Por Juan Jabbaz
“¡Basta! ¡Mil veces, basta! ¡Cincuenta años… es bastante! No alarguemos más este absurdo tránsito terrestre que algunos cretinos se esmeran en prolongar, aunque sea artificial, pueril o perversamente…”. Habla Alberto, el protagonista de El cumpleaños, de Rolando Rojo, que se prepara para celebrar su cincuenta aniversario suicidándose en la pieza de un pequeño cuarto de motel, donde vuelan moscas que se le pegan en la espalda, hay olor a sangre coagulada y sobaco.
Estas palabras que en el libro dan comienzo al monólogo donde el protagonista profundiza en la razón de su suicidio, ahora sirven para introducir una conversación con el autor, Rolando Rojo. En esta entrevista de hace un par de años, rescatada hoy, recorre las calles de su infancia y adolescencia y expone sus ideas. Habla sobre el presente de la literatura chilena, y cuenta por qué —a diferencia de su personaje Alberto— aún se mantiene con vida.
¿Qué fue lo que salvó a Rolando Rojo que no pudo salvar a Alberto?
Alberto es un nihilista extremo que viene de vuelta de las cosas de la vida, y viene decepcionado de ellas. Participó de la política, y ahora viene decepcionado; fue profesor, y ahora viene decepcionado; estuvo casado, y ahora viene decepcionado. No le resultó nada de lo que intentó, es por eso que no ve otra salida que el suicidio… y se suicida. Y lo hace el día de su cumpleaños, uno de esos días en los cuales las reflexiones sobre la vida propia afloran con más fuerza.
A mí me ha salvado el hecho de ser profesor, que sigo haciendo clases, que estoy en permanente contacto con la juventud. Lo otro que me ha salvado es la literatura, que me ayuda a exorcizar las cosas que me están dañando.
Pero el hecho de que exista un modo de salvarse, una manera de sobrevivir, no quiere decir que usted vea una salida al descontento.
Eso es lo peor: no hay salida. Es una barrera de tiempo, es una barrera social, es una barrera del mundo. El hombre cambia y el mundo cambia, pero el mundo se renueva, el problema es que el hombre no, envejece. Ojalá se pudiese renovar y a los cincuenta años tener otra vida, pero la mayoría de la gente no puede. Alguno se pondrá a tirarles migas de pan a las palomas y será feliz. O se irá a la playa a mirar el mar sin bañarse y será feliz. O jugará ajedrez… Qué se yo qué hará para encontrarle algún sentido a esto que tiene sentido cuando uno tiene veinte años y lucha por algo, y se arriesga por algo. Ahí sí que tiene sentido. Aunque bueno, algunos se pueden acostumbrar a deambular por la ciudad mirando las cosas y sintiendo que no se puede hacer lo que no se hizo. Yo no.
Usted escribe, consciente de su imposibilidad de ser feliz.
Claro, es que es difícil que un creador sea feliz, que esté a tono con el mundo. Si uno está feliz no escribe, tiene que haber un dolor, un desajuste, si no, uno se compra la polera de la Selección y la va a ver al mundial y vive el resto de la vida feliz pagando esa deuda.
El barrio y el olvido
Definitivamente no es la Selección, pero hay algo que a Rolando Rojo lo hace sonreír siempre: su infancia en el barrio Yungay. Vibra cuando cuenta, por ejemplo, que con sus amigos se iban a bañar desnudos al río Mapocho, entre ratones y perros muertos, a unos pozones que se formaban en un sector que llamaban La Piedra Lisa, una especie de balneario para ellos; un agua turbia que luego los dejaba con ronchas y granos.
A esa edad para él la vida sí tenía sentido, era divertirse, y por eso relata entre risas que un día vio a su mamá sobre el puente Bulnes, un puente de madera, mirando cómo se bañaba con sus amigos, y que al verla salió corriendo por Bulnes hacia Balmaceda —así habla Rojo, como escribe, nombrando calles constantemente— hasta que se dio cuenta, mientras esperaba que pasara el tren, que iba totalmente desnudo.
Si a Rolando Rojo lo salva su literatura, lo que realmente lo mantiene con vida es el contenido de esta: su infancia y adolescencia. De ahí surgen los personajes y el estilo que luego encontramos en sus textos: prostitutas, suicidas, asesinos, apodos y frases directas.
En sus libros suele mostrar un Santiago que ya no existe, pero en calles que, aunque diferentes, todavía están. Aquí se confirma una frase que dijo recién: “El mundo se renueva, pero uno envejece”. ¿Qué diferencia hay entre la infancia que le tocó vivir a usted y la de las nuevas generaciones?
