabe suponer como intención primaria de la denuncia por parte del autor.

Hay que destacar en  esta obra, como en tantas otras de su autoría, la agudeza de  su pluma para retratar a sus personajes, dotándolos de las virtudes que gozan los personajes literarios, al margen de los hombres  de carne y hueso a quienes representan, entregando un perfil acabado de sus mundos interiores y del fatalismo como constante en sus vidas. Un fatalismo despiadado, capaz de incubar el rencor y el odio de clases, hace de sus obras un acabado estudio sociológico y psicológico de la sociedad chilena de todos los tiempos.

Un estudio sobre el sentimiento de piedad presente en la mirada del narrador en contraste con la indolencia característica del narrador de la novelística actual, tal vez podría llevarnos a  determinar los cambios radicales sufridos por el inconciente colectivo actual, cuyo eje ya no parece sujeto a los atavismos morales de entonces.