(Diario EL CENTRO, 6 de Julio de 2008)
Juan Mihovilovich posee, por cierto, el don de la palabra.
Habla con fluidez. Nutre la conversación de anécdotas y salta sin preámbulos del rol de entrevistado a entrevistador. Se mueve con energía de un lado para otro del enorme caserón que habita junto a dos perros y un gato.
Por Juan Diego Spoerer. La Puntilla, septiembre 2007.
Basta entonces levantar la cámara y dirigirla a las lomas, a las bambalinas y bastidores del pueblo; a la periferia de los cerros, al río y los sembrados para constatar que el homicidio que está ocurriendo es en primer grado, premeditado y en serie. Un asesino anda suelto. Es un chacal de todo lo ígneo que nos reparte zanahorias y chocolates para que nos callemos la boca, al menos por un momento.
Ya nadie mata a nadie en Curepto. El odio engarfiado a las alambradas como las motas de un borrego en fuga, ha dado lugar a una leve paz. En los deslindes germinó la ira por generaciones. Y en las carreras, en la estampida de las bestias que contra reloj defendían la hombría y el honor de sus amos, se desentrañaban las viejas rencillas. Era el momento de pagar la apuesta. Era el momento, también, de saldar viejas cuentas. Primero los empujones, las palabras gruesas con efluvios de vino agrio, las amenazas nuevas y heredadas y por ahí el cuchillo, el pistoletazo y la sangre caliente acumulada.
En el fango, donde los caballos dejaban su huella en la tarde dominguera, se vertía la sangre nueva y fatal de otra víctima. Ahí tenih conchaetumare por la que me debiai.
Eran metros más, metros menos, de uno u otro lado de la alambrada, que, a la luz de la nueva tragedia, permanecerían rígidos hasta un nuevo episodio en el Conservador de Bienes Raíces de la comuna.
El trámite posterior era simple: el homicida se entregaba solo. Era capturado in situ. O el cansancio etílico lo rendía horas después en una zanja de la periferia del pueblo.
Ahí tenih conchaetumare por la que le hiciste a mi hermano se volvería a oír en otra carrera semanas, meses o años después.
Pero eso ya fue en Curepto. Hoy se mata solo por pasión, como en todas partes. Las alambradas son de un sólo dueño y este no va a las carreras del domingo. Los sembrados del pueblo ya no llevan el nombre del habitante y menos la sangre de los que ahí viven. La siembra, por lo demás, es uniforme. El deslinde es tácito y dentro crece el nuevo oro verde. Un homicidio de difícil factura sería hacérselas contra el dueño de la forestal que, ciertamente, nunca ha visitado el lugar de su apuesta.
Por eso hay una paz de sepelio. Curepto como su nombre lo signa es un lugar de brisa suave.
El juez sabe de estas cosas:
– Para mí el territorio es la palabra. Las cosas tienen sentido y razón en la medida que puedas nombrarlas. Llegar a un lugar es establecer primero una interacción con la propia interioridad. Allí aflora la palabra como un descubrimiento no sólo del lugar sino, sobre todo, de uno mismo.
Lleva once años en el pueblo. Atiende causas penales, civiles, laborales y de familia. Es escritor y luego juez. Juzga y escribe sobre el lugar en que está. Vive solo. Se declara ermitaño.
– No tengo raíces definidas. Tampoco necesito anclaje. El tiempo más largo que he estado en un lugar, después de mi infancia y adolescencia en Punta Arenas, ha sido Curepto. Mi patria es el lenguaje.
Juan Mihovilovich posee, por cierto, el don de la palabra.
