Por Fernando Iwasaki
Con las honrosas excepciones de Concha Espina y doña Emilia Pardo Bazán, la literatura española de comienzos del siglo XX era un mundo esencialmente masculino. Sin embargo, Concha Espina y doña Emilia jamás fueron requebradas por ningún colega, ni a la salida de los teatros ni a la entrada de los ateneos.
¿Entonces por qué los comedidos escritores españoles se abalanzaron sobre Teresa Wilms cuando la poetisa chilena pisó Madrid en 1918? Basta contemplar los retratos de Teresa Wilms para descubrirlo: era bellísima, guapísima y estupendísima.
Los primeros en caer redondos fueron los maduritos, pues Enrique Gómez Carrillo prologó su poemario En la quietud del mármol (1918) y Valle-Inclán le obsequió otro prólogo para Anuarí (1918), donde la llamaba “druidesa”, “duendesa” y “anticristesa”. Fue en Madrid donde la Wilms comenzó a firmar Teresa de la † y como tal la mencionó Cansinos-Asséns, cuando se la presentó Joaquín Edwards Bello: “Llega al café Edwards con un grupo de jóvenes americanos, recién venidos de París, y entre ellos una joven muy bella e interesante, de grandes ojos pasionales y tristes, y un gesto amargo y desdeñoso en los labios pintados. Viste de negro y sobre el descote luce una crucecita negra, que casi se pierde en el surco de sus mórbidos pechos”.
Teresa Wilms arrasó en el Madrid de la vanguardia y la bohemia, porque Julio Romero de Torres la retrató al óleo y hasta S.M. Alfonso XIII le regaló fascinado una alhaja en forma de cruz, aunque los mejores presentes fueron las inverosímiles reseñas que le dedicaron los poetas más esclarecidos de su tiempo. Así, en Vientos contrarios (1926) de Huidobro leemos: “Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia”. Por su parte, Joaquín Edwards Bello la definió así en sus Crónicas (1924): “Una chica intoxicada de literatura y con el vicio chileno de lo trascendental”. Pero fue Juan Ramón Jiménez quien se lanzó a tumba abierta: “Tú das una cosa que no es la usual, pero que puede serlo desde que tú la tocas” (La corriente infinita, 1961).
No obstante, en el verano de 1919 Guillermo de Torre le dedicó una reseña que merecería entrar en el libro Guinness como el piropo más extenso, más enrevesado y más estéril de la historia de la literatura galante: “Con sus ojos iónicos ella descubriría bellos horizontes hiperdimensionales, forjaría nuevos módulos exaédricos, e irradiaría núbiles lirismos creacionistas, logrando su ultra triunfal” (Grecia nº 40, 1920). Dos conclusiones: Primero, una vez más queda demostrado que en ningún otro sitio se piropea como en Sevilla. Y segundo, si Guillermo de Torre hubiera sido crítico flamenco, sin duda habría muerto asesinado.
Teresa Wilms se suicidó en París a los 28 años y cuando la noticia llegó a Madrid, Gómez de la Serna se despachó así en La sagrada cripta de Pombo: “Fue una mujer hermosa a la que persiguieron los hombres, chocheando visiblemente algunos escritores al perseguirla. Firmaba Teresa de la † para embobamiento de los empecatados”. Muchos años más tarde, César González Ruano también evocó a la hermosa chilena en Mi medio siglo se confiesa a medias: “Era bellísima y estrafalaria. Paseó por nuestra ciudad sus locuras, su capa inverosímil, la calavera de su primer amante y sus excentricidades de morfinómana”.
¿Qué pensarían Concha Espina y doña Emilia Pardo Bazán cuando leyeron los prólogos y reseñas que Valle-Inclán, Gómez Carrillo, Huidobro, Juan Ramón, Edwards Bello, Gómez de la Serna, Cansinos-Asséns, González Ruano y Guillermo de Torre le dedicaron a Teresa Wilms? Parafraseando a Bartleby: “Preferiría no saberlo”.
En: Laberinto
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…