Por Camilo Marks
Juan Mihovilovich exhibe una prolongada y distinguida carrera como novelista —La última condena, Sus desnudos pies sobre la nieve, El contagio de la locura—, pero es indudablemente en el género cuentístico donde sus dotes sobresalen, el estilo es más depurado, expresivo, original, las historias resultan más convincentes y emotivas; en suma, es el relato de extensión breve o mediana la fórmula que mejor calza con el escritor nativo de Punta Arenas.
Desde 1989 hasta 2004, cuando publicó su última colección de piezas cortas, Mihovilovich se ha mantenido igual a sí mismo, lo que es mucho decir y, por cierto, muy valioso en el medio nacional. Si bien podría afirmarse, a primera vista, que no ha evolucionado, pues preserva el tono parejo, denso, contundente y ostenta una prosa sin altibajos que produzcan sobresaltos, ello sería una falacia que, dicho con elegancia jurídica (el escritor es abogado y ejerce como juez de Garantía), no corresponde a la verdad. Porque, claro está, es harto más difícil conservar la fidelidad a los temas y las formas que uno conoce bien, que caer en experimentos inútiles y trillados, usar un pie forzoso que desafina con determinada trayectoria, irse por las ramas mediante el truco que agradará fácilmente al lector. Por el contrario, Mihovilovich es sobrio, recio, masculino, aunque posee una sensibilidad perceptiva para tratar situaciones ambiguas, complejas o que bordean los límites de lo tolerable.
Los números no cuentan (Mosquito editores, $7.900) es una antología que contiene un conjunto de episodios, al parecer escogidos por el propio creador —la editorial y su prologuista nada dicen al respecto—, de sus tres libros de cuentos: El ventanal de la desolación, El clasificador y Restos mortales. Es una obra muy difícil de criticar, debido a que estamos ante cincuenta narraciones, casi todas de calidad y el tomo se divide en tres grandes partes, cuyos títulos derivan de las compilaciones antes citadas. En términos generales, Mihovilovich destaca en los textos de menor extensión, en los denominados microcuentos, en aquellas anécdotas concisas, impactantes, que se leen con inmediatez y sin demasiado esfuerzo. En todas sus piezas, Mihovilovich apenas emplea el diálogo, utilizando en cambio el bloque narrativo compacto, sea en primera o tercera persona, con escasez de párrafos cortos (es decir, sin muchos puntos aparte), en una masa laboriosa, intensa, con ocasionales brotes de espontaneidad que sacuden a quien se aventura en estas ficciones. Con todo, “Nosotros tuvimos la culpa, Ruperto”, irónica reflexión acerca de un muchacho limítrofe, que pudo haber sido un ídolo deportivo, “El ventanal de la desolación”, cuyo héroe, un niño magallánico, es testigo de la muerte de sus padres y ve aproximarse la suya en una geografía que Mihovilovich hace atractiva, si bien debe ser horrenda, o “Delirio”, compuesto en cinco largos pasajes, constituyen una excepción a la tendencia de que lo mejor en este prosista es siempre lo sucinto.
“La bufanda blanca”, de la que Pedro se ufana en una región muy nevada, termina de forma sorpresiva, pasando a ser un negro instrumento mortífero. “Colibrí”, de igual longitud, describe al pájaro aleteando de manera horizontal en el cielo de la celda de un prisionero innominado, quien, antes de salir posiblemente a su ejecución, “pensó que nadie era dueño de nadie y que su pensamiento no pudo ser encarcelado durante aquellos años”. “Mi deseo de volver” tiene como figura central nada menos que a Bernardo O’Higgins, y en cuatro carillas el Padre de la Patria medita en torno a “una palabra que es lo más real de esta muerte que me arrastra irremediablemente, pero que no puede acallar la tristeza de mi lejanía y que, sin embargo, a pesar de todo, es mi último y definitivo contacto con mi pueblo”. Esto fue concebido 20 años antes de la virulenta polémica sobre las personas más importantes del país: si muchos de los votantes en ese programa televisivo hubiesen leído esta hermosa evocación, tal vez no asistiríamos a la ignominia de que el fundador del Estado ni siquiera tenga espacio en el juicio popular. “¡No dejes que me lleven!” es el sobrecogedor monólogo de un perturbado mental, a quien sólo su tía Margarita puede salvar de la internación en el manicomio.
“El clasificador”, “La petición” “Restos mortales” y “Virginia en la ventana”, todos insertos en la segunda y tercera sección de Los números… son muestras del elevado arte de Mihovilovich. El primero no puede ser más sencillo: un anciano empleado postal se niega a jubilar cuando sobreviene el plazo y termina escribiéndose a sí mismo. El segundo revela las tribulaciones de una modesta dama en un juzgado, medio que nuestro narrador conoce a la perfección.
En resumen, Los números… vuelve a reconciliarnos con un escritor seguro, coherente, aplomado y en un muy buen momento para sus facultades literarias.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.