Habla con fluidez. Nutre la conversación de anécdotas y salta sin preámbulos del rol de entrevistado a entrevistador. Se mueve con energía de un lado para otro del enorme caserón que habita junto a dos perros y un gato. A sólo unos metros de su casa está el juzgado, al lado del cuartel de policía y un poco más allá la cárcel. Tiene tres hijos y una nieta. Estuvo casado hace ya mucho y es hijo de carabinero y nieto de un matarife de Magallanes, venido muy joven desde Yugoslavia. Y aunque vive el desarraigo como una virtud, ha estado dos veces en Croacia siguiendo las huellas de sus ancestros. Allí le tradujeron y publicaron sus novelas al croata. Leyó en bibliotecas y colegios. Cerró un círculo genealógico y abrió otro. Su abuelo nunca volvió al origen. El y sus hijos sí.
Los ojos se le encienden cuando habla de su infancia: Punta Arenas.
– Tuve una infancia dulce y agraz en el colectivo croata. Vivíamos a dos cuadras de la playa, junto al estrecho. Del otro lado una tierra de nadie; Tierra del fuego. Nos entreteníamos cazando gaviotas.
-¿Gaviotas?
– Sí, era algo asociado a una cuestión perversa destinada a destruir aquello que está más allá del entendimiento.
– Pero la infancia es cruel y perversa.
– De acuerdo. Es más. Con el tiempo yo descubrí que de niño es difícil poseer una atracción natural por aquello que es débil o bello.
– Asesinar lo débil en el otro no es más que asesinar la propia debilidad.
– Obvio. Disfrutar de la desgracia ajena es una proyección personal. Y es más fuerte que uno. Una manera de liberarse de esto es, tal vez, a través de la literatura.
El juez desciende con lentitud desde el cerro. El pueblo se ve como envuelto en una densidad ambarina. El sol insinúa penetrar la nebulosidad con tranquila persistencia. Allá abajo comienzan a elevarse columnas de vapor azuladas. Le parece estar frente a una ciudad evanescente. Los rayos de sol atraviesan el espacio y la humedad se yergue como si el cielo respirara. Las primeras garzas cruzan el espacio. Las cuenta: son siete. Un número simbólico, piensa, un número que termina y comienza un ciclo. Las garzas le encantan, admira ese vuelo grácil, acompasado y rítmico, como si danzaran bajo las nubes. También le gusta verlas quietas y erguidas en una sola pata a orillas de la laguna. Se imagina que las garzas vigilan el entorno, con la belleza de esa actitud inmóvil y reverente.
(De Contagio de la locura, Santiago 2005)
Punta Arenas es el fin del mundo. Cincuenta años atrás, más todavía. Del otro lado una gran vastedad ajena y ancha. Por ello, acceder desde ese espacio a las fronteras que demarcan el territorio significa salir más que ir. Es, en cualquier caso, una hazaña. Mihovilovich es el único de su generación que dio el salto: el mar era un salto al vacío; un horizonte incierto precipitado hacia la nada del más allá. Hacerse al mar era romper no solo la frontera sino los eslabones de una condena social. Dio el salto: el mar lo sigue a todas partes.
– No puedo vivir sin contactarme con el mar. Curepto es un cobijo, un útero abrigador circundado de cerros. Pero el mar es un referente amigo.
No guarda nostalgias de la infancia. No obstante, una dicotomía lo asalta al momento de definir el sentido de la pertenencia.
– Estando allá siento, indefectiblemente, que soy de allá. Pero estando acá nunca me asalta la pasión por volver.
El único paraíso existente es el que hemos perdido. La frase es un lugar común y la hemos visto en un graffiti, en algún epígrafe, tal vez. Sin embargo, el sentido de arraigo ligado a los espacios que envolvieron la niñez, tanto en el lugar paterno como el de los abuelos, se ha diluido vertiginosamente. Por un lado la casa paterna, por humilde que fuera, estuvo vinculada a un sentido de lo propio e inconfundible. El lugar poseía singularidad también dentro del entorno, no sólo en su construcción sino, sobre todo, en el exterior que la abrigaba. Las vacaciones eran en un universo rural o costero de tíos y abuelos. Había, en cierta forma, un recurrente regreso a los orígenes del territorio físico y afectivo. Y si el concepto del paraíso perdido realmente existió, este pudo haber estado en cierto lugar de la infancia en donde se elaboraron los derroteros de la identidad campeados en un territorio de afectos asentados en un universo físico de unívoca singularidad.
