Texto y fotos de Gabriel Canihuante

Se puede llegar en vehículo propio o en los buses interurbanos que transitan entre Antofagasta y Calama. Desde el puerto son casi 70 kilómetros con rumbo nororiente.  En medio del gran desierto de Atacama surge un poblado de 500 almas: Baquedano.

En esa dirección cuando uno baja del vehículo es evidente que a mano izquierda está el pueblo; sus casas en primera fila presentan una serie de restaurantes y negocios, nada particular, todo popular. Si uno atraviesa la calle y camina hacia el poniente encontrará un par de cuadras de viviendas y una pequeña plaza, con árboles y bancos. Es todo.

Pero si al bajarnos, vamos hacia la derecha veremos que a unos 30 metros se encuentra un edificio de color verde, es la antigua estación de trenes, un Monumento Nacional, la cual aún funciona.  En el extremo norte de esta construcción se puede ver el típico letrero ferroviario. Esta especie de arco en cuyo travesaño está escrito con letras blancas sobre fondo negro el nombre de la estación.

El letrero está muy cerca de las líneas por las que circula el tren Antofagasta-Bolivia. Hay que cruzar esa vía, notoriamente activa por su limpieza y brillo, para llegar al principal objetivo de la visita. Una precaria señalización indica que vamos al Museo ferroviario, un sitio al margen de toda renovación. No es como los antiguos en que la consigna era “No tocar” y está muy lejos de ser un moderno museo interactivo donde se planifica la probable acción de los visitantes.

En el Museo ferroviario de Baquedano -comuna de Sierra Gorda- el tiempo se ha detenido, aunque el sol marque diferentes sombras según sea la hora.  Allí están las locomotoras bañadas en óxido, los vagones salitreros con sus cargas de fantasmas, profusas líneas de tren que conducen a ninguna parte, una casa de máquinas que podría ser una locación soñada para un director de cine.

Si entre los rieles se hubiese aparecido Stan Getz para interpretar con su saxo el “Desafinado” de Joao Gilberto quizás el mundo Baquedano habría sido perfecto, pero no resucitaría el gringo para tocar la melodía brasileña.  Ni llegaría un niño guía -cuánto lo esperé- para contarnos la historia del pueblo o de la estación peculiar que une las dos grandes líneas férreas del norte de Chile.

Nadie vino a guiarnos, a explicarnos o a contarnos por qué el desierto es sinónimo de soledad, quizás por eso mismo. No fue necesario que alguien insinuase que el calor del mediodía traía asociada la idea de una cerveza bien helada.  No hacía falta.

Allí fui turista en el límite sur del trópico de Capricornio. De salida, la sombra de la antigua estación y la brisa que refrescó el ambiente ese mediodía de San Valentín, hicieron propicio un breve descanso. Mi mujer se tendió sobre el duro banco de la estación, yo masajeaba cariñosamente sus pies.

-¿Qué tren esperamos?, pregunté.

En eso, se oyó un silbato a lo lejos. Ella me miró y dijo “ése” y entonces entendimos que el amor también brota en pleno desierto.