Por Miguel de Loyola

Estamos aquí frente a un narrador con microscopio para husmear la realidad circundante, quien se atreve a decir las cosas por su nombre, sin retruécanos ni metáforas líricas.

Un narrador que se acerca a los deslindes de la generación beat, y avanza todavía unos kilómetros más allá de sus territorios, hacia un hiperrealismo sucio, y también hacia la frontera de lo desconocido, como suelen y deben hacerlo indudablemente las nuevas generaciones, aunque sepamos que la historia no es más que un círculo, donde el caminante vuelve tarde o temprano al punto de partida. Es decir, al punto cero, para tratar de explicarse nuevamente el cosmos y el sí mismo, para tratar de contar, como en el caso concreto de la literatura, la sorpresa del ser frente al mundo, con un lenguaje nuevo, por cierto, remecido por los terremotos de los siglos

Letrina es un libro de cuentos breves, algunos brevísimos, publicado por la ya mítica editorial Mosquito. Reúne 26 relatos de diversa longitud, pero todos marcados con sello y firma inconfundible de su autor. Están relacionados unos con otros por el fondo y la forma, y parecen muy bien escritos, revisados y corregidos. En un lenguaje directo, claro y preciso, abordan desde un comienzo su objetivo. Lo que se hereda no se hurta, dice un viejo adagio, y la  prosa de Julián acusa los rasgos de la pluma de su extinto padre y maravilloso amigo, hábil y filuda como un cuchillo.

El libro lleva por título el correspondiente a uno de sus cuentos y, por cierto, el concepto al cual alude la palabra, el lector debe tomarlo como una provocación deliberada por parte del autor. Arnold Hausser sostiene que el arte es fundamentalmente provocación, y vaya si no es razonable esta postura del crítico en medio de un mundo saturado de estériles convencionalismos, los cuales terminan siempre por encerrar las artes en los mausoleos. Dado su evidente grado de peligrosidad para el mundo establecido, mejor sería encerrarlas en un manicomio, pero eso  sería políticamente incorrecto, y por eso la inteligencia del poder termina confinándolo a los museos, y a los convencionalismos. Marcel Duchamp hace 50 años introdujo un urinario en una exposición pictórica en París, causando un movimiento sísmico que aún perdura en nuestros días. Los artefactos de nuestro Nicanor Parra son, a mi juicio, hijos legítimos de aquella pequeña sugerencia del artista francés, quien supo poner en evidencia las falencias de todas las teorías estéticas que pretenden justificar o explicar lo inexplicable: el fenómeno artístico, el hecho estético, la obra artística.

Los cuentos de Julián Avaria me han traído este recuerdo, acaso porque veo en ellos claramente expresado el recurso estilístico de lo grotesco, como motor principal de cada uno de sus relatos, acercando al lector al mundo de los sentidos, para gatillar a través de ellos el pensamiento, sea bien de rechazo o consentimiento.  Estamos aquí frente a un narrador microscópico que se detiene a observar la realidad circundante, precisando los detalles más nimios, desde olores pestilentes hasta el aleteo frenético y atronador de un díptero encerrado en una habitación. 

El narrador introduce al lector en aquel punto exacto donde colisionan dialécticamente dos realidades de conciencia, la animal y la racional, deteniendo la mirada, el punto de observación y de asombro en lo animal, en todo aquello perceptible a través de los sentidos, en lo más prosaico de la existencia humana, allí mismo donde cabe preguntarse quiénes somos realmente, donde cabe reflexionar hasta qué punto somos esos seres espirituales y racionales que pretendemos ser, no siendo más que pobres animales condenados a morir como tales,  en una Letrina, con Halitosis, en una Consulta médica, con un Destino posible o predeterminado, comiendo ese Pan de cada día,  consumido por Recuerdos, siguiendo las Huellas, en medio de la Insolación, sintiendo Olor a Gol, después de leer Crónica de la muerte anunciada de una mosca insolente…, palabras con las cuales Julián intitula muy bien algunos de sus cuentos de Letrina. Humanos, demasiado humanos, como diría Nietzsche, aludiendo a nuestro sempiterno dionisismo.

Cuidado entonces; los relatos de Julián Avaria crisparán al lector, lo pondrán en alerta roja, lo despertarán en algún momento como el zumbido de esa mosca insolente que no deja dormir la siesta al protagonista del cuento, y ante la imposibilidad de matarla, se ve en la necesidad de abrir la ventana para darle la libertad, para poder seguir durmiendo tranquilo, por cierto. Como nos sucede a menudo a todos, sin sospechar que de ésta manera nos matamos a nosotros mismos.

Felicitaciones, Julián. Larga vida a tu libro.

 

Miguel de Loyola – 25 de julio de 2009 – Santiago de Chile.