La emulación masiva de los espacios habitacionales ha erradicado, al menos en el contexto del territorio físico, la posibilidad de ubicar esa noción del paraíso en la infancia.
Es muy difícil pensar que las nuevas generaciones coloquen al paraíso perdido en el habitat de los padres, abuelos o tíos que hoy viven y se desviven – también – en poblaciones clonadas y disgregadas a lo largo y ancho del territorio. La idea de volver a un mejor tiempo pasado o, tan sólo, a nuestras señas de identidad, está siendo erradicada de la idea de vivir.
En este contexto Curepto puede ser una excepción a la regla. Porque, cuánto tiempo se ha demorado Curepto en ser y seguir siendo Curepto? Ciento cincuenta, doscientos años? Entonces, cuánto tiempo le resta al mismo Curepto para desprenderse de la identidad que durante dos siglos le ha otorgado a su gente?
En lo potencial el pueblo de la brisa suave encierra quince mil lugares en donde tal vez estuvo el paraíso. Quince mil habitantes. Cinco o seis generaciones que ya han comenzaron el éxodo. Las forestales no sólo se apañaron del territorio erradicando el crimen por litigio de deslinde, sino también sustrayendo al habitante de su lugar.
– El concepto del paraíso es constitutivo del ser. No es monopolio de Adán y Eva o de la religión. El paraíso es inherente al hombre como la utopía o los sueños.
– ¿Entonces aquí la idea del paraíso se esfumó?
– No lo sé pero hay un antes y un después en Curepto. Primero las forestales, pero sobre todo la pavimentación del camino que lo une con Talca.
– ¿Y?
– Sí. Yo creo que ha empezado la agonía. Existe un estrangulamiento visceral en lo más esencial de la vida de los cureptanos. La gente se ha comenzado a ir. El que puede se va.
Estamos en su casa. Damos un paseo por el jardín. Los perros nos siguen con discreción. Es domingo pero no hay carreras de caballo a la chilena. Empieza a llover.
Hablamos del sino de ser juez de pueblo chico. De la eterna contradicción entre el servidor público, visible y vecino y la insoslayable condición de hombre de ley sin mayores vinculaciones de amistad o afecto dentro de la misma comunidad.
– A la hora de alzar el mallete no debe haber relación alguna con las partes.
– ¿Cómo te las arreglas?
– Hay que cuidarse. Es un equilibrio difícil, pero ya es natural. Además yo no sólo soy ermitaño por mi condición de escritor, sino, sobre todo por el hecho de ser juez.
Empieza a oscurecer y la bruma espesa del crepúsculo ha ensordinado los sonidos del pueblo. Son sonidos antiguos y detenidos en el tiempo. Bastaría subirse a las lomas y hacer un paneo lento de las caseríos atrapados en la neblina y desde la plaza o la casa del juez registrar la banda sonora de Curepto para lograr un cortometraje de cualquier lugar del Chile profundo sostenido en los años que ya parecieran haberse ido para siempre: hay marchas que llegan del cuartel, una cueca repetida repica desde un bareto clandestino y el lamento del juicio final de los evangélicos dobla las esquinas junto al casqueteo de los caballos que se van a otro lugar. Es la única escena. Tantas veces repetida como auténtica. En ella el magistrado entra por un vértice de la cámara guiando a sus perros de un callejón a otro para desaparecer del lente justo con la muerte definitiva de la tarde.
– Yo siempre he dicho que el paisaje no tiene sentido, si no existe quien haga del paisaje algo vivo.