Yo viví mi infancia y mi adolescencia en un barrio santiaguino. Ese fue el mundo donde aprendí cosas buenas y malas, útiles e inútiles, era la gran escuela que nos hacía ser más humanos, más interesados por el otro. Ahora es distinto, hace veinte años que vivo en un departamento en Santiago y desconozco el nombre, la profesión, la edad y los problemas de mi vecino, y él desconoce los míos. Un día él o yo amaneceremos muertos y no nos enteraremos. Esa es la diferencia, la solidaridad, la amistad, el sentirte parte de un mundo más amplio que las paredes de un departamento.
Yo no viví lo que los niños de hoy viven: un contacto con el mundo a través de Internet y todos esos adelantos técnicos en los que ellos son expertos. Para nosotros la calle era una manera de conocer la vida, para los niños de hoy Internet es el medio que les permite conocer el mundo.
Ese Internet que permite acercar a quien está lejos, incluso a personas que no conocemos, pero paradójicamente da la sensación de que este mismo acercamiento provoca un alejamiento entre quienes están más cerca, los vecinos. ¿Cómo cree que la nueva forma de comunicarse ha afectado en la convivencia?
Nada es comparable a la comunicación frente a frente, a decir las cosas mirándose a los ojos. Allí no solo entra en contacto el mensaje verbal, sino la comunicación visual, las emociones, los tonos de voz, los silencios, las pausas, las miradas, los ademanes. El mensaje vía Internet es solo información u opinión desprovista de carne y nervio, carente de la responsabilidad de asumir los riesgos que ella entraña. Es comparable a las señales de humo: el emisor desconoce los efectos del mensaje diluidos en una variedad y heterogeneidad de receptores. Yo, emisor, desconoceré siempre los efectos o las intenciones de mi mensaje.
Mientras que su literatura se aleja de este nuevo modelo y pareciera tener una intención clara: rescatar la vida de barrio del olvido.
No solo del barrio, la literatura, para mí, ha sido un ejercicio para rescatar del olvido un mundo que desapareció. Eso, a mi juicio, es el valor de la literatura: describir un mundo que no volverá a suceder, pero que en su esencia sigue vigente. Todo lo que ocurre en el Quijote ya no existe, pero la humanidad de ese libro sigue y seguirá existiendo, lo mismo se puede decir de la obra de Shakespeare, Dostoievskiy Kafka.
Esto también difiere de la literatura que más se vende en Chile.
Los nuevos narradores hacen una literatura lineal e intimista, hablan sobre los líos que ocurren dentro de una familia, de que el hijo no comprende al padre ni el padre al hijo. Está en eso la literatura de hoy, tratando de meterse en el interior de los personajes de un nivel sociocultural más o menos acomodado, no hay pobreza ni problemas de sobrevivencia, viven en torno a los problemas que el mundo de hoy le produce a la familia, pero nada más. Y es lo que vende, a la gente parece interesarle este tipo de conflictos. Es lo que hacen Pablo Simonetti, Carla Guelfenbein… en fin, todos estos narradores jóvenes que se han metido en el interior de su mundo.
En cambio, la literatura que usted hace se sale de ese marco…
Los conflictos que presenta la literatura actual a mí no me atraen. Mi literatura plantea lo que le puede ocurrir a un tipo cualquiera, a un profesor, por ejemplo. Plantea que no es tan idílica la vida. Los conflictos del hombre de hoy son mucho más profundos que no poder encontrar una casa en la playa.
¿Qué ha posicionado a este tipo de literatura como la más leída?
La publicidad. Estos libros tienen mucha, ya no se necesitan críticos, sino agentes literarios que hablen bien del libro y que vayan produciendo un texto publicitario. Quien no aparece en esta historia no vende. También hay otro factor, el hecho de tener contactos. Hay cierto poder cultural al que le interesan determinadas cosas, por ejemplo, hablar mal en contra de ciertas prácticas políticas. Y si uno hace ese tipo de cosas recibe el apoyo de ese productor que tiene una influencia ideológica sobre los medios. Porque no es que los medios no tengan un sentido y sean amorfos, sino que siguen una política determinada. Hay un matrimonio entre editorial, publicidad y medio de prensa. Hay que pagar favores, hay que pagar la publicidad de determinadas cosas.
¿Cree que esto puede cambiar?
Yo tengo muy poca esperanza de que esta cuestión dé un vuelco. Que surja una gran cantidad de lectores que pueda sobrepasar esta barrera, esta censura que es el silencio, porque el silencio es ningunearte, y en ese silencio te mueres. Pero yo no me puedo quejar, porque también lo hacen con escritores como Poli Délano y Fernando Jerez.
En www.loqueleimos.com
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…