Si las verdades siempre tienen su opuesto diremos que los vivos –en el sentido doble de la palabra- hacen del espacio un lugar estéril y muerto. Basta entonces levantar la cámara y dirigirla a las lomas, a las bambalinas y bastidores del pueblo; a la periferia de los cerros, al río y los sembrados para constatar que el homicidio que está ocurriendo es en primer grado, premeditado y en serie. Un asesino anda suelto. Es un chacal de todo lo ígneo que nos reparte zanahorias y chocolates para que nos callemos la boca, al menos por un momento.
Pero hay un giro en esta película. La protagoniza también el juez que llega al pueblo en otra tarde de domingo agonizante. Accede a Curepto por la única entrada: una bajada levemente pronunciada. El hombre conduce con premura y reduce la velocidad justo cuando la bajada muere en una curva cerrada. Allí se encuentra cara a cara con una carreta de bueyes conducida por un campesino de poncho y sombrero andaluz. El juez frena la máquina, logra esquivar el choque pero no el deslizamiento de un par de metros antes de volver a poner la camioneta en el lado correcto de la calzada. Respira hondo y suspira. Mira por el retrovisor y advierte que el causante de la cuasi-desgracia sigue su camino impávido, como si nada. La escena continúa y muere cuando el cochero de los bueyes dobla, en un gesto contemplativo, la mirada. Un primerísimo primer plano del retrovisor advierte entonces que el campesino va hablando por teléfono. El celular da un brillo de relámpago estertóreo, atraído por la última luz del crepúsculo. La cámara registra el flechazo y un diafragma de contraluz se repite en diagonal sobre la imagen y muere en el cerro allí donde también ha fenecido la tarde.
– Estamos asistiendo a una muerte anunciada. Tal vez no sea el fin del mundo, pero definitivamente la muerte del mundo que nos ha tocado habitar. Es contradictorio, porque el celular es un evidente signo de progreso. Hay una fricción que provoca un caos; casi un choque a la entrada del pueblo.
Más que dentro de nosotros las palabras operan en las regiones que nos ha tocado pacer. Están ahí mucho antes que nosotros. Lo que hacemos es simplemente rumiarlas y nombrarlas. Pero ellas llegaron primero junto a los signos y la historia que representan. La idea del territorio como palabra tiene en el magistrado una doble connotación. Por un lado, el juez otorga la palabra y sentencia sobre ella. Por otro, el escritor ordena los símbolos en palabras que otros recogerán desde el intelecto y la emoción.
Un juez-narrador. Actor de nuestra historia más reciente. Justicia y palabra. La pregunta gira en el aire desde el primer momento. ¿Cómo se traducen los territorios del horror en lenguaje?
– Tal vez sea muy temprano para hacer eso. Es difícil objetivar porque todavía los actores siguen siendo los de siempre. El poder político se traduce en los mismos nombres que antes, los mismos comisarios de uno u otro lado.
Dicen que Chile no es un país sino un paisaje. Y si ese paisaje se descompone y desintegra vertiginosamente, qué pasa. Qué pasa cuando la idea de habitar es, en lo esencial, una idea de desplazarse más que de estar. Qué pasa cuando ya no se llega, cuando sólo se va.
– No sé. Yo veo que hay una idea del progreso unida al concepto del movimiento perpetuo. La quietud ya no es una idea de este mundo.
Dejamos Curepto ya entrada la noche. Hicimos la misma curva cerrada del magistrado enfrentado al huaso de la carreta con celular. Luego los letreros azules anunciaban caseríos a uno y otro lado del camino. Un pueblito aquí, otro más allá y un camino largo que baja y se pierde a cien kilómetros por hora.
Hemos vuelto de un lugar donde tal vez estuvo el paraíso. En las afueras de Talca, sobre los potreros del sector sur poniente se han levantado dos mil viviendas en los últimos seis meses. Son un poco mas de ocho mil nuevos colonos habitando un espacio de no más de diez hectáreas. Dicen que aquí se han venido a vivir muchos cureptanos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…